Por Luciana Bertoia
Ilustración Sebastián Angresano
La Corte Suprema de Justicia habilitó el beneficio del 2x1 a un represor que operó durante la dictadura cívico-militar en el Hospital Alejandro Posadas, donde funcionó un centro clandestino de detención. Luciana Bertoia reconstruye la historia de las patotas del Posadas y los sobrevivientes y analiza un fallo judicial que, además de funcionar como una señal hacia todo el sistema de Justicia, marca un nuevo clima de época.
Luis Muiña no había cumplido los 21 años cuando lo mandaron desde el Ministerio de Bienestar Social al Hospital Posadas para conformar la guardia de seguridad, que los más antiguos en el policlínico todavía recuerdan con terror como el “grupo SWAT”. Según las marcas que dejó la burocracia en el centro sanitario de la zona oeste, Muiña entró el 13 de julio de 1976. Los testimonios de los sobrevivientes, los archivos y legajos que encontraron los empleados, la Conadep y la Justicia demostraron que Muiña cometió crímenes durante la última dictadura.
El Posadas es una mole de mármol que se empezó a construir durante la segunda presidencia de Juan Domingo Perón. Lo terminó la Revolución Libertadora y lo convirtió en hospital general otra dictadura: la Revolución Argentina. El 28 de marzo de 1976, los trabajadores del centro sanitario vieron llegar tanquetas y helicópteros. Reynaldo Benito Bignone -el delegado de la Junta en el Ministerio de Bienestar Social- comandó en persona la ocupación del hospital. Lo que siguió fue una seguidilla de detenciones y cesantías para quienes estaban en las listas negras: en su mayoría, médicos y empleados que habían peleado por el “hospital abierto” en junio de 1973.
Bignone designó como interventor del hospital a Agatino Di Benedetto, quien estuvo unas pocas semanas hasta que lo reemplazó el coronel médico Julio Ricardo Estéves. Con Estéves arrancó la segunda etapa represiva en el Posadas: la patota, unos hombres de seguridad a los que los trabajadores llamaban SWAT en alusión a una serie televisiva y que aterrorizaban a médicos y pacientes mientras portaban armas por los pasillos.
Nacido en 1954 en Merlo, provincia de Buenos Aires, Muiño era perito mercantil. Rubio, delgado y agresivo. Así lo recordó Marta Chester ante el juzgado de Daniel Rafecas cuando contó que había entrado en su casa el 26 de noviembre de 1976 para llevarse a su marido. Jacobo Chester era trabajador del Posadas como Marta y como lo es hoy Zulema, su hija, que recibió con amargura la decisión que dio a conocer hoy la Corte Suprema. “La sensación de injusticia es terrible”, dice Zulema, que trabaja en la Dirección de Derechos Humanos del hospital y milita desde muy joven por el juicio y castigo. “Me parece siniestro que retomen esta ley ahora para beneficiar a un genocida”.
Tanto para Zulema Chester como para los organismos de derechos humanos, el fallo constituye un agujero negro en el proceso de verdad y justicia que desde hace más de diez años se desarrolla en la Argentina después de que la misma Corte -con otros miembros- posibilitara con sus fallos reabrir el juzgamiento por los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado.
“Es un retroceso muy grande”, lamentó Alan Iud, abogado de Abuelas de Plaza de Mayo. “Este fallo tiene impacto en todas las causas de lesa humanidad. Significa que quienes fueron condenados van a recuperar la libertad en forma muy anticipada y arbitraria”.
No es un fallo aislado. Hace dos semanas la Corte ordenó concederle la prisión domiciliaria a Felipe Jorge Alespeiti, jefe de área en la Capital Federal durante la dictadura. Los organismos de derechos humanos ya anticiparon que llevarán la situación ante organismos internacionales.
La resolución que ordena aplicarle el 2×1 a Luis Muiña, condenado en 2011 a 13 años de prisión, fue avalada por Elena Highton de Nolasco – la jueza que permanecerá en el tribunal aun después de cumplir los 75 años – y por Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti, los ministros nombrados por el presidente Mauricio Macri. Ricardo Lorenzetti y Juan Carlos Maqueda votaron en disidencia y sostuvieron que ningún tipo de amnistía puede aplicarse a delitos de lesa humanidad. Sin embargo, las mayorías son cambiantes en la Corte: Maqueda y Highton parecen ser los más dinámicos a la hora de salir y entrar de los bloques de votación en lo que a los crímenes del terrorismo de Estado se refiere.
El fallo
Para Highton, Rosenkrantz y Rosatti, Muiña puede ser beneficiado con la ley 24.390, sancionada en 1994 para establecer plazos para la prisión preventiva. Esa ley estuvo en vigencia entre 1994 y 2001: mucho después de las privaciones ilegales de la libertad en las que estuvo involucrado Muiña y mucho antes de que fuera detenido, procesado y condenado.
En 2011, el represor fue condenado por el Tribunal Oral Federal (TOF) 2 de la Ciudad de Buenos Aires a trece años de encierro. El TOF hizo el cálculo de los años en los que debería estar en prisión utilizando la ley de 1994. El Ministerio Público Fiscal (MPF) no estuvo de acuerdo y apeló. En 2014, la Sala IV de la Casación Federal –integrada por Gustavo Hornos, Juan Carlos Gemignani y Mariano Borinksy– le dio la razón a la fiscalía y dijo que no correspondía usar esa ley para Muiña, cuyo defensor llevó el caso a la Corte Suprema.
Muiña fue condenado por haber participado en el secuestro de personas que aún siguen desaparecidas. El nombre técnico para el delito es privación ilegal de la libertad agravada y es un delito permanente. Mientras la persona siga desaparecida, ese delito se sigue cometiendo. En el caso de Muiña, los desaparecidos del Posadas continuaron desaparecidos durante el tiempo en que la ley estuvo en vigencia. Por eso Highton, Rosenkrantz y Rosatti entendieron que tenía que ser beneficiado con esa ley porque es la “norma intermedia más benigna”.
Rosatti –que se sumó a la mayoría en el fallo, pero emitió un voto por separado– resaltó que existe un dilema moral para los jueces que tienen en sus manos un beneficio para los represores, pero eso no lo refrendó.
“Es una prueba más de la desigualdad con la que el Poder Judicial trata los casos del terrorismo de Estado frente a otros crímenes”, protestó el abogado de Abuelas. “Se concede un beneficio a los represores –que no les corresponde– cuando se propone endurecer penas para otros crímenes”, agregó Iud.
Para la fiscal Ángeles Ramos, de la Procuración de Crímenes Contra la Humanidad, el fallo obliga al Ministerio Público a rever las estrategias para abordar las causas reabiertas desde 2006. “No debe soslayarse que hay un déficit del Poder Judicial. Los juicios no pueden llevarse a cabo por falta de jueces o tribunales. Eso es un freno institucional y genera mayores prisiones preventivas”, explicó mientras analiza la sentencia del máximo tribunal.
Para Ramos, un fallo que devuelva a los genocidas a la calle tiene un efecto decisivo en las víctimas. Para quienes sufrieron el terrorismo de Estado no es sencillo ir y declarar. Tienen miedo. “Ahora más”, ejemplifica.
Cambios de época
Guadalupe Godoy es la abogada de Jorge Julio López, desaparecido el 18 de septiembre de 2006 tras declarar contra Miguel Etchecolatz. En La Plata, Godoy es una de las caras más conocidas de la lucha contra la impunidad: impulsora de la investigación para saber qué pasó con López y, desde hace unos meses, una de las que da batalla contra la domiciliaria de Etchecolatz, a quien la Cámara de Casación benefició en una de las tantas causas que se le sustancian. Para ella, el fallo de la Corte es hijo de su tiempo. “Es el acuerdo al que llegaron la Corte Suprema, el gobierno y los genocidas: que se hagan juicios con ellos en sus casas”, denuncia.
Godoy tiene elementos para sostener esa afirmación. Desde la llegada de Mauricio Macri a la Casa Rosada, el gobierno convirtió a los grupos de defensa de los represores en interlocutores dignos de reconocimiento estatal y debilitó programas que contribuían a los juicios.
El año pasado, la red de abogados y abogadas que intervienen en los juicios de lesa humanidad denunciaron que estos estaban en emergencia. Entre otros factores, denunciaron que se debilitó el Programa Verdad y Justicia – creado en la órbita del Ministerio de Justicia después de la desaparición de López y que fue traspasado a la Secretaría de Derechos Humanos.
El año pasado, el ministro de Defensa Julio Martínez autorizó que los represores condenados o en prisión preventiva vuelvan a atenderse a los hospitales militares, beneficio que había sido cancelado en 2013 después de la fuga de dos condenados del Hospital Militar Central.
El 1 de diciembre, el director del Servicio Penitenciario Federal (SPF), Emilio Blanco, dispuso el traslado de más de 50 represores a la Unidad 34 de Campo de Mayo – que funcionó como un campo de concentración durante la dictadura y como una maternidad clandestina. Las condiciones de seguridad para los propios represores son endebles en bases de las propias fuerzas, como lo mostró el caso del prefecto Héctor Febres, quien apareció envenenado en 2007 en una base de la Prefectura en Tigre mientras era juzgado por crímenes cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
La Ministra de Seguridad, Patricia Bullrrich, borró la Dirección de Derechos Humanos del organigrama de su cartera y desmontó el Grupo Especial de Relevamiento Documental (GERD), creado en 2011 por pedido de los jueces federales para buscar información que pudiera acelerar los tiempos en las investigaciones por delitos de lesa humanidad. También Abuelas manifestó su preocupación por los cambios en el Grupo Especial de Asistencia Judicial (GEAJ), que interviene en casos de apropiación.
A nivel judicial, la Cámara de Casación funcionó como un cuello de botella en los últimos tiempos. En junio del año pasado, el máximo tribunal penal del país anuló una condena por la ejecución de 14 militantes del PRT-ERP en Capilla del Monte de Rosario, Catamarca, en 1974. Para los casadores, los militantes no habían sido fusilados, sino que cayeron en un “enfrentamiento”. La Casación también anuló un juicio en Santiago del Estero en octubre del año pasado.
En las calles
Una señal de alerta se prendió en los organismos en febrero, cuando el máximo tribunal dictó el Fallo Fontevecchia, en el cual ponía en dudas la obligatoriedad de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sin embargo, la Corte se llevó las miradas en el último mes por un fallo sobre domiciliarias para represores y con éste sobre el beneficio del 2×1.
Desde marzo del año pasado, el gobierno puso sobre la mesa el debate sobre las domiciliarias para los represores. En una entrevista con el diario La Nación, el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj protestó diciendo que los tribunales retaceaban el beneficio a mayores de 70 involucrados en delitos de lesa humanidad.
Sin embargo, algo se cocinaba en los tribunales aun antes de la victoria electoral de la alianza Cambiemos. En 2014, fuentes cercanas a Lorenzetti hicieron saber que la Corte ya evaluaba dictar un fallo con directrices sobre la domiciliaria, pero se postergó y llegó en la era Macri. Lorenzetti no lo votó, como tampoco el del 2×1.
Las cifras de la Procuración –registradas hasta el mes pasado- desmienten a los funcionarios que hablan de una doble vara de los jueces. De los 2780 imputados, 1044 están detenidos y 1149 se encuentran en libertad. De esos 1044 detenidos, 518 están en arresto domiciliario y 455 en dependencias del servicio penitenciario federal, según datos del Ministerio Público Fiscal.
“El gran problema con las prisiones domiciliarias es la absoluta falta de control sobre su cumplimiento”, resalta Alan Iud. “En estos años, se han detectado varios casos de represores violando las prisiones domiciliarias, pura y exclusivamente a raíz de denuncias de vecinos, trabajos periodísticos y de organismos de derechos humanos. El Estado no desarrolla ningún mecanismo para verificar que las domiciliarias se cumplan”, explica el abogado de Abuelas. El Poder Judicial debe hacerlo a través de la recientemente creada Dirección de Control y Asistencia de Ejecución Penal (DECAEP), que tiene escaso personal y sólo tiene presencia en la Ciudad de Buenos Aires, Misiones y Corrientes.
En el fallo dictado hace dos semanas, el máximo tribunal sostuvo que a Alespeiti le correspondía la domiciliaria por tener 85 años y severos problemas de salud, no representar un riesgo de fuga e hizo notar que estaba en prisión preventiva ya que su condena no había sido revisada y confirmada por la propia Corte. Tampoco es un caso Aislado, sino un patrón sobre el que hace años alertan organismos de derechos humanos y la propia Procuradoría de Crímenes Contra la Humanidad.
Guadalupe Godoy, por ejemplo, explica que en La Plata sólo hay tres sentencias firmes: la que condenó a Etchecolatz (2006), la que condenó a Christian Von Wernich (2008) y la que juzgó los crímenes de la Unidad 9 (2009). “El resto no está firme. Lo perverso es que esta situación la generó el propio Poder Judicial”, resalta. “Utilizan el retraso que ellos mismos originaron y lo que van a generar es la liberación masiva”.
El represor y el chalet
Para noviembre del ‘76, cuando Jacobo Chester fue secuestrado, los SWAT habían montado un centro clandestino de detención en el chalet que años anteriores había servido de hogar al director asistente del hospital. Gladis Cuervo, enfermera del centro asistencial, logró identificarlo cuando estaba secuestrada. La patota la había llevado desde el mismo hospital y la tenía retenida en un placard dentro del chalet. Se aflojó las manos y pudo alcanzar una tarjetita. Tuvo un poco más de paciencia y se movió la venda que le tapaba los ojos. Vio que la tarjeta estaba firmada por las voluntarias del hospital. Otro día, la llevaron a otra habitación y pudo ver por la ventana un pino. Todo lo relató ante los tribunales desde 1985. No tenía dudas: estaba en el Hospital Posadas.
El chalet dejó de funcionar como centro clandestino a principios de 1977. Lo desmanteló la Fuerza Aérea, que estaba a cargo de la represión en la zona oeste de Gran Buenos Aires. Hay testimonios que indican que otra de las casas también podría haber sido utilizada para torturar y retener personas.
Con el regreso de la democracia, los trabajadores encontraron legajos y archivos que permitieron identificar a los represores que operaron en el hospital y tener un registro de los once empleados desaparecidos. En 1984, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) elevó a la Cámara Federal las denuncias por lo sucedido en el centro sanitario. Muiña apareció ya en ese entonces mencionado como uno de los “torturadores reconocidos”.
Rafecas ordenó su detención en octubre de 2007. Lo indagó. Muiña reconoció ser parte de la guardia, pero negó que anduviera armado por los pasillos y haber intervenido en secuestros. Ni Rafecas ni el Tribunal Oral Federal (TOF) 2 le creyeron. El 29 de diciembre de 2011 fue condenado a trece años de prisión.
El 18 de abril del año pasado, el TOF 2 le concedió la libertad condicional a Muiña por considerar que ya había cumplido más de los dos tercios de la pena. Sin embargo, el Ministerio Público apeló y la Sala IV de la Casación –con los votos de Borinsky y Gemignani– le revocó el beneficio al represor del Posadas. El TOF insistió, lo puso en libertad y Casación ya no volvió a expedirse, explicaron desde los tribunales de Comodoro Py.
Pero el fallo del máximo tribunal le augura mejor suerte.
http://www.revistaanfibia.com/
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