domingo, 10 de agosto de 2014

EL VIAJE MÁS LARGO Por Miradas al Sur Del libro Laura, de María Eugenia Ludueña





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El viaje más largo



Por Miradas al Sur
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Del libro Laura, de María Eugenia Ludueña



El viernes 25 de agosto de 1978, el vigilante salió con la citación de la Comisaría 9a, ubicada frente al departamento de la Gordi. Caminó hasta la casa de los Carlotto. El mensaje era breve: “A los progenitores de Laura Carlotto se los cita con carácter de urgente a la comisaría de Isidro Casanova. A los efectos que se les comunicarán.”

Remo y Kibo se ilusionaron.

–No habíamos perdido la esperanza de encontrar a mi hermana. Esperábamos con ingenuidad, desde hacía tiempo, cada año, un acto de misericordia. Que nos dijeran dónde estaban ella y el bebé –recuerda Remo.
Anochecía cuando Estela y Guido, acompañados por Ricardo, el padrino de Laura, encararon en el Rastrojero para Isidro Casanova. Entre los tres se alegraban y entristecían sucesivamente con las conjeturas.

–A lo mejor está detenida en esa comisaría.

–A lo mejor la blanquean como detenida común.

–¡Miren si nos volvemos con el bebé! –fantaseaba Estela.

–Cuidado. No vaya a ser cosa que estos desgraciados nos digan lo peor.

Era de noche cuando llegaron a la comisaría y se presentaron en el mostrador. Estela mostró el telegrama al oficial de guardia. El tipo leyó, los miró. La Ñata, Guido y el padrino prestaron mucha atención a esa mirada, los ojos de saber un secreto horrible. No es que tuviera un tono compasivo cuando dijo: “Esperen acá. Ya vuelvo”.
Por la cara con que el agente les devolvió el papel, intuyeron que pasaba algo grave. Después de unos minutos, el oficial les hizo señas de que pasaran al despacho del subcomisario, que los recibió de pie, detrás de su escritorio. En ningún momento les hizo señas de que se sentaran. Estela, su hermano y su esposo permanecieron parados, mirando una figura de Cristo apoyada sobre la mesa de trabajo. El subcomisario abrió un cajón, sacó una libreta cívica y extendió la mano hacia ellos para que la vieran. “¿Conocen a esta persona?”, les dijo con frialdad, mientras Ñata reconocía que era el documento de su hija.

La última fotografía que existe de Laura: 4x4, tres cuartos perfil, la belleza despreocupada e invencible de la juventud. La piel luminosa, el pelo lacio y oscuro, las cejas ultradepiladas y los ojos inconfundibles, con mucha sombra y máscara de pestañas, maquillados para ir a la fiesta de la vida.

–Sí, es Laura.

–¿Y qué son de ella?

–Los padres.

–Bueno, entonces lamento informarles que falleció –les dijo el hombre.

–¿Cómo que falleció? –alcanzó a preguntar Estela en voz baja.

La madre de Laura sintió que se volvía loca y se quedó un instante en blanco. Cuando logró subir a la superficie del dolor más brutal, gritó como nunca, como jamás en su vida había gritado, cómo nunca más volvería a hacerlo.

–¡¿Cómo que falleció?! ¡¡¡Ustedes la asesinaron!!! ¡La tuvieron nueve meses para matarla! ¡¿Por qué?! 
¡Asesinos! ¡Cobardes! ¡Canallas! ¡Criminales!

El subcomisario no se inmutó, estaría acostumbrado a cosas peores. Estela seguía descontrolada. Su esposo intentaba tranquilizarla. El padrino de Laura preguntó:

–¿Y dónde está?

–Está afuera. En un furgón. –El policía abrió otro cajón del escritorio, sacó una pistola y se la calzó en la cintura.

–¿Y el bebé? –preguntó Estela.

–No sé –le contestó el policía con la expresividad como un pescado muerto–. No sé nada más. Cumplo órdenes del Ejército. Del área de operaciones 114.

Estela apuntó con su dedo a la figura del Cristo. Miró al subcomisario a los ojos y le dijo:

–Ese, el que está ahí: él es quien los va a juzgar; y los va a condenar para toda la eternidad.

El policía miró al padre y al tío de Laura, y les hizo señas de que lo siguieran. Guido y el padrino de Laura caminaron detrás del tipo y salieron de la comisaría. Estela quiso acompañarlos pero su esposo la abrazó y le pidió que los esperara adentro.

El agente los condujo hasta un furgón estacionado junto al edificio. El padre encontró el cuerpo de la hija extendido sobre el piso del vehículo. No había dudas. Laura tenía el rostro desfigurado por un disparo, estaba semivestida, llevaba un corpiño de color negro y medias verdes, y yacía junto al cuerpo de un muchacho. Guido la besó, le acarició el rostro y se quedó unos minutos a solas con ella, contemplándola sin pronunciar palabra. 
Después volvió sobre sus pasos, entró a la comisaría y abrazó a Estela.



–Es Laurita. –La madre lloraba a los gritos, repetía que quería verla.

–No, vos no la veas –insistía el padrino.

–Te vas a volver loca. Quedate con la imagen de Laurita viva –decía Guido. El subcomisario les preguntó qué iban a hacer con el cuerpo.

–Vamos a llevarla.

La partida de defunción describía a “dos jóvenes delincuentes secuestrados, prófugos, armados en el interior de un Renault blanco”. Según los registros policiales, Laura y el muchacho que la acompañaba se habían resistido a un control, no habían acatado la orden de detención en la Ruta Nacional N° 3 en Cristania de La Matanza. La versión policial decía que a la una y cuarenta de la madrugada se había producido un tiroteo, al que ellos habían respondido desde el interior del vehículo contra las fuerzas de seguridad, “resultando muertos en el enfrentamiento”. Los cuerpos habían sido entregados a la Subcomisaría de Isidro Casanova por el Ejército.

Una vez que se labró el acta, Estela, su esposo y su hermano marcharon a recoger el cuerpo. Junto al furgón ya se había apersonado, sin que los Carlotto lo pidieran, el dueño de una funeraria de Ramos Mejía. “Si quieren se la pongo en un ataúd y se la llevo hasta La Plata”, ofreció con indiferencia.

Abrumados, aceptaron. Pero antes de partir necesitaban hacer un llamado. Guido discó el teléfono del departamento en La Plata. Había prometido a sus dos hijos, Kibo y Remo, contarles cualquier novedad.

Apenas sonó la campanilla Kibo corrió a atender. Remo, el menor, vio a su hermano derrumbarse junto al teléfono. Comprendió lo que había pasado incluso antes de que su hermano lo repitiera. “La mataron a Laura, la mataron a Laura”. Los hermanos se abrazaron y lloraron. La otra hermana, Claudia, se enteraría de las malas noticias bastante después.

Todo fue desgarrador en esos días –dirá Remo muchos años después–. Parecía que se perdía el sentido para nosotros. Ya nos había tocado la desa­parición de mi cuñada María Claudia Falcone. Era decir: “Ya nos hicieron lo que querían, ya lo consiguieron”. Creo que mi viejo no lo pudo superar más. Él veía por los ojos de Laura. Mis padres, como casi toda su generación, se habían casado con el sueño del american way of life. Tenían cuatro hijos –dos nenas y dos varoncitos–, la casa propia, la pequeña empresa. La idea de “vamos a criar a nuestros nietos mientras tejemos a la luz de un hogar con leños prendidos”. Pero pasó la aplanadora por arriba de ese mundo.

* * *

El funebrero subió el cuerpo de Laura al furgón y los Carlotto lo siguieron detrás, hasta Ramos Mejía. Cuando bajaron en la funeraria, el hombre, que se llamaba D’Ercole, les dijo que estaba preparando todos los elementos para enterrar a la joven y al muchacho que habían encontrado a su lado.

–¿No se lo quieren llevar también? –arriesgó.

–¿Al muchacho? Pero si no lo conocemos –dijo Guido.

–Si usted nos dice quién es, lo llevamos y le avisamos a la familia –dijo Estela.

–No señora. No sé quién es. No tengo idea –dijo el funebrero.

–Si no sé quién es, no lo puedo llevar –se negó ella. Muchas veces se preguntará cómo no le dio una cachetada a ese hombre que era cómplice y se victimizaba.

–Nosotros acá enterramos todos los días. Los ponemos como NN. La otra noche éramos varias empresas fúnebres enterrando. Y gratis. Porque a mí ni el Ejército ni la Policía me dan un centavo para los cajones. Eso sí: yo los entierro en cajones. Nadie me da la madera. Pero los otros los meten en bolsas. La verdad que ustedes tuvieron suerte: es raro que entreguen el cuerpo. El otro día vino la señora de un militar, rogando por su hijo, tenían el cuerpo atrás de la puerta, pero no se lo dieron. Y después estaba una piba que yo conocía pero no me dejaron avisarle. Menos mal que llegaron antes de las doce, si no, la enterraba como NN. Mire, no miento.

El funebrero les mostró una orden del Área 114 del Ejército que pedía dos parcelas gratuitas al intendente para enterrar a dos NN: una mujer de 23 años y un “masculino”.

Después de elegir un ataúd para su hija, Estela pidió al hombre si podía prepararla lo mejor posible para que se la viera presentable. Quería velarla a cajón abierto. Mostrar a todos el horror. En su búsqueda de Laura, Estela se había cruzado con muchas personas que no creían que esas muertes fueran ciertas. Mostrar su verdad, eso quería. Pero el funebrero dijo que no había forma de recomponer la cara de Laura.

El camino de vuelta a La Plata nunca fue tan triste. Estela se quedó pensando en las palabras del funebrero. Se preguntó: si el dinero que había entregado para tratar de rescatar a su hija no había servido, ¿por qué le habían devuelto el cuerpo? ¿Por qué el privilegio? Ensayó una hipótesis: “Detrás de eso habrá estado la mano de Bignone. Después de verme, habrá dicho: voy a dar la orden para que se la entreguen a la señora”, pensaba Estela. Con el correr de los años el razonamiento se le hizo más fuerte.

* * *

La amiga de la secundaria de Laura, Marita Mac Dougall, se había instalado una temporada en Bolívar con su familia. Pero en agosto de 1978 pensó que lo peor había pasado y volvió a La Plata con su marido y sus hijos para quedarse a vivir.

“Cuando volvimos del campo, fuimos con los chicos y mi marido a lo de mi mamá, en 7 y 36 –dice Marita–. 
Subimos con el auto a la vereda. Bajaron mis dos hijos con mi sobrino, y entonces yo vi venir caminando a una compañera nuestra del Normal 7. Vivía en la otra cuadra de lo de mi vieja. Trabajaba en la Policía. Venía hacia nosotros y traía un papel en la mano.

–¡Marita, Marita, Marita! –gritaba la chica a medida que se acercaba.

Marita no entendía. Miró a su marido.

–¿Qué le pasa a esta mujer? –le preguntó.

–¡Marita! ¡Mirá lo que pasó! Leé esto. Lo recibimos recién en la oficina –dijo la chica.

La ex compañera le alcanzó un papel. Era un télex. Marita leyó: las fuerzas de seguridad habían interceptado un auto en González Catán. Se había producido un enfrentamiento. Como resultado del operativo, habían a matado dos personas. Una era un “masculino” NN. El otro cuerpo había sido identificado como el de Laura Estela Carlotto.

–¡Es Laura! –le decía la chica–. ¡Es nuestra compañera!

Marita estaba aturdida. No entendía si era verdad. En el barrio se comentaba que el marido de esa mujer era un hombre de derecha.

Yo me quedé muda. Dudé de si sería verdad. Tenía el papel en la mano, lo estaba leyendo yo. Entré en shock. 
Le expliqué: ‘Perdón, pero recién llego, después hablamos. A Laura hace muchísimo que no la veo...’. No sabía qué hacer, con quién hablar, a quién preguntarle. Después me enteré de que era cierto: le habían dado el cuerpo a Estela.”

Marita estaba muerta de miedo. Se preguntaba si no la vendrían a buscar a ella y a sus hijos. Entró en la casa de su mamá y le ordenó: “Ni se te ocurra abrir la puerta”. Marita recuerda haber visto una última vez a Laura, unos meses atrás. Se habían encontrado de casualidad.

“Creo que fue en marzo de 1978 cuando me crucé con Laura en el centro de La Plata, no recuerdo exactamente dónde. Yo ya tenía dos hijos: el menor había nacido en junio de 1977. Pensé: ‘Qué bueno, está de vuelta embarazada’. Por el tamaño de la panza, calculé que tendría fecha para junio o julio. Mi hijo y el de ella se iban a llevar justo un año.”

* * *

Guido levantó la tapa del cajón. Estela tomó de la mano a Laura. La mano de Laura: una mano crispada, los dedos manchados con la tinta de las huellas dactilares. No quiso detenerse a mirar la cara, la vio rápido, del cuello para abajo. Los pequeños surcos en el vientre, las estrías dejadas por la pólvora, el costado de la pierna, algo de la ropa interior.

Sin un papel que certificara su identidad, el domingo 27 de agosto los Carlotto enterraron a Laura en el cementerio municipal como NN. Los trámites para escribir su nombre en la tumba demorarían años. Al otro día, Estela recibió la respuesta a un hábeas corpus que había presentado hacía meses acompañada por las mujeres del grupo de madres y abuelas.

Llevaba la firma del juez Russo: “Laura Carlotto nunca estuvo detenida. Se desconoce su paradero”.
Tres días después de enterrar a su hija, llegó la otra novedad: le había salido el trámite de la jubilación. La primera impresión la amargó, la ironía la apuñalaba. Un instante después, le pareció que podía ser una bendición, una señal: de ahí en más podía disponer libremente del tiempo para encontrar a su nieto.




10/08/14 Miradas al Sur


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