Postverdad: nada nuevo bajo el sol
«¿Qué es lo que fue? Aquello que será. Nada hay nuevo bajo el sol, y nadie puede decir "mira, esto es nuevo", puesto que ciertamente ha ocurrido en las generaciones que fueron antes de nosotros». (Ecclesiastés, 1:9-10)
«Recuerda: lo único que te ofrezco es la verdad. Nada más». (Morfeo a Neo en The Matrix, 1999)
Héroe por accidente (Accidental hero) es el título de una película dirigida por el cineasta británico Stephen Frears en 1992. Narra la historia de Bernie Laplante (interpretado por un magistral Dustin Hoffmann), un ladronzuelo que trapichea para sobrevivir y que no tiene entre sus virtudes la práctica de la honestidad; es la patética antítesis del ciudadano ejemplar. Pero por esas cosas del destino –y de los guiones hollywoodienses– una noche que va camino de recoger a su hijo, que vive con su exmujer, se da de bruces con un accidente de avión. En medio de una lluvia torrencial, y conmovido por un niño del pasaje al que ha salvado tras abrir la puerta del avión bloqueada, extrae él mismo, uno por uno y con riesgo de su propia vida, a los pasajeros que no consiguen abandonar la aeronave por su propio pie. Luego desaparece sin que nadie sepa quién ha sido el héroe salvador. Entre los rescatados por este hombre –que todos los que le conocen lo tienen por un canalla carente de principios éticos– se cuenta una reputada periodista, Gale Gayley, ambiciosa mujer que sólo vive para el reportaje, medio con el que trata de penetrar en la verdad de la realidad, aunque con el tiempo ha venido a sustentar su éxito profesional sobre la construcción de historias morbosas más que sobre la investigación y el respeto a los hechos objetivos. El heroico rescate del que ella misma ha sido beneficiaria se le presenta como una oportunidad de reavivar sus ideales periodísticos, por lo que desea a toda costa averiguar la identidad del anónimo ciudadano que ha salvado la vida a tantos semejantes. Su única pista es un zapato que Bernie perdió en el transcurso de su altruista hazaña. El otro zapato lo tiene John Bubber, un vagabundo veterano de Vietnam que decide entonces hacerse pasar por el «ángel del vuelo 520» como pronto será conocido y admirado popularmente gracias a una efectista campaña mediática impulsada y diseñada por la reportera que halla en ese hombre la inspiración veraz para ella misma y para una sociedad cada vez más descreída y ayuna de virtud.
La historia es una excelente ocasión para reparar en las cuestiones que plantea el tema de la verdad, sobre todo en lo que respecta a su vertiente ética. Los tres personajes principales mentados en la sinopsis tienen una relación problemática con la verdad, mostrando que ésta nunca es neutra para el ser humano que la busca, la conoce o la niega. Bernie Laplante es un mentiroso compulsivo que manipula constantemente los hechos y engaña a sus semejantes –incluido su propio hijo– sin escrúpulos con tal de salvaguardar sus mezquinos intereses particulares; rehúye la verdad constantemente, salvo cuando se entera de que dan una recompensa al «ángel del vuelo 520»; es decir, que vale cuando le conviene, lo que no suele ocurrir. El axioma vital del que parte como premisa y define su concepción ética es que «la vida es una maldita jungla». Esta es asimismo la divisa pedagógica que determina la educación que da a su hijo y la única gran verdad que reconoce y a la que todas las demás verdades se hallan subordinadas porque en ese contexto de lucha por la supervivencia no hay lugar para el respeto a los grandes ideales de la humanidad –entre los cuales se cuenta la verdad como bien en sí mismo–. Por eso, para muchos que lo conocen, Bernie Laplante es un cínico (en la acepción coloquial actual del término), siendo su opinión sobre la verdad un ingrediente principal de ese su cinismo, como se constata en este discurso que el personaje regala a su hijo en la secuencia del desenlace de la historia: «¿Recuerdas cuando te dije que te iba a hablar acerca de la vida? Verás, lo malo de la vida es que se vuelve extraña. La gente siempre te habla de la verdad; todo el mundo sabe siempre cuál es la verdad, como si fuera papel higiénico y tuvieran reservas en el armario; pero cuando eres mayor aprendes que no hay ninguna verdad, sólo mentiras de mierda, montones de ella, una capa de mentiras de mierda sobre otra, y lo que haces en la vida cuando te haces mayor es escoger la capa de mentiras que prefieres y esa es tu mentira, por así decir».
Ese cinismo cabe reconocerlo también en el personaje de la periodista interpretada eficazmente por Geena Davis, alguien que aún quiere creer en la humanidad, en que es capaz de algo mejor de lo que ella ha contemplado a lo largo de años de práctica del oficio de reportera, donde la propia dinámica de la fabricación de noticias le ha llevado a dudar de la capacidad del periodismo para mostrar la verdad. Aquí se ofrece una reflexión muy interesante sobre el papel de los medios de comunicación como intermediarios entre la ciudadanía y la realidad, donde la necesidad mercantil de audiencia se convierte en central y radicalmente problemática dando lugar a procedimientos distorsionadores de la verdad con tal de lograr la captación de la atención del público. El personaje de la ambiciosa reportera lo resume de manera dramática en un discurso que da con ocasión de un premio que recibe. Traslado sus palabras de la secuencia fílmica: «... Somos profesionales, y ante todo buscamos la verdad. ¿Y si resulta que después de tanta laboriosa investigación no hay ninguna verdad, sólo historias, una historia tras otra, capa tras capa hasta que no queda nada? Y si es así, ¿estamos obligados a detenernos en algún punto o seguimos adelante excavando hasta destruir lo que investigábamos en un principio? Seguro que tanto ustedes como yo suspiramos por una historia que no consista sólo en desvelar la debilidad humana, una historia que desvele con cada capa de investigación algo mejor y más noble, algo incluso que nos inspire». De nuevo estas palabras exponen contundentemente la íntima conexión entre verdad y ética, situándose la primera en la encrucijada esencial en la que la segunda adquiere todo su dramatismo; la encrucijada en la que se entrecruzan deber, deseo y poder, y en la que la verdad se convierte en elemento decisivo por cuanto su ocultación es condición de posibilidad de la manipulación y, por ende, de merma de libertad. Lo que, por cierto, es un acontecimiento siempre posible al contar con el concurso de nuestra tendencia natural a creer en aquello que nos hace sentir bien y aleja de nosotros la ansiedad intrínseca al estado de incertidumbre; o no exige el altísimo coste psicológico que conlleva toda revisión de nuestras más arraigadas creencias. Verdad que conlleva desilusión, difícil es de asumir. Esa periodista es buen ejemplo de ello; tomará como héroe al que aparenta serlo (John Bubber), porque tiene todas las cualidades que para ella constituyen la nobleza humana, alguien inspirador, negando las evidencias que encuentra de que es el impresentable Bernie Laplante quien realmente llevó a cabo la proeza de la que ella se benefició. Él mismo contribuirá a mantener los «hechos alternativos», porque cree que de ellos se derivan mayores beneficios para todos –también para sí– que de la revelación de la mera verdad.
Estamos en la era de la postverdad, dicen. ¡Quia! Estamos donde siempre, en la sempiterna lucha por el desvelamiento de la verdad frente a quienes la ocultan y manipulan poniéndola al servicio de sus intereses, o simplemente le dan la espalda complacidos en el delirio que salvaguarda sus deseos del frío tacto de la realidad. A la historia de la filosofía remito al lector, y todos los que ahora hablan sobre la postverdad deberían darse un garbeo turístico por ella, empezando por algunas de las ideas que se encuentran en los más célebres representantes de la sofística, y el reconocimiento del fracasado cortejo al que a la verdad ha sometido toda la caterva de filósofos que para Nietzsche son dogmáticos por no reconocer su naturaleza caleidoscópica. Sin embargo, el mismo filósofo alemán, dando prueba de su paradójica relación con la virtud de la coherencia intelectual, expresa implícitamente su apreciación de la verdad, el máximo premio que todo filósofo anhela, cuando en su ensayo de 1896 titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral declara lo siguiente: «En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad». ¿Y quién le podrá negar al filósofo de la sospecha que, a juzgar por cómo nos conducimos la mayoría de nosotros, la verdad no nos suele valer por lo que ella misma es?
Verdad que la propia tradición filosófica, mediante el pensamiento de sus más brillantes exponentes, tiene por desiderátum orientador de su actividad más que por una posesión definitivamente conquistada. Yo diría que es el escepticismo que comparten David Hume y Sir Bertrand Russell el que mejor recoge esa actitud, siendo el segundo el que lo expresa concisa pero meridianamente con estas palabras de su libro Los problemas de la filosofía: «la mayor parte de lo que pasa ordinariamente por conocimiento es una opinión más o menos probable»; y un párrafo después añade: «la simple organización de la opinión probable no tendrá jamás, por sí misma, el poder de transformarla en conocimiento indubitable». Ahora bien, ninguno de los filósofos mencionados –ninguno de los que pintan algo en la historia de la filosofía, me atrevo a decir– renuncian a ese desiderátum orientador, que es condición de posibilidad de todo proceso de investigación y le otorga sentido. Estoy de acuerdo con el filósofo norteamericano John R. Searle cuando establece como postulados filosóficos fundamentales que (1) existe un mundo externo, objetivo e independiente de nosotros, y que (2) lo podemos conocer (léase su Mente, lenguaje y sociedad).
La postverdad no es sino la versión 2.0 –o 3.0, vaya usted a saber– de la corriente que recorre toda la historia del conocimiento que niega de una forma u otra al ser humano la posibilidad de su acceso a la verdad, con todas las consecuencias que ello conlleva; porque si se entiende que no hay forma humana de aproximarse verosímilmente a la realidad, entonces abrimos la puerta a las pseudoverdades de toda laya. La postverdad se basa en una dilución del fundamento ético sobre el que se sustenta el desiderátum de la verdad en las turbias aguas de la información no sometida a criterio jerárquico alguno. Aguas que arrastran los sedimentos de la postmodernidad finisecular y que con su limo cubren los postulados filosóficos antes enunciados. Se asume entonces que no sabemos lo que la realidad es ni lo sabremos nunca; así que no puede servir como referente para juzgar la verdad de los diversos discursos sobre la misma, pues queda más allá de la fragilidad y vicisitudes de nuestra finitud como seres sociales. Corolario: el conocimiento es pura ilusión. Desde el relativismo y el construccionismo social las fake news (noticias falsas) y los alternative facts (hechos alternativos) que dan cuerpo al paradigma de la postverdad tienen el campo abierto para polucionar la atmósfera mental que respiran los cerebros de las personas, seres ambientales al fin y al cabo. Es una forma perversa, en fin, de entender la democracia del conocimiento en un contexto de intensa e ininterrumpida generación y circulación de información mediante un sistema tecnológico de poder casi ilimitado, en el que más que nunca nos encontramos menesterosos de criterios y métodos fiables para aproximarnos a la verdad, ese esquivo y temido objeto de deseo sin el que la humanidad como ideal sería minusválida.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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