Jóvenes: Estigmatización social y violencia institucional
El blanco es el negro
Si es joven masculino y morocho, una persona está más expuesta a la denuncia social y la violencia institucional a que si es blanco; peor aun si es joven morocho y viste ropa deportiva con gorrita, afirma el docente, investigador e integrante del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica, Esteban Rodríguez Alzueta. Los prejuicios de la “vecinocracia” referencian a estos jóvenes como peligrosos por el solo hecho de tener determinados estilos de vida y pautas de consumo. Rodríguez Alzueta sostiene también que no hay brutalidad policial sin prejuicio vecinal.
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
(para La Tecl@ Eñe)
“Un enemigo es alguien cuya historia no has escuchado”. La frase pertenece al filósofo esloveno SlavojZizek. Ese enemigo, en Argentina, son los jóvenes morochos que viven en barrios pobres y visten ropa deportiva o se desplazan en motitos tuneadas. Su enemistad se averigua en el trato desigual que las policías ensayan todos los días sobre las personas que detiene. Se sabe, en este país, una persona tiene más chances de ser detenida por averiguación de identidad y cacheado en la vía pública de manera humillante si es joven, a que si es adulto; si es masculino a que si una mujer; si es joven masculino y morocho, a que si es blanco; si es joven morocho y viste ropa deportiva con gorrita, a que si no la usa. Jóvenes referenciados como peligrosos por el solo hecho de tener determinados estilos de vida y pautas de consumo.
Ahora bien, el tratamiento discriminatorio de las fuerzas de seguridad encuentra en los prejuicios de la vecinocracia un punto de apoyo. No hay olfato policial sin olfato social. Las palabras que los vecinos van tallando cotidianamente para nombrar al otro como vago, bardero, falopero, pibe chorro, es decir, como peligroso, no son inocentes, sino que crean condiciones de posibilidad para que las policías se ensañen sobre estos actores. Repito, no hay brutalidad policial sin prejuicio vecinal. Los procesos de estigmatización social habilitan y legitiman la violencia policial, pero también el linchamiento social. Se sabe: si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal.
Entre los vecinos y los pibes hay un vacío, es decir, faltan espacios de encuentro intergeneracionales para compartir sus respectivos y complejos mundos de vida. Y no solamente eso, hay un muro de lenguaje. Un lenguaje hecho de clisés, de latiguillos sociales o palabras filosas que se arrojan como dardos. Porque los clises tienen la capacidad de herir, de marcar al otro, de ningunearlo, de cosificarlo. El clisé viene a llenar aquellos vacíos. A través de los clises se busca agregarle previsibilidad a un cotidiano experimentado como injusto, porque un clisé activa estrategias securitarias, prácticas de evitamiento o seducción, llamadas al 911 o enclaustramiento privatista. Pero estos clisés, lejos de llevar tranquilidad a nuestra vida diaria, terminan recreando las condiciones para que los vecinos se sientan más inseguros. No sólo porque serán víctimas de sus propios fantasmas, sino porque, como decía Norbert Elias, “dale a una persona un nombre malo y ésta tenderá a vivir según él”. Es decir, los estigmas generan bronca en los jóvenes y, algunas veces, estos desarrollan una cultura de la dureza para hacer frente a los procesos de humillación que termina creando o agravando las conflictividades sociales que tanto preocupa a la vecinocracia.
Un clisé es un punto de vista moral que, antes que buscar comprender las circunstancias personales o grupales de los actores apuntados con esos clises, se apresura a abrir un juicio negativo y despectivo, que los descalifica y referencia como problema. En efecto, detrás de frases como “son todos vagos, no quieren trabajar”, “te matan por una zapatilla”, “entran por una puerta y salen por la otra”, y un largo etcétera, hay un modo de ver prejuicioso, pero también mucha pereza intelectual. Los vecinos alertas pueden ser gente inteligente, pero son incapaces de pensar. No pueden ponerse en el lugar del otro, y por tanto difícilmente pueden sentir lo que le pasa al otro. Para los vecinos, el prójimo que no certifica sus expectativas es lejano, un extraño que no merece la hospitalidad sino nuestra hostilidad.
Al final de este rodeo, las dos preguntas que nos hacemos son las siguientes: ¿Por qué nos ensañamos con un pibe que robó un celular que cuesta dos mil mangos y no con aquellos que fugan divisas por millones de pesos, o con los que evaden los impuestos todos los meses cuando te venden un producto o prestan un servicio sin factura, o cuando te subís a un taxi y no te dan ticket, o cuando contratan laburantes y los tienen en negro, o no le realizan los aportes jubilatorios que corresponden? Todos estos actores, gente de clase alta pero también de clase media, nos roban todos los años mucho más que dos mil pesos. Un robo a cuentagotas o invisible, disimulado con los buenos servicios de gente muy prestigiosa, como por ejemplo abogados y contadores o asesores financieros prestigiosos, un robo festejado por algunos periodistas incluso, pero un pillaje que va despresupuestando al Estado, a las políticas sociales, desfinanciando a la misma justicia que reclaman después para que actúe rápidamente. No estamos diciendo que el asalto a mano armada no sea un problema y que no debamos pensar entre todos una forma de reproche para con aquellos hechos que a veces pueden resultar trágicos para una familia. Solamente estamos señalando el trato social e institucional desigual que ensayamos ante estos delitos.
Y la segunda cuestión: Si en este país, según las estadísticas, tenemos muchísimas más chances de morir atropellados por un auto en la esquina de casa a que nos mate un pibe en ocasión de robo; si tenemos más chances de que nos baje de una balazo un vecino que está armado hasta los dientes, a que nos mate uno de estos famosos “pibes chorros”; y si sos mujer, a que te mate a golpes tu novio, tu pareja o marido, la pregunta que nos hacemos es… ¿por qué nos ensañamos con aquellos actores?¿Por qué la tapa de los diarios y la conversación diaria se la llevan los jóvenes morochos de barrios pobres que salen de caño? Otra vez: No estamos negando aquellos hechos que tanto nos indignan y tampoco queriendo disculpar a estos jóvenes por sus fechorías. Solamente estamos señalando el tratamiento desigual que hacemos.
La respuesta a semejantes preguntas es muy compleja y excede esta nota de opinión. En parte tiene que ver con los prejuicios y la estigmatización social. En parte con la cobertura selectiva y truculenta del periodismo y las prácticas discriminatorias y abusivas de las policías. Con todo, una vez más, tiene que ver con el hecho de que los jóvenes siguen siendo un blanco fácil para descargar nuestra bronca y muchas otras angustias. Los jóvenes, por el solo hecho de ser jóvenes, siguen siendo uno de los actores más vulnerables para sacrificarlos y purgar nuestras culpas y resentimiento. Los “pibes chorros” son la víctima sacrificial favorita de una sociedad indolente que no quiere mirarse de frente, y sigue buscando la paja en el ojo ajeno.
La Plata, 20 de octubre de 2016
*Docente e investigador de la UNQ y la UNLP. Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad. Miembro del CIAJ e integrante de la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional.
http://www.lateclaene.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario