La semana pasada el Gobierno Nacional dio a conocer un proyecto que modifica el decreto reglamentario de la Ley de Salud Mental. A la espera de la firma de Mauricio Macri, el texto retoma una perspectiva cientificista que quita derechos a los usuarios del sistema de salud y reinstala la idea del sistema manicomial, en contraposición al paradigma vigente que tardó años en construirse. (Foto: Ignacio Vottero)
La semana pasada, se dio a conocer un proyecto de reforma del decreto reglamentario de la Ley Nacional de Salud Mental N° 26.657, sancionada en el año 2010. Impulsado por la Dirección Nacional de Salud Mental y redactado a espaldas de las organizaciones que originalmente trabajaron en la norma, el proyecto representa un retroceso en materia de derechos humanos que busca eludir el debate parlamentario. De acuerdo a un comunicado del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), modifica la concepción de la salud mental establecida como un “proceso multideterminado por componentes históricos, socio económicos, culturales, biológicos y psicológicos” para reinstalar el “modelo médico hegemónico de perspectiva biologicista”.
Esto implica el retorno a la exclusividad de “las prácticas fundadas en la evidencia científica” y a las “reglas del arte médico”, tal como menciona el proyecto, lo que deja afuera aportes de disciplinas de gran importancia para la rehabilitación, como la terapia ocupacional, la musicoterapia, el arte, la enfermería, la psicología, los acompañamientos terapéuticos y el trabajo social. “Acá lo que se reinstala es el criterio cientificista de la salud mental: vuelve la figura de la persona con trastorno mental, mientras que antes se encontraba presente la del padecimiento mental, considerado como algo susceptible de ser modificado en tratamiento”, señala para La Primera Piedra Alan Robinson, escritor, actor y dramaturgo, internado en dos oportunidades por diagnósticos relacionados a la locura.
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De este modo, el decreto retoma una concepción anacrónica que conduce a una inevitable estigmatización, al volver a considerar a las persona como “enfermas”. “La ley actual empodera a los usuarios de servicios de salud mental, les da más posibilidad de cambiar de tratamiento, de dejar de tomar las drogas psiquiátricas. Con este nuevo decreto, en cambio, las personas quedan sometidas a los vínculos de dependencia con los psiquiatras y los psicológos”, explica Robinson. En esta línea, y en contraposición al paradigma propuesto por la ley nacional, la reglamentación implica un retorno al sistema manicomial, admitiendo el aislamiento en función de una evaluación basada en riesgos potenciales, tal como aclara el CELS.
“Se reinstala el loquero, el manicomio como depósito social, de encierro y sitio para el castigo. Antes, los hospitales monovalentes se tenían que transformar en polivalentes. Ahora se retoma la idea de hospital especializado en salud mental y adicciones y en psiquiatría, lo cual no deja muchas opciones para la ley de pensar a las personas locas como identidades disidentes”, afirma Robinson. Esto retroceso se puso en marcha hace más de un año. En julio de 2016 el entonces Ministro de Salud, Jorge Lemus, dejó sin efecto la resolución 1484/15, que había sido creada para aplicar y regular la Ley Nacional de Salud Mental y que establecía que, antes del 10 de septiembre de dicho año, debía fijarse “límite máximo de camas” al interior de los denomiados manicomios, con el objetivo de reducir las internaciones hasta su “sustitución definitiva”.
En reemplazo y para determinar las normas de “habilitación de establecimientos y servicios de salud Mental y adicciones”, se determinó en ese momento la creación de una Comisión ad hoc, cuyo funcionamiento y composición quedó en manos de Andrew Santiago Blake, actual Director Nacional de Salud Mental y acérrimo opositor de la Ley 26.657 y de la 448, norma pertinente en la materia para la jurisdicción de la Ciudad de Buenos Aires y sancionada hace ya quince años. Así, se retrasó la implementación de la Ley de Salud Mental, dilatando las posibilidades de las personas en condiciones de externación.
Como muchas organizaciones denunciaron, esta resolución redunda a su vez en un beneficio para las clínicas privadas que, de haberse aplicado la ley nacional, se hubieran visto obligadas a cerrar sus puertas. Además, al plantear un abordaje interdisciplinario y la participación de otros profesionales no médicos en los tratamientos terapéuticos, la actual normativa afecta a otro actor poderoso como es la industria farmacéutica, que tiene una importante participación en el sector gracias al mercado de los psicofármacos. “Hay también una gran responsabilidad de la Asociación Pisquiátrica Argentina (APSA) y Pisquiatras en Formación y también médicos municipales. Tanto estos últimos como APSA vienen incluso defendiendo en congresos el uso de electroshock, porque supuestamente es algo científico, cuando en todo el mundo es considerado tortura”, agrega Robinson.
“Este decreto omite convocar a las organizaciones de familiares y usuarios de servicios de salud mental de la Comisión Interministerial porque supone que no hay un valor cultural o cientifico en el saber de las personas ‘locas’, que es una identidad que se instala. Todo queda supeditado, no a un abordaje social, sino a uno cientificista y a una concepción de la salud que retrasa bastante, que no está a la altura de lo que plantea la OMS, o la Organización de las Naciones Unidas, es como pretender arreglar un violín pegándole a martillazos”, concluye Robinson.
El paradigma que se quiere destruir
La Ley Nacional de Salud Mental fue sancionada en el año 2010 por unanimidad en el Congreso, luego de un trabajo colectivo e intersectorial realizado desde múltiples espacios y referentes en la materia, organizaciones de la sociedad civil, familiares y trabajadores de la Salud Mental. Los únicos que en su momento se opusieron férreamente a la legislación fueron los sectores médicos y psiquiátricos corporativos que ven perjudicados sus beneficios a mediano y largo plazo.
La norma, que contempla los derechos humanos como eje principal, promueve un cambio de paradigma al desplazar la hegemonía psiquiátrica. En primer lugar, establece la existencia de tratamientos terapéuticos y la posibilidad de atención ambulatoria y comunitaria en hogares y residencias de medio término que presentan abordajes personalizados e interdisciplinarios, reconociendo otras prácticas además de la psiquiatría y la psicología como el trabajo social, la terapia ocupacional, la psicopedagogía, entre muchas otras.
Esta concepción, que relega de este modo la internación a una “última instancia”, se opone a las rígidas estructuras manicomiales basadas en la necesidad de control absoluto de las personas, concebidas sobre la base de su “peligrosidad” y de suponer su situación como irreversible. La norma promueve así un proceso en el que se busca revertir la institucionalización y lograr la inserción social de las personas afectadas, reemplazando el aislamiento en los establecimientos monovalentes que perpetua la alienación al interior de los muros hospitalarios. Esto además implica acabar con las irregularidades que rodean a los denominados manicomios.
En definitiva, la Ley Nacional de Salud Mental fue producto de un arduo trabajo que implicó desplazar la concepción de locura como un germen que debe ser extirpado para proteger a la sociedad y erradicado a través de medicamentos al interior de los muros de una institución. Dar marcha atrás con este paradigma construido a través de los años mediante un trabajo colaborativo que legitimó a otros participantes que hasta el momento no habían tenido voz representa así un grave retroceso en materia de derechos humanos, que nuevamente se lleva adelante a la par del beneficio de las corporaciones.
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