Emparedada
Por Raquel Miño*
La puerta de hierro avisaba que había sido pintada capa sobre capa. Era pesada y chirrió al abrirse ante el paso resuelto de Soledad, la periodista del diario de la ciudad. Era una profesional enérgica y comprometida, sin embargo al subir la escalera de mármol roto, sintió que las piernas no la sostenían. Se tomó de la baranda mugrienta y grasosa, respiró profundamente y siguió avanzando hasta el puesto de guardia donde tuvo que dejar sus documentos y la cartera. Un agente policial que ni siquiera la miró, quitó los candados de las rejas y recién entonces pudo pasar. Atrás, un golpe seco le anunció que ya había ingresado a ese lugar que parecía una tumba, pero en realidad era una cárcel.
Lo primero que percibió fue el olor a guiso recalentado, mezclado con lo que de ahora en más reconocería como la fetidez que tiene el encierro. Mientras avanzaba escuchó algunos gritos aislados, música de cumbia y el llanto de un bebé.
¿Qué estoy haciendo acá? se preguntó Soledad mirando las paredes sucias del pasillo que la conducía al interior del penal. Dio vueltas la cabeza pero la reja, otra vez con candado, le avisó que no podía volver atrás. Creyó que el agente policial, ahora parado con sus brazos cruzados, le sonreía con desprecio. Este debe creer que soy una pobre boluda, que me metí acá adentro para hacer un reportaje y que no tengo ni idea de lo que voy a ver, pensó levantando la cabeza... y tiene razón, no sé que estoy haciendo.
Llegó hasta un cuarto donde una guardiacárcel que no respondió a su saludo se le acercó y le palpó el pecho y las piernas.
- Dése vuelta - le dijo con voz ronca.
Después de recorrerle la espalda con sus manos, le dijo: sígame.
-Vengo a ver a...
- Ya sé - le dijo la mujer sin mirarla- , viene por Acosta.
Regina Acosta la estaba esperando con un cigarrillo en la boca. Alta, sin tetas y sin caderas marcadas, la miró con indiferencia y la saludó con recelo. Se acomodó el cabello largo y teñido de tres rubios diferentes y clavó sus ojos en los anteojos de Soledad.
- Sin grabación - dijo al ver a la periodista sacar un pequeño aparato rojo.
-Pero... - Soledad se sintió intimidada y guardó el único elemento que le daba confianza- . Como quieras.
Se midieron durante unos instantes. Regina no le tendría confianza a una desconocida que quería curiosear en su vida. Sin embargo, algo en la actitud de Soledad, tal vez la suavidad de sus rasgos, hizo que Regina ablandara su caparazón. Empezó por mirarle las manos, a escuchar el timbre de su voz y hasta se atrevió a oler a la mujer que adelante suyo comenzaba a quedar encandilada. Ni siquiera el incipiente vello de la cara, que no había podido sacarse esa mañana, impidió que Soledad se estremeciera ante tan extraña belleza.
-¿Y en Coronda, cómo te fue? - le preguntó con cautela- , ¿te molestaron mucho?
--Para nada... - se sonrió entrecerrando los ojos. Tal vez se sonrojó.
- ¿De verdad? - preguntó incrédula Soledad. Se había imaginado que su paso por la cárcel de varones habría sido un infierno para ella.
-Se mataban por mí - confesó deleitándose con cada palabra. Cada letra se dibujó en su boca húmeda.
Y se trastornó al contar que su condición de transexual le había dado un lugar de privilegio entre los varones. La habían deseado, se disputaron la protección de su cuerpo hasta que finalmente El Pelado la eligió para ampararla, o tal vez fue ella la que se acercó al hombre poderoso. El era el jefe de una banda de narcos que dentro del penal seguía dando órdenes y a los que no estaban con él los consideraba sus enemigos. Regina nunca tuvo miedo a su lado, tampoco le faltó nada, es más le sobraron comodidad, ventajas y el salvaje placer de sentirse deseada por una multitud de hombres hambrientos de sexo. Regina sentía que era una mujer, una verdadera y hermosa mujer.
Tal era la certeza de su identidad que en algún momento de su paso por la cárcel de varones pidió el cambio de documento. El nuevo decía Regina Acosta y fue su pasaporte a la cárcel de mujeres. Su traslado había sido inmediato y luego de despedirse apasionadamente de El Pelado y de jurar volver a encontrarse cuando alcancen la libertad, llegó hasta el penal donde creyó que sería su lugar.
-¿Por qué no te quedaste en la de varones? - le preguntó Soledad, hipnotizada con la historia de vida.
-Porque soy mujer - le aseguró mordisqueando sus labios rojos.
Cuando Soledad abandonó el penal, las escaleras ya no le parecían tan extensas ni las paredes tan sucias. Regina había logrado seducirla de la misma manera que había maravillado a las demás internas. Era simpática, generosa y cordial y no tardó en hacerse amiga de todas las mujeres que pudo. Sintió que sus preciosos deseos se estaban cumpliendo al mezclarse entre mujeres y comportarse como tales. Se la veía feliz, cómoda en su lugar, caminando con firmeza por los pasillos del penal dejando su huella perfumada y amorosa.
Soledad la siguió visitando durante varios períodos de tiempo. Al principio, Regina la recibía contenta, como esperándola. Sin pudor comenzó a hablarle de su pasado algo borroso. Mezclaba su traumática infancia con épocas de adicciones y llegó a detallar las treinta y nueve puñaladas que la llevaron hasta el fondo de los penales. Sus recuerdos medicados se desarticulaban al tener contactos con sus labios. Estas circunstancias tenía el solo propósito de impresionar a Soledad, ella bien lo sabía. Otras veces era evidente que mentía. Sin embargo, la periodista seguía escuchando sus historias desajustadas.
- Tuve cinco hijos - se entusiasmó contando- . Dos eran mellizos...
Con el paso del tiempo, las visitas se espaciaron. Soledad terminó alejándose porque iba agotando su curiosidad, además, en varias oportunidades fue hasta el penal y no pudo ver a Regina o porque estaba durmiendo o porque no tenía ganas de ver a nadie, según le decían sus compañeras. Una de las últimas veces en que la vio, Soledad la saludó de lejos y Regina le respondió con un gesto vago.
Al cabo de un año, a la periodista le costó reconocerla. Había perdido la luz que la distinguía en sus comienzos. Ahora tenía el mismo color que todas y también el mismo andar. Con un par de quilos de más, un poco encorvada y la misma expresión desesperanzada, Regina se confundía entre las demás internas.
Cuando Soledad la llamó por su nombre, ella la miró confundida, quiso esbozar una sonrisa que no le salió. El penal se la había comido, igual que a todas. Allí no era una reina ni nadie la deseaba. No tenía un protector ni un amante. No se matarían por ella en la cárcel de mujeres, a lo sumo alguna la envidiaría y otra le ofrecería una caricia. En el penal de mujeres, Regina ya no era competencia para nadie.
Esa fue la última vez que la vió. Cuando unos meses después, Soledad preguntó por ella, alguien le contestó que ya no estaba más allí, había vuelto a ser Juan Acosta y fue trasladada a la de varones.
*Fundadora de la ONG "Mujeres tras las rejas"
http://www.pagina12.com.ar/
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