viernes, 10 de junio de 2016

ELOGIO DE LA FURIA Por María Moreno


artículo destacado




Elogio de la furia

Por María Moreno




La plaza del Ni una menos, su fuerza revolucionaria –de una revolución joven, sin fracaso ni pasado–, trae recuerdos de su bautismo.

Marzo de 2015, Museo de la lengua y la palabra. Maratón de lectura contra el femicidio. Lo primero que me sorprendió fue el orden. Una coreografía amateur a lo Pina Bauch donde una mujer sucedía a la otra tras el micrófono y leía o cantaba hasta que cayó la noche y una tormenta amagó pero pasó de largo sobre ese jardín encerrado entre altos edificios que guiñaban sus ventanas en representación de una ciudad a la que queríamos alertar. Era en el Museo de la lengua y la palabra bajo el cobijo de María Pía López, que entonces lo dirigía. Y a pesar de las voces que sonaban para sostener el Ni una menos –también las de algunos hombres– percibí un silencio sobrecogedor como si iniciáramos un duelo prometido a no cesar, jugado a una causa abierta con los nombres de María Soledad, Nahir Mustafá, Jimena Hernández, Alicia Muñiz (llenar ritualmente la línea de puntos con el nombre de una mujer asesinada) en pro de un futuro en donde la lista se corte con la vertiginosidad con que fueron arrancadas esas vidas en la razón de su ser sexuado, de su diferencia que el asesino ha traducido en ofensa y consentimiento. Pensé en imágenes, como dice Borges (la querella para otra ocasión) que pensamos las mujeres: “Escena para la Maratón: las diez primeras lectoras en el suelo cubiertas por las bolsas de basura, las grandes, las de consorcio. Un silencio muy largo. Salen muy despacio y una pasa a leer. Las otras se sientan en la primera fila. Y van pasando a su turno. No se dice ni una palabra que no implique el texto: cada una pasa, dice su nombre, lee y se va. Las que siguen ya lo hacen con la bolsa abierta (estaban con ella puesta en la sala). Debería haber un silencio tremendo solo interrumpido por la letanía de la lectura.

Mujeres de la bolsa

El hombre de la bolsa era uno y se llevaba niños.

Las mujeres de la bolsa somos muchas y salimos de ellas para que no haya ni una menos.

Hay una historia política de la bolsa. Si la cartera era míticamente revoltijo cosmético, dejó de serlo cuando escondió armas revolucionarias, panfletos militantes, cuadernos de estudio, libros y planos; la bolsa la amplía y hace funcional.

¿Y la bolsa de basura? Sacarla implica expulsar afuera del hogar los deshechos de la vida productiva. Cuando aparecieron las bolsas de consorcio, el objeto pasaba del espacio que el feminismo llamó del llamado trabajo invisible a herramienta laboral del encargado de edificio; la utilería del asesino hoy incluye la bolsa y el container, la cloaca y el pozo ciego en donde la razón práctica devela un horror semiótico: las mujeres son basura.

Activar desde la bolsa no significa invitar a una identificación sacrificial o melancólica con las víctimas; ocupar el lugar en donde se encubrió el cadáver y romperlo para leer y hablar es evocar aquello que la muerte tiene para decir aún desde el silencio, por eso de que “el cadáver habla”, da señales de su identidad, pistas que llevan al asesino como lo demuestra la tradición política del Equipo Argentino de Antropología Forense.

Que la bolsa se transforme en el símbolo del luto popular y el compromiso porque no haya ni una menos.


Se sabe que escribo. Que muchos aceptan que sé de las palabras, que a fuerza de contagiarme de lecturas puedo poner en figuras algunas ideas adeudadas, que a veces me sale bien una gracia retórica. Esa vez saqué 0 en metáfora. Una furia locuaz y de muchas decidió que había que tirar a la basura esa metáfora, la de la bolsa, literal en los crímenes de odio hacia las mujeres. No abjuré pero escuché: “Yo no soy la mujer de la bolsa. Por eso estoy acá, frente a ustedes, leyendo este texto y respirando todo nuestro dolor, nuestra lucha y nuestra esperanza”. Marta Dillon y Virginia Cano leían a lo grito de guerra. Marina Mariasch y el grupo Máquina de lavar decían con una boca encendida como luego de morderse el dedo en señal de vendetta: “No pedimos perdón por estar vivas”. Y el mantra de Dillon y Cano rompía con esa tradición de decir de las mujeres que aún en la declaración más combativa parece conservar esa sordina de dulzaina psi, de trino pedagógico para un jardín de infantes. “Yo no soy la mujer de la bolsa, porque esa (entre otras) es Daiana (Daiana García), quien ya no está, y nada debería borrar lo insustituible de su ausencia, lo irrecuperable e insuplantable de su muerte violenta a manos de un femicida. (…) Que la herida alimente nuestra rabia feminista, tortillera, trans, contestataria. Y que la rabia se haga palabra, arma y refugio frente a la hostilidad hetero-cis-normativa. (…)Venimos a poner el cuerpo, estos cuerpos que gozan y cogen y sufren y se celebran y pelean, cuerpos soberanos que deciden contra todo, que se plantan y dan el grito para que suene con otros. (…) No queremos ser ni temer ser una más en la lista de las que van a parar a la bolsa de desechos corporales del patriarcardo”.

Tortilleras, trans, coger… Todo bautismo político inventa palabras, las trae desde el lado enemigo para cambiar su sentido degenerándolo, embarra a las que existen de una mugre fiestera, nada de torcerle el cuello al cisne como para torear a Rubén Darío sino de agujerear la lengua toda para dejar pasar ese torrente que se perdió la finada María Moliner para su Diccionario de uso del español.

El más de la otra mujer

Silvia Federici, Rita Segato, Silvia Rivera Cusicanqui, son algunos de los nombres de unas mujeres cuyo saber no es el de las feminólogas ni de las feministas de Estado, un saber que se recoge en reuniones con la lógica igualitaria del fogón y la olla popular, de un lenguaje afectivo que nada le debe al de la autoayuda que sólo consiste en convertir el cuidado narcisista en tabú de contacto con el otro “tóxico”. Es el “más de la otra mujer”, según la expresión de las feministas italianas que se recibe como un don a transformar sin que haya la una sin la otra, es decir sin relevos parricidas como en el modelo de saber cis-hetero-patriarcal. Esas son nuestras maestras para pensar el femicidio.

Para Rita Segato el cuerpo de las mujeres sería el lugar en donde firmar con sangre, lo que no se ha firmado en la transparencia de los contratos democráticos, en las treguas, los acuerdos y los armisticios de las guerras del siglo XX, una prueba de poder sobre un enemigo al que se sabe más débil ante la humillación moral que en el campo de batalla aunque sea en la distancia técnica de los misiles y las guerras químicas.

Gangs bélicos de hombres tatuados como los maras, en cohesión por la prueba renovada de un acto criminal corporativo y sin mayor lealtad que al vencedor que lo reconozca, escuadrones de la muerte como jubilación informal de torturadores, transnacionales con brazos en el lavado de dinero y sostenidas por el trabajo industrial en cárceles, capitalistas electorales, tratantes, nuevas iglesias devenidas empresas mundiales a fuerza del peculio del dolor, socios por la “diversidad” entre poderes políticos, económicos y militares constituirían para Segato un segundo Estado. Estos crímenes serían rituales performáticos de las corporaciones mafiosas destinados a la retención, la manutención y la reproducción de poder: son expresivos, no utilitarios aunque lo sea la función última.

“Cuando el dominio o jurisdicción no es un determinado feudo o nación, sino una congregación fluída, signos expresivos de adhesión y de antagonismo ganan importancia. La eficacia performativa de una identidad ritualizada, una identidad como política tienen relevancia crucial”.

Tipificar el femicidio, develar sus tramas estatales, mafiosas, políticas, es impedir su privatización, es decir su lectura como una excepción que aunque múltiple no constituiría más que un “caso”, el pasaje al acto de un orden sexual: ni una menos pero de ningún modo “una por una”, como en los casos policiales.

La plaza del Ni una menos no es utilitaria, aunque reclame al Estado, no es reservorio en potencia para los partidos, no rinde según la lógica de lo inmediato, ni liquida sentido para tranquilizar a los columnistas. Es una sororidad en acción y simultaneidad. Que cobija, alerta, llama a la organización. Hubiera sido bueno que no fuera el asesinato la coartada para un feminismo latinoamericano, cada vez más poroso a las tramas políticas, a las alianzas heterogéneas pero siempre anticapitalistas, grasas, libidinosas. En la organización, la violencia se desprivatiza y se nombra para deshacerla. Si la violencia es expresiva, el Ni una menos es docente. “Que sepamos que una presa política es una amenaza para todas y que una encarcelada por aborto es la expropiación del cuerpo de todas”, escribió María Pía López la mañana del 3 de julio. Sin Las travas no hay ni una menos. Justicia para Diana Sacayán. Vivas nos queremos. Ni una menos.



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