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La British Library tenía casi todas las fotos online. Las bajé en una resolución media, escaneadas de forma más o menos decente. Las retoqué con photoshop, las pinté, las llevé al mejor impresor de fotos de Buenos Aires.
-Con mucho amor -dijo Gerardo Dell’ Oro, dueño y guardián del laboratorio- las podemos estirar hasta 18 por 24 centímetros.
Lo del amor fue clave. Trabajar con imágenes producidas en campos de concentración del estado argentino es delicado. Los protagonistas son los sobrevivientes de la “conquista del desierto”: las familias de los lonkos Sayhueque, Inakayal, Foyel y Chagallo. Casi todos ellos estuvieron encerrados en el Museo de Ciencias Naturales de la Plata. Las fotos fueron tomadas allí, la mayoría de las veces para estudiarlos.
Dell’Oro las imprimió en el papel más delicado que tenía: algodón de 300 gramos. Quedaban hermosas, pero me parecían pequeñas. Recurrí a quienes creía me podían ayudar para conseguirlas en mejor resolución. No hubo caso. Me resigné a que el material era eso: lo que había conseguido en Internet.
Pasé varios días trabajando con cada foto en el taller de bordado de Guillermina Baiguera. Al principio no sabía muy bien para qué las bordaba. Las miraba largo rato, les prendía una vela, cantaba para ellas, inventaba rituales. Entendí lo que estaba haciendo mientras lo hacía: las había pintado para sacarlas de la oscuridad en las que fueron tomadas. Bordaba sobre ellas para devolverles la fuerza que les habían robado.
Hice el proceso completo sobre doce fotos. A mediados del año las expusimos en el Centro Cultural Matienzo, en una muestra que compartimos con Mariana Corral. Publiqué una crónica en
Anfibia para contar el proceso y pensé que todo ser terminaba ahí. Nada que ver.
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El primero que me habló del relato de Katrülaf fue el escritor Adrián Moyano. Katrülaf es uno de los sobrevivientes: contó su historia en 1902, en una casa de La Plata que compartía con otros paisanos que también habían pasado por lo mismo. Del otro lado lo escuchaba el antropólogo alemán Lehmann Nitsche. Su testimonio estuvo decenas de años en un archivo hasta que lo descubrieron distintos académicos y lo tradujeron al español.
Katrülaf narró toda su vida y se detuvo en la marcha de la muerte: la larga caminata a la que fueron sometidos los prisioneros luego de rendirse en Fortín Villegas. ¿Cuantos kilómetros caminaron? ¿Cuántos murieron en el camino? No hay números exactos, pero las distancias y las penurias fueron largas. En algunos pueblos del sur todavía quedan los restos de los campos de concentración en los que los encerraban. Hay historiadores que trabajan sobre el tema y todavía se escuchan algunos relatos orales. En Carmen de Patagones los cargaron en barcos y los llevaron hasta Buenos Aires. De allí, al Tigre, a la Isla Martín García y a algunos al Museo.
Mientras Adrián me contaba la historia lo pensé por primera vez. Me imaginé recorrer todo el trayecto de vuelta, hacer el camino inverso al que hicieron aquellos prisioneros.¿Sería posible rebobinar esa marcha de la muerte?
Esa noche soñé que lo hacía, y que a medida que avanzaba sembraba hombres de madera que mojonaban el camino. Más tarde supe que eran chemamulles, las primeras estatuas Mapuche que señalaban los lugares sagrados.
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¿Cuantas sincronías puedan darse juntas? A principios de noviembre la comunidad Epu Lafken nos invitó junto a Mariana a llevar la muestra a Los Toldos, provincia de Buenos Aires. En la muestra había un hombre de barba, con leve aire a Rick Grimes, el líder de la resistencia en The Walking Dead.
El falso Rick miró las fotos con detenimiento, parándose un tiempo largo ante cada una.
-Soy Máximo Farro -se presentó-. La muestra me conmueve porque me interpela. Trabajo en el archivo del Museo de La Plata.
Mientras comíamos el lechón con el que nos recibieron, me contó que las fotos eran accesibles en alta resolución. Habló de gigantografias, de muchos megas. Lo invité a volver con nosotros en el auto. Yo tenía la fantasía de ir hasta La Plata, pasar por el museo y que me muestre los archivos, pero era domingo.
Unos días más tarde llegó Adrián a Buenos Aires.
-En septiembre -dijo- se cumplen 130 años de la muerte de Inakayal. Queremos hacer una muestra en Bariloche con las fotos bordadas.
Conseguir las fotos en un tamaño decente. Llevarlas al último lugar donde Inakayal y su gente cabalgaron libres. Hacerlo rebobinando el camino de los prisioneros. De eso se trata
#InakayalVuelve.
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Los primeros archivos que pedí en el museo fueron los retratos de Inakayal. Son dos imágenes: frente y perfil, como dos fotos de prontuario. Me llegaron por mail. Eran dos jpg de más de cinco megas, casi un milagro.
En la foto en alta resolución encontré detalles que antes no estaban. Inakayal tiene el pelo cortado a cuchillo por debajo de las orejas, el bigote mal afeitado y una enfermedad en los ojos: las tres cosas se repiten en los prisioneros. El saco le queda grande y tiene una camisa desarreglada, quizás puesta para la ocasión. La imagen está sin retocar.
Primero trabajé en los niveles: levantar los grises, el contraste, los blancos. Y después en el color. Cuando una foto es buena y se encuentra un tono de piel realista, colorearla es un encuentro poderoso.
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Imprimí en 50×60 centímetros. La foto queda hermosa, imponente, pero el tamaño plantea un problema técnico. ¿Cómo bordar sobre una foto tan grande? En piezas pequeñas, las fotos se dan vuelta una y otra vez para completar un punto. En fotos de este tamaño, hacer eso sería destruirlas.
En un un taller de telar la genia de Milagros Álvarez Colodrero me leyó en voz alta los diarios de Emma Reyes, una artista colombiana que se formó bordando en un convento. El primer trabajo de Emma fue de asistente. Ella se recostaba bajo el bastidor sobre el que se bordaba. Las monjas pinchaban la tela, ella recibía la aguja y debía devolverla por el lugar donde se completaba el punto. La escena terminó por iluminar cómo sería el proceso. Cuando salí de esa clase, escribí:
“Para poder manipularla y bordar sin dañarla, una foto de ese tamaño tiene que ser montada sobre un bastidor de madera que la mantenga fija y la proteja. Esto dificulta que sea bordada por una sola persona. La técnica correcta para hacerlo es poner el bastidor de forma perpendicular a la mesa y trabajar entre dos: un bordador o bordadora de cada lado. Mientras la que está frente a la foto introduce la aguja de un lado, la segunda la recibe y la devuelve para completar el punto. La técnica al principio resulta desconcertante -el bordado suele ser un trance individual- pero con el correr de los puntos la actividad se convierte en una especie de danza”.
Si bordar una foto es un diálogo con la memoria de la imagen y una forma de liberar lo que quedó encerrado en ella, hacerlo en una danza colectiva permite que el proceso se vuelva mucho más poderoso. El diálogo que se establece es con la imagen de frente y de perfil, pero también es necesaria una sinergia fina entre las dos personas que manejan la aguja. Además de coordinar la entrada y la salida del punto, ambas personas deben regular la tensión del hilo de la misma manera -el bordado sobre papel de algodón es un muy delicado- y cuidar de no dañar la imagen con las manos. Si bordar es acto de belleza, dejar que lo hagan otros y otras es un camino que no tiene vuelta atrás.
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Llevo las fotos en una caja de madera que tuve que fabricar a medida para poder despacharlas en el avión. La cargo en el baúl de un auto ajeno y viajo por distintos pueblos. Empiezo a orillas del Río Azul, en Lago Puelo. Luego El Bolsón, Paraje Foyel, Bariloche. Y más tarde en Los Menucos y Maquinchao con Lof Ñanco Nehuen y en el espacio Emi Kolilaf en Ingeniero Jacobacci. En algunos lugares bordo con amigos y amigas de manera individual. En otros lugares me esperan comunidades enteras.
Intento explicar lo que hago. No me sale muy bien. Hasta que no abro la caja y saco las fotos, siento que nadie entiende nada. Recién cuando los ojos de Inakayal brillan frente al interlocutor de turno empieza a generarse algo.
Registro las reacciones de los participantes de cada jornada:
Referente político Mapuche curtido por la vida del campo, el trabajo manual: contiene el aire. Se queda diez minutos en silencio.
Mujer anciana de edad indefinida: la acaricia con la palma de la mano, como dando una bendición. No quiere dejar de bordar. Nadie se anima a pedirle su puesto.
Niña de doce años ausente en su celular: bordado preciso, sostenido. Trabaja con la misión de avanzar rápido.
Albañil de treinta y pico, remera de un grupo punk, pañuelo en la cabeza. Borda y se ríe. Contiene la fuerza en cada puntada. Le gusta.
Empleada doméstica de pañuelo negro en la cabeza: empieza tímida pero levanta la mirada. En algún momento se va de forma misteriosa y vuelve con una bolsa de tortas fritas.
Militante campesina, 75 años, problemas de miopía: le pide a la nieta que la ayude para ver donde van los puntos. Orilla las perforaciones, la mano floja pero experta.
Hombre de apellido Mapuche tradicional que lleva un chivo en su camioneta: escucha la propuesta de bordar y escapa.
Dos maestras y un militante cristiano: silencio profundo después de bordar una tarde entera.
Una tejedora. Un escritor. Un abuelo de ochenta y cinco. Un antropólogo de ciudad. Un militante de base. Una ceramista. Una cantante Mapuche. Una familia entera en Paraje Foyel.
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La foto de Inakayal en alta resolución impacta: es como ver la foto de un pariente del que siempre te hablaron pero al que nunca viste. Lo que suelen circular son fotocopias de mala calidad, imágenes pixeladas. La foto que reproduce los rasgos permite la identificación. Me hace acordar a mi abuelo. Es parecido a mi tío. Es igual a la foto que le hicieron a mi papá antes de que lo desalojaran.
Yo mismo me encuentro con sorpresa frente a la foto del lonko Foyel. Nunca lo había visto así: cada arruga, las bolsas debajo de los ojos, la cara de cansancio. Me hace acordar a los lonkos que conocí a fines de los 90, en mis primeros viajes al sur. Foyel es un personaje casi mítico para mí; compañero en las buenas y en las malas de Inakayal, hombre poderoso y valiente, lo veo casi como a un héroe. Y ahora me lo encuentro así, sin poncho, mirando la cámara de frente.
¿Qué te pasó en los ojos, Foyel? ¿Qué son esas nubes grises? ¿De qué color las pinto? ¿Por qué ese labio apenas mordido, ese gesto de contraer la mandíbula, como queriéndote meter hacia adentro de vos mismo? ¿Quién te cortó la melena de esa forma, igual que hicieron con tus compañeros? Prometo bordarte un poncho hermoso. Pero también prometo otras cosas. Cada reacción ante las fotos reafirma una misión nueva: hay que dejar una copia para cada persona que participe del bordado, expandir la imagen como un virus.
La mejor manera de hacerlo tiene un nombre extraño: Van Dick Brown. Es una técnica del siglo XIX que revela las imágenes usando la luz del sol. La idea es copiarlas mientras la gente borda: usar la luz del sol y el agua de cada lugar. Montar un proceso para terminar de devolver las fotos al lugar de donde nunca tendrían que haber salido.
En Jacobacci, una mujer acaricia la foto mientras la revela. Más tarde me contará:
-Le hablé, le pedí que me mostrara lo que yo necesito ver.
La imagen quedó hermosa: el proceso alquímico está en marcha.
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Hace unos meses tomé clases de Mapuzungun en Buenos Aires. Había escuchado decir que aprender la lengua implicaba cambiar la forma de mirar el mundo: no se puede entender la espiritualidad Mapuche sin entender el idioma.
Aprendí a saludar, a presentarme y un poco de la lógica de cómo se construyen las palabras.
El mapudungun es una lengua viva, cambiante:
-Hablarla es habitar otro pensamiento -dijo una mujer al inicio de una de las jornada de bordado.
Mientras trabajamos escuchamos música Mapuche: cantos tradicionales, pero también
reggaeton. En las conversaciones se cuelan palabras y algunas frases en la lengua originaria. Usarla es un forma de mantenerla viva, de recuperar la propia historia. Uno de los pibes que borda me cuenta que su padre solía cantar en Mapuche solo cuando estaba borracho: que ellos creían que estaba loco, pero ahora entiende que era el único momento en el que podía conectarse con su raíz. Una me cuenta que su abuela cantaba mientras bordaba, pero que recién ahora entiende que aquello que su familia consideraba un síntoma de delirio era en realidad un ülkantun.
A la vuelta de la última jornada de bordado, luego de varios días de estar por ahí, manejo solo varias horas por la línea sur. Quedo en estado de shock de tanto escuchar hablar Mapuche. Como si volviera de una ceremonia muy larga.
-Que nadie te saque ese estado -dice Adrián cuando le cuento.
Ese estado me dura varios días, hasta que la vida cotidiana lo diluye. Antes de que se vaya del todo decido invertir todos mis ahorros en comprar más fotos en el museo, pintarlas, imprimirlas al mayor tamaño posible. Me gustaría hacer gigantografías y bordarlas por toda la Patagonia.
Y tengo otro objetivo nuevo. Ya no solo quiero bordar y copiar fotos. En septiembre hacemos una muestra en Bariloche con el Espacio de Articulación Mapuche. Antes de hacerla quiero reconstruir las placas de vidrio, hacer réplicas exactas de las originales. Rebobinar también el camino que hicieron las fotos, devolverlas de manera simbólica al Nahuel Huapi. Todavía no se como ni con qué recursos. Habrá que atender las señales y confiar.
Sebastián Hacher
CRONISTA
Sebastián Hacher caminó por más de tres años La Salada y alrededores: publicó Sangre salada, un libro de no ficción sobre el mercado informal más grande de América Latina. Hacher, chico de colegio salesiano, adolescente viajero y explorador, dejó en los noventa la casa paterna en Ciudadela para partir a Neuquén como activista luego de los piquetes de Cutral Có, se convirtió en periodista en Indymedia y, después de un paso exitoso por la fotografía, se le dio por la pluma y la palabra.
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