Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno de los diez multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres. En le cerro Juan del valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido cientos de veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen naturalmente por las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va comiendo la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír: «Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos años después de la nacionalización .
Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52, no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del trabajo, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales en bruto y discursos refinados. Abundan la retórica y la miseria; desde siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía leer: la mitad de los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre derramada .
Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de vampiros de indios.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe». Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de los Estados Unidos: es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros bolivianos mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de «contribución democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están muy por debajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas.
De cada dos niños nacidos entre las minas, uno muere poco después de abrir los ojos. El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca, ya no tendrá pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben hombres que se introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan desesperadamente en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas de estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios de lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño, delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas, desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco. En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura, donde no crece el pasto y donde todo, hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos, amontonados, en casas de una sola pieza de piso de tierra: el viento cortante se cuela por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que, de cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama con sus hermanas, y agrega:«Muchos padres se sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el acto sexual». No hay baños, las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapizados de inmundicia y moscas: la gente prefiere los cenizales baldíos abiertos, donde al menos circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los cerdos que retozan felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que esperar el momento en que el agua llega y apurarse, hacer cola, recoger el agia de la pila pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño, maíz y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena, que llamaba a los trabajadores de la primera punta, había resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente el calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire espeso – humedad, gases, polvo, humo-, uno podía comprender por qué los mineros pierden los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de la aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia.
Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo. La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en arder. Alcanza también conque una roca floja, un tojo, se desprenda sobre le cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de San Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas.
En la madrugada los soldados tomaron posesión en las colinas, rodilla en tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la fiesta . Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad en la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda presión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barerenos y pronto la explosión atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos hablar. El bulto de la coca hinchaba las mejillas de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ése es un nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha. Todavía no siente».
Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella. El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la militante obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes.
Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de nueva «nueva clase» que ha dedicado sus mejores esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de una fundición nacional, sino que, además han contribuido a que las minas del Estado quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas. Entre fines de 1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de recursos del subsuelo boliviano, al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado en uno de sus libros..., la historia de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos millones.
Dientes de hierro sobre Brasil
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o Venezuela que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la clave de la desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de hierro en el exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras constityuye, más que un negocio, un imperativo de la seguridad nacional.
El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto. Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta por ciento de la producción industrial de los Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina.
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca de US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas, y ya exhibe en sus flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en hierro.
En sólo un año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más de treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez años transcurridos desde 1950.
Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas de los Estados Unidos no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible.
La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y del hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios de los de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno de los cuales, quizás el más tentador era Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado mineral o el cultural: tanto que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar de uno. Poco después la Bethlehem Steel recibía del gobierno de Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de valor energético – como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas de la trágica caída del presidente Getulio Vargas, que desobedeció una indicación, esta imposición vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones británicas, la Saint John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los lejanos tiempos del Imperio. La Saint John Co., operaba en el valle de Paraopeba, donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las operaciones de comercio exterior. la Saint John había solicitado un empréstito del Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados o asesores de la Hanna –Lucas Lopes, José Luis Bulhoes Pedreira, Roberto campos, Mario da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhoes- eran también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez mayor. El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, la Estado. El 21 de agosto de 1961 el presidente Janio Quadros firmó una resolución que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional.
Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí...», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, Joao Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna – que había sido mutilado en el Diario Oficial- , el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judicial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios países europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas – como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna –escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por le Primero de Caballería».
Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación – había anunciado- en la cual un buen golpe de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores interses de todas las Américas».
Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lindón Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando una gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha civil». Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte». Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los conspiradores poco antes de que estallara el golpe, y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era capaz de sostenerse dos días en San Pablo. No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical .
Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi o Gorky, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de navidad no sólo otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro.
En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben. El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthil, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para la cena? Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera del Estado, la Compañía Vale de Río Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión de los yacimientos de hierro de sierra de los Carajás, en la Amazonia. Su magnitud es, según afirman los técnicos, comparable a la corona de hierro de Hanna – Berthelem en Minas Gerais. Como de costumbre, el gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su sola cuenta.
El petróleo, las maldiciones y las hazañas.
El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias: el petróleo es la riqueza más monopolizadora en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen en escala universal, las grandes corporaciones petroleras de la Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co. de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista. Fuera del aparato circulatorio interno del cartel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferncia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo; los países exportadores de la materia prima más importante de mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países de l área desarrollada, donde tienen su asiento las casa matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares.
El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cartel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente.
Curiosa inversión de las «leyes del mercado» el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cartel todopoderoso. El cartel nació en 1928, es un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva Jersey, la Shell y la Anglo – Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cartel. La Standard Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trust; la hermana mayor de numerosas familias Standard es en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cartel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero. La Jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta. Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva Jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionan a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero.
Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se revierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cartel implica el dominio de numeroso países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio, son las empresas quienes deciden, con lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser zonas de explotación y cuáles las de reservas, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y del saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta es un larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva Jersey. La Jersey compraba el petróleo crudo a la Cróele Petroleum, su filial en Venezuela, y lo retiraba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzaddo los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba. La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva Jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía, y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standarrd Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva Jersey y la Royal Duch Shell. Entre 1939 y 1942 el cartel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas, Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndole la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo . En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años-. «Habían quitado a México –escribe O’Connor- sus depósitos más ricos, y sólo la habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos».
En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte, Cárdenas convirtió la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. PEMEX, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda producción y el mercado, es hoy la mayor empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que PEMEX produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor legítimo». En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a PEMEX, y muchos años después, ya cerradas las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, PEMEX vivió una experiencia semejante ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina. La ANCAP, Administración Nacional de combustibles, Alcohol y Pórtland, había nacido en 1931, y la refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre una de sus fusiones principales. Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust en el Río de la Plata. Paralelamente, el Estado contrató la compra de petróleo barato en la Unión Soviética. El cartel financió de inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente industrial del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador, y que no podía hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933 despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la ANCAP a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los convenios secretos con el cartel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De acuerdo con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco, a los precios que el cartel fija. Además, el estado que conserva el monopolio de la refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los salariaos privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas. Eso es progreso, canta la televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un solo centavo. El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones públicas de la Standard Oil: el Estado le paga los dos sueldos.
Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cartel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa, viajó a Montevideo y se entusiasmo con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo. Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso! Actualmente, Petrobrás fue mutilada. El cartel le ha arrebatado dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la Esso, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cartel desencadenó una estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores de Petrobrás del monopolio recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado de petróleo brasileño antes de 1953, y procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo.
Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva Jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A. Según O’Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque la investigación de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cartel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos de cartel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Irigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía en extraer petróleo en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó enseguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cartel, y los intereses británicos –decisivos en la Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de Hidrocarburos que favorecía los intereses norteamericanos en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado, solamente golpes de Estado en América Latina. También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932 – 35), entre los pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó Zavaleta a la feroz matanza reciproca de Bolivia Y Paraguay. El 30 de mayo de 1934 el senador de Lousiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva Jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido más allá y han alquilado sus asesinos»» -afirmó . Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cartel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Barden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado.
Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes, en al Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado.
Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenido, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones petroleras privadas . En función del código, la Gulf recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de Intenciones firmada por la Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos en la explotación de un área, si no encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría esos gastos según su paladar. En esa misma Carta de Intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva Jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de un ajunta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernández Belaúnde Terry había perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de otras formas de fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú . Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgido con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares pergeños habían regado con NAPALM algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado la gasolina y el know – how para que elaboran las bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima.
El lago de Maracaibo en el buche de los grandes buitres de metal.
Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de petróleo. De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de los países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno de los más violentos. Ostenta el ingreso, per cápita más alto de América Latina y posee la red de carreteras más completas y ultramodernas; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas, hierro que su subsuelo ofrece no la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio siglo, un arenta petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de la población, que disputa las sobras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época en que el país dependía del cacao y del café. Caracas, la capital, creció siete veces en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado las torres de petróleo en el lago de Maracaibo.
Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa, un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación y que multiplica las necesidades ratificables para ocultar las reales. Caracas ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha envenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar, apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados contempla, desde sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno, relampaguean los millares y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada capital. En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados de champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que vienen de Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en 1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza.
Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista, pero las diversas filiales de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco no explotan las cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas, y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve nunca al país. Los folletos de propaganda de la Cróele (Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos términos en que proclama virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana; las ganacias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al capitalismo mundial en tan poco tiempo. Venezuela ha drenado una riqueza que, según Rangle, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los ingleses a la India. La primera Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de las empresas petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus balances eran del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada relojería del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltiples y simultáneos sistemas de preciso, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás de la baja artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos de producción y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras oficiales, en la última década Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas inversiones del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos y confesos como «rentas de capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción del petróleo van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad de obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad y a fines de 1970 se redujo más ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción, en cambio, ha crecido mucho en esta última década.
Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los campesinos petroleros del lago de Maracaibo. El lago, es un bloque de torres. Dentro de los armazones de hierro cruzados, el impecable cabeceo de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando impunemente el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera. Se encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo, en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los alimentos y las paredes, y hasta las profesiones del amor llevan apodos petroleros, tales como «La Tubería”» o «La Cuatro Válvulas», «La Cabria» o «La Remolcadora». Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas. Estas aldeas modernas, tristes nacimientos pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas, las aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas. La desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación de los pozos en actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente.
«Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas en 1966. Cabinas, que durante medio siglo fue la mayor fuente de petróleo de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo, no tiene no siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas.
La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa que chorreaba cien mil barriles por día, y desató la borrasca petrolera. Brotaron los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido por los aparatos extraños y los hombres con casco de corcho; los campesinos afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para ofrecer sus brazos al petróleo. Los asientos de Oklahoma y Texas resonaban por primera vez en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta y tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones era el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete años de gobierno (1908 – 35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros nacían a borbotones. Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos, y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos, al médico que le custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban las espaldas, a los poetas que cantaban a su gloria y al arzobispo que le otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas condecoraciones: era preciso alimentar a los automóviles que invadían los caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación y el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres firmas de los Estados Unidos. Los campos de petróleo estaban cercados y tenían policía propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de las empresas; estaba vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la participación del estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cartel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos puestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para mí, esa libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas».
Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958, cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele, había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaria de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cartel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros.
Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá: en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante.
La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones». La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer, Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antiguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado de una ceguera, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopista y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad».