San Martín, andinista subversivo
Año 6. Edición número 274. Domingo 18 de Agosto de 2013Por Felipe Pigna. Historiador
Como grande que era, nunca buscó el bronce, pero sí la única forma de inmortalidad fehacientemente comprobada que es el recuerdo. Terminaba no pocas de sus cartas con la contundente frase: “Cuando no existamos, nos harán justicia”. Hay mucho de nostalgia en sus textos, de conciencia de no reconocimiento, de hacer lo correcto en una soledad que se empeñaba en acompañarlo y que compartía con su compañero Belgrano, que le escribía poco antes de encontrarlo en la posta de Yatasto: “Mi querido amigo y compañero: Mi corazón toma nuevo aliento cada instante que pienso que usted se me acerca; porque estoy firmemente persuadido de que usted salvará a la patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto: soy solo, esto es hablar con claridad y confianza; no tengo ni he tenido quien me ayude. En fin, mi amigo, espero en usted compañero que me ilustre, que me ayude y conozca la pureza de mis intenciones, que Dios sabe que no se dirigen ni se han dirigido más que al bien general de la patria y a sacar a nuestros paisanos de la esclavitud en que vivían.”
Se negó permanentemente a participar en nuestra larga guerra civil y le escribía al Protector de los Pueblos Libres, José Gervasio Artigas, el 13 de marzo de 1816: “Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón. Paisano mío, hagamos un esfuerzo y dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieren atacar nuestra libertad. No tengo más pretensiones que la felicidad de la patria”.
Cuando gobernó Cuyo le dio una enorme importancia a la educación popular y fundó bibliotecas y escuelas. Estas ideas liberales están claramente expuestas en la circular dirigida a los preceptores de las escuelas públicas desde el campamento de El Plumerillo el 17 de octubre de 1815: “La educación formó el espíritu de los hombres. La naturaleza misma, el genio, la índole, ceden a la acción fuerte de este admirable resorte de la sociedad. A ello han debido siempre las naciones las varias alternativas de su política. La libertad, ídolo de los pueblos libres, es aún despreciada por los siervos, porque no la conocen. Nosotros palpamos con dolor esta verdad. La Independencia Americana habría sido obra de momentos si la educación española no hubiera enervado en la mayor parte nuestro genio. Pero aún hay tiempo. Los pobladores del nuevo mundo son susceptibles de las mejores luces. El Gobierno le impone el mayor esmero y vigilancia en inspirarles el patriotismo y virtudes cívicas, haciéndoles entender en lo posible que ya no pertenecen al suelo de una colonia miserable, sino a un Pueblo libre y virtuoso”.
Antes de emprender aquella memorable epopeya del cruce de una de las cordilleras más altas del mundo, hizo jurar a sus soldados el “Código de honor del Ejército de los Andes” que no dejaba lugar a dudas qué tipo de militar quería legarle San Martín a la patria. “La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares. La Patria no es abrigadora de crímenes.” A diferencia de los generales genocidas de la última dictadura militar que quemaban libros y destruían bibliotecas mientras se decían imbuidos del “espíritu sanmartiniano”, el portador legítimo de aquel espíritu, el verdadero San Martín, era un gran lector en francés, latín e inglés y a todas partes trasladaba su biblioteca personal. Trataba por todos los medios de fomentar la lectura entre sus soldados y entre los habitantes de los pueblos que iba liberando. Cuentan que en los fogones del cruce les leía a los analfabetos fragmentos de obras clásicas con las correspondientes explicaciones.
En cada ciudad liberada fundaba una biblioteca y en su primer testamento de 1818 decidió destinar sus libros para la futura Biblioteca de Mendoza. Creó la biblioteca de Santiago de Chile, donando para ello los 10.000 pesos que le había entregado como premio por la victoria de Chacabuco el cabildo de Santiago. En aquella ocasión dijo el libertador: “Las bibliotecas, destinadas a la educación universal, son más poderosas que nuestros ejércitos para sostener la independencia”.
Parte de su biblioteca personal fue donada a la Biblioteca Nacional de Lima, fue entonces cuando señaló: “Los días de estreno de los establecimientos de ilustración, son tan luctuosos para los tiranos como plausibles a los amantes de la libertad. Ellos establecen en el mundo literario las épocas de los progresos del espíritu, a los que se debe en la mayor parte la conservación de los derechos de los pueblos. La Biblioteca Nacional es una de las obras emprendidas que prometen más ventajas a la causa americana. Todo hombre que desee saber, puede instruirse gratuitamente en cuanto ramo y materia le convenga”.
San Martín era un claro defensor de la división de poderes y conocía el valor central que ocupa el Poder Judicial en un Estado. En el Reglamento de los Tribunales del Perú, quedó expresada una vez más la categórica convicción sanmartiniana: “La imparcial administración de justicia es el cumplimiento de los principales pactos que los hombres forman al entrar en sociedad. Ella es la vida del cuerpo político, que desfallece apenas asume el síntoma de alguna pasión, y queda exánime luego de que, en vez de aplicar los jueces la ley, y de hablar como sacerdotes de ella, la invocan para prostituir impunemente su carácter. El que la dicta y el que la ejecuta pueden ciertamente hacer grandes abusos, mas ninguno de los tres poderes que presiden la organización social es capaz de causar el número de miserias con que los encargados de la autoridad judicial afligen a los pueblos cuando frustran el objeto de su institución”.
Partió hacia Europa perseguido por los rivadavianos y sólo quiso volver cuando gobernaba su compañero del ejército de los Andes Manuel Dorrego y ofrecer sus servicios a la patria que estaba en guerra con el Brasil. Al llegar al puerto se enteró de la desgraciada noticia el asesinato de Dorrego por Lavalle. No quiso desembarcar, pero no se privó de opinar en una carta dirigida a su amigo O’Higgins: “Los autores del movimiento del 1° de diciembre son Rivadavia y sus satélites, y a usted le constan los inmensos males que estos hombres han hecho, no solamente a este país, sino al resto de América, con su conducta infernal. Si mi alma fuese tan despreciable como las suyas, yo aprovecharía esta ocasión para vengarme de las persecuciones que mi honor ha sufrido de estos hombres, pero es necesario enseñarles la diferencia que hay entre un hombre honrado y uno malvado”.
Volvió a Francia donde años más tarde lo visitaría Sarmiento dejando una notable semblanza de aquella entrevista: “No lejos de la margen del Sena, vive olvidado don José de San Martín, el primero y el más noble de los emigrados... Me recibió el buen viejo sin aquella reserva que pone de ordinario para con los americanos, en sus palabras, cuando se trata de América. Hay en el corazón de este hombre una llaga profunda que oculta a las miradas extrañas... Ha esperado sin murmurar cerca de treinta años la justicia de aquella posteridad a quien apelaba en sus últimos momentos de vida política”.
El general estaba cansado y enfermo. Tanta ingratitud, tanta melancolía, tanto extrañar a su patria, a su querida Mendoza habían hecho mella en el invencible. Sufría asma, reuma y úlceras y se había quedado ciego. Se fue dejando morir en silencio, no quería molestar.
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