Caso Santiago Maldonado
Frente al cuerpo de Santiago, 56 personas entre peritos y especialistas buscaban respuestas para la pregunta de millones: ¿qué pasó para que el joven apareciera flotando en el Río Chubut? Afuera de la morgue se congregaron muchos de los que salieron anoche a la intemperie, a cargar de sentido una noche vaciada. Prendieron velas, dejaron flores y se plantaron en la puerta casi como veedores sociales. Los altares a Santiago no fueron solo una forma de abrazar a la familia, sino una manera de cercar la impunidad.
“¿Cómo hizo Santiago para llegar al cielo?”, le pregunta un nene de 7 años a su mamá. Están parados, de la mano, sobre la calle Junín en la vereda de la Morgue Judicial del Cuerpo Médico Forense de la Corte Suprema de Justicia, un viernes que empujó a madre e hijo -y a miles más- a la intemperie. Una noche vaciada que hay que llenar de sentidos. Mientras la mujer imagina respuestas, en una de las salas de autopsias de ese edificio enorme, sobre una camilla de acero inoxidable con pequeños agujeros en el fondo por donde drenan los líquidos, están los restos de Santiago Maldonado. Frente al cadáver hay un grupo de 56 personas entre peritos, especialistas y veedoras que también buscan respuestas: ¿qué pasó para que el joven apareciera flotando en el Río Chubut? El hallazgo barrió con el interrogante que sostuvo la visibilidad del caso: ¿Dónde está Santiago Maldonado? La certeza ahora retruca muchas más preguntas. La madre del nene resuelve: “Su alma fue la que llegó hasta el cielo, el cuerpo está acá y por eso vinimos”.
La procesión había comenzado cuatro horas antes cuando Sergio Maldonado, en esa misma vereda, salió a hablar ante la obstinación incómoda de las cámaras de televisión. “Es Santiago”, dijo y la peregrinación se activó como flechas a distintos puntos de la Ciudad de Buenos Aires y también en otros rincones del país. No importó el chaparrón. En Congreso, Obelisco, Plaza de Mayo y hasta en la Quinta de Olivos: en estos lugares el eje fue la denuncia, la demanda y la bronca. Sin embargo, en la puerta de la Morgue Judicial la atmósfera era de un invencible anhelo de acompañamiento a la familia de Santiago. Como si la multitud hubiera ido en busca de un milagro en forma de justicia, un deseo colectivo compartido. Montaron altares con velas y fotos mientras adentro del edificio se desarrollaba la autopsia, un procedimiento netamente técnico-científico.
Sergio y su pareja habían estado siete horas al lado del cuerpo encontrado en el río porque en los 77 días que faltó Santiago quienes debían procurar su búsqueda fueron disolviendo las garantías y la confianza de la familia. Si ellos pudieron estar al lado de ese cadáver aún no identificado, ¿cómo no se iban a acercar cientos de personas a la morgue para ser veedores sociales de ese proceso?
La noticia de un pibe joven que no sobrevive a una protesta obliga a sacudir el miedo que se instala en los cuerpos. El punto de partida es la violencia y los mundos de muerte que aparecen en el paisaje posible. Aunque resulta pertinente decirlo: Santiago Maldonado no fue el primer desaparecido en democracia, tampoco es la primera persona muerta tras una manifestación. Su muerte es evocativa de aquello que sí conocemos y podemos poner en fila cuando hablamos de violencia institucional. El punto de llegada es esta escena de fe que se monta frente a los escombros para reclamar por vidas vivibles: velas, altares, fotos, carteles, cartas a Santiago, rezos, abrazos, flores y sahumerios. Y una calle ocupada por cuerpos en concierto contra un Estado cada vez más mortífero.
Algunos varones gritan, las mujeres también. Contra el presidente, contra la ministra de Seguridad, para que la familia sepa que están con ellos. Aúllan contra la policía. Advierten que ya lo sabían, “que a Santiago lo mató Gendarmería”. Un hombre dice en voz alta: “¡Degenerados!”. Ningún tipo lleva ramos de flores en sus manos. Una chica carga en una mano una bolsa de supermercado con tres cebollas y en la otra sostiene la correa de su perro. Hay llantos silenciosos y rictus en las caras. Algunos momentos son de plena efervescencia, otros de un silencio que aprieta como yunque en el pecho.
La multitud se renueva y se extiende en la calle de modo que los autos tienen que desviarse por la Avenida Córdoba. El colectivo 140 ya no puede pasar por Junín. Nahuel y Mario trabajan en el estacionamiento de enfrente de la morgue como empleados: uno hace seis meses, el segundo hace tres años. Nunca habían visto algo así. De alguna manera celebran porque van a pasar menos autos mientras la calle esté cortada. Pueden mirar vídeos en el celular o hablar con otros trabajadores de otros negocios. O filmar cuando la multitud grita: “Santiago presente, ahora y siempre”. Y después mandar el video por WhatsApp. El grito que evoca a los desaparecidos por la última dictadura cívico militar termina en un aplauso cerrado. Los muchachos del garage no tienen opinión sobre lo ocurrido.
—¿Viste lo que hablamos el otro día de Santiago?— le dice Juan a su hijo de siete años. Está agachado para que el nene lo escuche. En su campera lleva una cinta de luto sostenida con un alfiler.
—Sí, ¿no está vivo, no?—le contesta un nene de rulos.
Frente a la morgue hay muchos nenes y nenas que vinieron con su familia. Algunos dejaron dibujos. Para ellos Santiago Maldonado es “Santi”. Dante tiene 8 años, va a tercer grado de la escuela Mariano Acosta y hasta hoy a las 7 de la tarde creía que Santi podía estar vivo. La confirmación de la identidad del cuerpo encontrado lo puso demasiado triste. Lo dibujó con su barba tupida y fue con su mamá hasta la morgue para pegar el cartel en la pared. “No quiero vivir en un país donde las personas que luchan por sus ideales los terminan matando o desapareciendo”, dice.
A las 22.20 la autopsia termina pero afuera, quienes están sobre Junín casi que ni se enteran y siguen rindiendo homenaje y culto. Al rato, el juez Gustavo Lleral sale por Viamonte escoltado por una veintena de policías federales. Dice lo inesperado: que el cuerpo no tenía lesiones y que aún no se pudo determinar las causas de su muerte.
Si Santiago murió ahogado no hay que olvidarse que las violencias estatales trascienden los límites del horror imaginable: a Ezequiel Demonty la Policía Bonaerense lo obligó a tirarse al Riachuelo. Y a Luciano Arruga a cruzar la Avenida General Paz. En Rosario, Franco Casco apareció flotando en el río Paraná y la primera autopsia en 2014 no desnudó la violencia institucional pero hoy casi 30 policías están detenidos. Tampoco se puede omitir que Santiago no estaba de vacaciones en el río ni en un pic nic: estaba en una protesta que fue reprimida por Gendarmería.
Para esta altura de la vigilia, en Plaza de Mayo y Congreso ya se habían bajado las banderas partidarias que levantaron algunas organizaciones a dos días de las elecciones legislativas y con la veda en marcha. Los y las candidatos se habían corrido de plano de la cámara que habían ido a buscar. Ya se empieza a activar la convocatoria para el sábado. Mientras tanto en la Morgue Judicial la procesión sigue llegando y la multitud se renueva. Una vieja pasa caminando con un viejo y se quejan de la concentración. El hombre pregunta por qué “ya no se habla de Newsman” y la mujer lo corrige: “Nisman”.
La etimología de la palabra autopsia deriva de otras dos: “observar” y “uno mismo”. Autopsia es observarse a uno mismo. En esa espera ante la morgue judicial colmada por la autopsia a Santiago Maldonado nos observamos a nosotras y a nosotros mismos. Acompañar desde afuera una autopsia es un síntoma más de un Estado de derecho endeble y una desconfianza al sistema de administración de justicia atada con doble nudo. ¿Si la zona ya había sido rastrillada en tres operativos anteriores por qué no lo encontraron antes? Esta forma de acompañamiento que no tiene banderas político partidarias pero sí mensajes y cartas de niños, textos en lengua mapuche y hasta frases budistas es la evidencia de cómo se forjan estrategias de supervivencia. Los altares a Santiago no fueron únicamente una forma de abrazar a la familia, sino la manera de cercar la impunidad y rememorar una genealogía ante esa noche de viernes que empezó vacía y nos puso a la intemperie: somos el país que dijo Nunca Más.
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