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Los Dioses deben estar locos
Los juicios por los crímenes de la dictadura en desarrollo pusieron la luz sobre el papel de la civilidad, tanto de los representantes de los factores de poder económico como de aquellos del poder eclesiástico. En un momento en que esos poderes se reposicionan en toda la región, se plantea la necesidad del debate sobre lo ocurrido.
Por Ana María Careaga *
A inicios de la década de los 80 se estrenó una película que, en tono de comedia, transmitía los efectos de la irrupción de la “civilización” en una tribu africana que vivía en comunidad. Un piloto que sobrevolaba el lugar al mando de una avioneta tiraba una botella de una gaseosa y el film, de Jamie Uys, mostraba el inicio de la discordia que producía un objeto al que los habitantes de la zona le daban un valor muy especial por el hecho de haber sido arrojado para ellos “por los Dioses”. En esta película, la botella en cuestión venía a significar de algún modo el paradigma del consumo en el sistema, un emblema del capitalismo y podemos agregar a la luz del rol de los Estados Unidos en la región, una representación simbólica, a modo de metáfora, de su irrupción en la soberanía ajena, con las consecuencias que esto acarreaba.
Tomando esta metáfora en relación a la historia reciente, se puede aplicar a lo vivido por los pueblos latinoamericanos en los años 60, 70 y 80, cuando la diseminación organizada de dictaduras en los países del Cono Sur, impulsada y sostenida por los Estados Unidos, y expresada a nivel regional para la represión, en la “Operación Cóndor” –verdadera internacional del terror para el secuestro, intercambio y asesinato de prisioneros en condición de “desaparecidos”–, hizo estragos en el continente instalando una metodología planificada de exterminio.
En este contexto se inscribe lo sucedido en nuestro país en torno a la nefasta e irreparable experiencia del terrorismo de Estado. Al llamado en un inicio “golpe militar” del 24 de marzo de 1976, se le sumó luego el significante “cívico”, para connotar en el modo de nombrar esa experiencia, la complicidad de los sectores civiles. La dictadura se designó entonces como “cívico-militar”.
La necesidad de introducir la responsabilidad y la participación civil completó el significante “militar” que daba cuenta de quienes se habían constituido en una suerte de partido organizado para la represión –los que hicieron el “trabajo sucio”–, y la preparación del país para la devastación y estrago económico que iba a consolidarse poco después.
Pero la participación civil, más allá de quienes efectivamente fueron cómplices para facilitar y contribuir al funcionamiento aceitado de la máquina de matar, lejos de estar en el mismo plano, expresaba a los verdaderos ideólogos e impulsores de estas operaciones. Justamente porque habrían de ser, como representantes de los factores de poder económico, quienes se favorecerían en el corto plazo con los nuevos escenarios de distribución de la riqueza y del ingreso. Esos sectores de poder, empresarios que fueron los principales beneficiados por la concentración económica, son los que hoy se reposicionan en la región, gobiernan sin mediación y los mismos que a su vez niegan el alcance de la represión llevada a cabo.
También la Iglesia argentina se ganó una mención en el modo de dar cuenta de su complicidad durante la Dictadura: en un país de profunda raigambre religiosa y con la presencia de los postulados católicos con fuerte inserción en la sociedad, el rol y participación de esta institución no fue ajeno. Es más, y aun subrayando el compromiso de muchos sectores eclesiásticos hermanados con los más necesitados, la jerarquía de la Iglesia católica, la Iglesia como institución, no sólo acompañó a la Dictadura sino que tuvo una activa colaboración, según se ventila en los juicios que por delitos de lesa humanidad y genocidio se vienen desarrollando, en el reparto de los niños robados y en la salvaguarda del alma de quienes reprimían, torturaban y arrojaban a la gente con vida al mar. La Dictadura pasó a ser entonces “cívico-militar-eclesiástica”.
Se escucha en los juicios a muchos represores invocar a Dios, haber tenido “línea directa con Él”, y haber recibido sus directivas respecto del destino de los secuestrados que estaban bajo su designio “divino”.
“Yo hablo con Dios”, les decían a sus víctimas, “Diosito me dice quién se va para arriba y quién no”. “El Olimpo de los Dioses”, nombraban a una de las mazmorras donde recluían prisioneros en forma ilegal y clandestina. “Avenida de la Felicidad”, designaba en la Escuela de Mecánica de la Armada al camino por el que conducían a las personas maniatadas y encapuchadas a las salas de tortura y también el que desandaban luego para conducirlos a la “solución final”.
Hay testimonios que dan cuenta de la presencia de sacerdotes en los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio, de ceremonias religiosas y hasta del papel que cumplieron para aliviar las “almas en culpa” de los represores cuando volvían de arrojar desde los “vuelos de la muerte” a los secuestrados.
Seguramente la mayoría de las víctimas no sabía el trágico designio deparado para ellas por “los Dioses”, cuando atravesaba el umbral para “el traslado”. Seguramente en la esperanza y desesperación de salir de ese tránsito ignominioso por lo siniestro, cualquier resolución que implicara el alivio de esa tortura permanente, incluso la posibilidad de la muerte, era un modo de detener ese sufrimiento sin límite. La versión divulgada por los verdugos era que se los iba a conducir a “centros de recuperación” en algunos casos incluso de trabajo con sueldo retenido. Otra vez se pone de relieve la crudeza del abuso ilimitado del poder sobre la vida y la muerte, ese goce al que J. Lacan llamó el de los “Dioses oscuros”.
Muchos ex detenidos-desaparecidos relatan la situación previa a los llamados “traslados” cuando armaban las filas de “los elegidos para esa suerte”, la frecuencia de los mismos, en los que mes a mes, semana a semana, se deshacían de miles de personas “desaparecidas” arrojándolas con vida al mar. En sus testimonios, esas narraciones dan cuenta de cómo se vanagloriaban los responsables de haber encontrado esa “solución final” para hacer desaparecer los cuerpos.
El propio jefe de la primera junta militar y presidente de facto, Jorge Rafael Videla, explicó varias veces y en numerosos reportajes cuál era el objetivo en la metodología de secuestro y desaparición de personas, y el efecto buscado.
“Todos estuvimos de acuerdo en esto. ¿Dar a conocer dónde están los restos? Pero ¿qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo”, así se expresaba en una entrevista realizada el 25 de agosto de 1998, publicada en el libro El Dictador (M. Seoane y V. Muleiro).
En directivas del año 1975, suscriptas por el mismo Videla, y por los responsables de las diferentes instancias implicadas, se promovía la adopción de medidas de gobierno “que influyan favorablemente en la situación sico-social y faciliten el accionar antisubversivo”. Se afirmaba también allí que “los órganos de Acción Sicológica del Ejército”, debían contribuir “a quebrar la voluntad de lucha del oponente a fin de facilitar su aniquilamiento” y “volcar la opinión pública nacional a favor de la lucha contra la subversión buscando su participación activa en la misma”.
En expresiones públicas de la época, realizadas en conferencia de prensa, Videla afirmaba que “en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido, si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento equis y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento zeta, pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”. De eso se trata la magnitud de la desaparición, que si en su expresión cuantitativa no tuvo precedentes, tampoco los tuvo en su alcance cualitativo respecto de la metodología, manifestación de una crueldad sin fin. Y en las violaciones a los derechos humanos la responsabilidad es del Estado. Un solo demonio que a través de los autores materiales e intelectuales ideó, planificó y perpetró el crimen de crímenes.
De ese modo se concibió y llevó a cabo la desaparición y “aniquilamiento” de los detenidos-desaparecidos, a la manera de la metodología de Hitler en la Alemania nazi, quien consideró más eficaz que la ejecución directa de los prisioneros, su desaparición, confinándolos en los campos de concentración. Se estableció el decreto conocido como “Noche y Niebla”, en el que se planteaba la obtención de un efecto de terror eficaz y prolongado hacia la sociedad, a través de “medidas idóneas para mantener a los allegados y a la población en la incertidumbre sobre la suerte de los culpables”. Hitler sostenía que la desaparición era más impresionante que la ejecución. Consideraba que los procesos judiciales en general prolongados y que culminaban con penas de prisión, no tenían efectos disuasivos y concibió así la idea de enviar a los prisioneros a “la noche y la niebla”, para aislarlos totalmente del mundo exterior. En el segundo texto de la reglamentación del decreto, se señala que es expresa voluntad del Führer “se proceda contra los culpables de otra manera que hasta ahora”, “las penas privativas de libertad e incluso las de reclusión perpetua por tales actos son percibidas como signos de debilidad. Un efecto de terror eficaz y prolongado sólo se logrará mediante la pena de muerte o por medidas idóneas para mantener a los allegados y a la población en la incertidumbre sobre la suerte de los culpables”. El efecto intimidatorio de esta disposición, a la que se referían como “procedimiento NN”, residía en el hecho de que “hace desaparecer a los acusados sin dejar rastros” y que “está prohibido dar informaciones de cualquier naturaleza sobre el paradero y la suerte de los acusados” (R. Mattarollo, Noche y Niebla).
Los procedimientos utilizados por el Proceso de Reorganización Nacional tomados de la metodología nazi, de los franceses en Argelia, y aprendidos en la Escuela de las Américas tuvieron su corolario en esa “solución final” al estilo argentino. La buscada eficacia de la desaparición fue de la mano del método diseñado para deshacerse de los cuerpos. Transformados en “paquetes”, los detenidos-desaparecidos eran arrojados al mar. La crueldad de las crueldades. Cometidas por seres humanos de carne y hueso. Lo más inhumano de lo humano puesto en juego al servicio de lo peor. No fue una guerra sucia fue un crimen infame.
Para poner en práctica toda esa aceitada y planificada maquinaria de muerte y destrucción se requería de un sinnúmero de complicidades que, por acción u omisión, sirvieron acabadamente a esa mortífera organización.
Todo un armado logístico que involucró cientos y cientos de personas que formaron parte de cada uno de los eslabones de ese engranaje.
Invocando a Dios, invocando la Ley Divina, en manos de lo más “inhumano” estaba la decisión de quiénes iban a ser “entregados a los Dioses”.
Muchos de quienes formaron parte de estos engranajes, de las Fuerzas Armadas y de seguridad, que bajo estas directivas estaban al servicio de la represión, y sus cómplices civiles, están sentados hoy en el banquillo de los acusados. Incluso quienes piloteaban los aviones.
En el actual proceso que juzga un tramo de los delitos cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada, fue expuesto en detalle por la fiscalía a cargo de la acusación el mecanismo utilizado para la ejecución de los prisioneros.
La Fiscalía se basó, entre otras, en prueba documental desclasificada proveniente de los archivos del Ministerio de Defensa que demuestra que quienes cumplieron un rol en ese sentido formaron parte de ese aceitado engranaje en el cual los pilotos, por su función, eran un eslabón indispensable para ese plan criminal y que actuaban en “operaciones de guerra contra la subversión realizadas desde y con medios (…) aéreos”. Al respecto, sostienen que “está más que claro que el sistema clandestino y secreto que imperó en la última dictadura ha silenciado este tramo denominado ‘vuelos de la muerte’ “, como destino de los secuestrados. Al analizar esta forma de aniquilamiento de las víctimas, los representantes del Ministerio Público Fiscal, encuentran “acreditada la materialidad de los ‘vuelos de la muerte’ como mecánica represiva utilizada por las fuerzas armadas” así como la participación de los imputados “en estos aberrantes crímenes” considerando a los mismos en el “eslabón de la estructura represiva, como parte de la empresa criminal conjunta” mediante “aviones que eran utilizados en el sistema de eliminación física de personas”. Las mismas eran “trasladadas” desde los distintos centros clandestinos de detención a “aeropuertos o bases militares que contaban con pistas de decolaje, donde se las ingresaba en las aeronaves desde las cuales, posteriormente, eran arrojadas al agua, con vida, en pleno vuelo”, sedadas previamente “mediante la aplicación de una sustancia conocida como Pentotal o Pentonaval”; “éste era el último tramo en el sistema implementado por las Fuerzas Armadas para eliminar a las personas sometidas al régimen dictatorial en los campos de concentración, de modo tal de ocultar los atroces delitos cometidos”, conducta que “se imprime dentro del plan sistemático común”. Así se da por “acreditado que el uso de aeronaves para cometer crímenes del terrorismo de Estado involucraba a todos los eslabones de la cadena criminal hasta hacerse efectiva con el aporte de los pilotos: encargados del último tramo de disposición final”.
En declaraciones citadas por ese Ministerio en su alegato, testigos refieren, en relación al carácter secreto y oculto respecto de estos procedimientos, que “la aeronave podía partir de Aeroparque sin dar explicación alguna”, había un sector en Aeroparque destinado a determinados vuelos en torno a los cuales no había información: “no sabíamos ni dónde iban, no se hacía plan de vuelo, era algo muy secreto”, “se ponían en marcha (los aviones), salían”, y “…que Dios te ayude”.
Sí, “The gods must be crazy”, reza el título original de la película. Muchos de sus “servidores”, que se arrogaron su representación y actuaron en su nombre, ya fueron condenados por sus delitos, otros están a la espera del veredicto en el que, frente a crímenes imperdonables, deberán obtener una condena ejemplar. Los delitos investigados, juzgados y probados acabadamente son crímenes aberrantes frente a los cuales la única respuesta posible es la justicia. Es la memoria de los pueblos la que se inscribe, narrada a través de los relatos de los testigos, en el texto de la historia, en el escenario de los juicios. Esos testimonios traen a los estrados otros relatos, la voz, la mirada, las vivencias, los sufrimientos y expresiones de resistencia de otros que ya no están. Es la presencia de una ausencia que interpela, en ese acto, a la sociedad toda. Y eso no tiene marcha atrás. Frente a la desenfrenada “locura de los Dioses”, la verdad, la justicia y la memoria.
* Psicoanalista, docente, testigo en los juicios de lesa humanidad.
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