Una herida clavada en mi costado
Por Eduardo Luis Duhalde | 19 de julio de 1988
En agosto de 1972, con mi socio profesional Rodolfo Ortega Peña, teníamos cerca de trescientas defensas jurídicas de presos políticos. No fue de extrañar entonces que lo de los 19 prisioneros que se entregaron a las autoridades en el aeropuerto de Trelew -tras haber fugado de la cárcel y no poder abordar el avión en que se alejaron sus restantes seis compañeros- fueran defendidos nuestros, en algunos casos, en patrocinio compartido con otros abogados.
Aquella madrugada en que nos anoticiamos por llamadas periodísticas de lo ocurrido en el atardecer y la noche anterior entre la Cárcel de Rawson y el aeropuerto, los primeros nombres conocidos nos indicaban que se trataba de varias de las personas cuyas defensas técnicas teníamos a nuestro cargo. No vacilamos en tratar de viajar a la cárcel de Rawson: fue imposible hacerlo en avión. El gobierno militar había bloqueado todas las plazas para el vuelo de ese día. Fue así como, a media mañana, iniciamos con Ortega Peña junto a otros abogados (Rodolfo Mattarollo, Carlos González Gartland, Miguel Radrizzani Goñi, Pedro Galín) un tenso viaje en dos automóviles, que de Bahía Blanca para abajo fue objeto de trabas en sucesivos controles policiales, tendientes a impedir o demorar nuestro arribo a destino.
Al llegar, comenzó una de las situaciones más dramáticas que me tocó vivir en mi larga e intensa vida profesional. Muy pocas veces sentí tanta impotencia y pude comprobar en tal grado el desamparo que trae aparejado la ausencia de respeto a ley y a las garantías individuales con que someten los gobiernos militares a los ciudadanos.
Desde la mañana del 17 de agosto, Rawson parecía, por un lado, una ciudad ocupada, las patrullas militares la controlaban, incluyendo hasta el comedor del Hotel Provincial. Pero, por otro, era un páramo sólo recorrido por los fuertes vientos invernales: los habitantes -sensatamente- sólo se dejaban ver lo indispensable. Una indescriptible sensación de muerte nos embargaba, era una crónica anunciada. íbamos de la cercanía de la cárcel a la zona próxima a la base Almirante Zar, donde tenían a los prisioneros, sin que en ningún lado nos permitieran acercarnos. Constantemente pedíamos entrevistar al juez de la Cámara Federal Jorge V. Quiroga, que había viajado desde Buenos Aires y que instruía el sumario, sin que accediera a recibirnos: hasta llegamos a presentarle escritos pasándolos por debajo de la puerta de su habitación del hotel, reclamándole seguridad para nuestros defendidos.
Todo era vano. Salíamos a la calle y éramos vigilados, mientras los despachos militares y judiciales continuaban herméticamente cerrados para nosotros. El clima era cada vez más lúgubre: advertíamos que estábamos jugando tiempo de descuento: a vida de los prisioneros corría cada hora más peligro y se nos escurría entre las manos. Ortega Peña, Mattarollo, González Gartland y yo fuimos detenidos junto al abogado de Trelew, Mario Amaya, asesinado luego por el golpe del 76, que no le perdonó su participación en la defensa de aquellos prisioneros. Se nos amenazó con fusilarnos, y tras un recurso de hábeas corpus presentado en Buenos Aires, fuimos liberados. Amaya continuó detenido. Intentamos entonces hacer una conferencia de prensa en el estudio de Romero, otro abogado de dicha ciudad. Un explosivo en su puerta, impidió hacerla.
Comprendimos que nada podíamos hacer allá. Nos embargaba el dolor, la impotencia, el sentirnos absolutamente inútiles frente a la negación de todo derecho. Lo único posible era volver de inmediato a la ciudad de Buenos Aires, a denunciar que el crimen avanzaba a pasos agigantados.
En la tarde del 22 de agosto, en la sede de la Asociación Gremial de Abogados, en nombre de los profesionales intervinientes, Rodolfo Ortega Peña, en conferencia de prensa, hizo pública denuncia de la situación y reclamó por la vida de los 19 prisioneros. Esa noche un artefacto explosivo estalló en dicho organismo.
Concomitante con aquella denuncia, en la base Almirante Zar la pedagogía criminal del terrorismo de Estado producía la masacre de Trelew. Una danza de horror, en el pasillo y las celdas, dejaba 16 cuerpos inertes y tres heridos graves. La sangre en las paredes, los restos de masa encefálica, las marcas de los centenares de balas disparadas contra las víctimas indefensas, mostraba en plenitud la furia homicida y ejemplificadora.
Masacraban a estos jóvenes militantes, pero apuntaban más que a sus corazones, a matar las utopías que anidaban en ellos, sus sueños transformadores y su pasión argentina: no se condenaba su metodología violenta; por lo contrario, aquel hacer de los marinos a cargo del capitán Sosa era un himno a la violencia más extrema (sólo la perversión hipócrita asesina sin piedad en nombre del derecho a la vida).
Tampoco fue el exceso de una guardia ebria. Esta había sido la mera ejecutora de una orden secreta y directa del presidente Lanusse y de los comandantes en jefe. Trataban de restablecer la autoridad de los militares, golpeada en su orgullo envanecido, ahogando en sangre a los que habían osado desafiarla.
Pero la vida de la Nación, que es mucho más rica que los lineales propósitos dictatoriales, hizo que Trelew fuera para el régimen de Lanusse lo que Malvinas para el gobierno de Galtieri. Un gran espasmo, un enorme escalofrío e indignación recorrió el cuerpo social. Un creciente sentimiento colectivo de repudio y espanto embargó al pueblo argentino. Ocho meses después, el 25 de mayo de 1973, esos militares debieron entregar el gobierno, aunque tres años más tarde volverían a asaltar el poder para producir el vasto genocidio.
En mi modesta historia personal, percibí en Trelew, tan palpable como nunca antes, la diferencia entre un estado de derecho y la barbarie autoritaria. En esa comunión con la tragedia sentí la reafirmación del compromiso con los derechos humanos y con la vida, que en medio de tanta impotencia y fracaso recibía como un mandato irrenunciable.
Palabras de un padre
A un año de la matanza, Manfredo Sabelli, padre de María Angélica, revivió su último encuentro con su hija en el texto emocionado que se transcríbe a continuación.
Llegué a Rawson el domingo 13, preocupado por las noticias de una epidemia de gripe en la cárcel, pero mi hija me tranquilizó apenas la vi. Ella también había caído enferma, y a pesar de que se la notaba débil y pálida, tenía un aspecto animoso. Sus compañeros médicos la habían tratado con vitaminas y antibióticos (me contó ella) y lo único que echaba de menos eran los mimos de esos días. Hablamos de nuestras cosas y nos divertimos en grande. Siempre sonreía, María Angélica, con la mirada despierta y la cara llena de luz.
No nos importó separarnos ese domingo, sentíamos que aún nos quedaban muchas horas juntos y esperábamos disfrutarlas sin pensar en la soledad de mañana. Desde algún tiempo atrás, el régimen de visitas al Penal primero se había extendido a cinco días por semana y luego reducido a cuatro, de 9 a 11.30 y de 14.30 a 16. Las horas pasaban volando y yo me preguntaba si habría una red para cazar las horas que se iban, como si fueran mariposas.
Siempre era lo mismo en Rawson: yo me alojaba en casa de unos parientes de buena voluntad y llenaba mis ratos vacíos hablando de María Angélica. El martes llegué al Penal a las 9 en punto. Al rato apareció ella en la capilla. Sonreía, me acuerdo.
Volvimos a hablar de su madre y de Chela, de mis máquinas de escribir y calcular. Yo le repetí las historias que ya le había contado.
Al despedirnos me dijo: -No vengas esta tarde, papá. Tengo una conferencia con las chicas delegadas. Amagué una protesta. ¿Te molestaría no venir, papá?, insistió ella. Yo le mentí que de ningún modo, que me daba lo mismo. Al fin de cuentas, nos quedaba todo el miércoles para vernos y todos los días del año para escribirnos cartas.
Me acuerdo bien de aquel 15 de agosto: hacía frío, con un poco de viento y el cielo estaba nublado. De lo que no me acuerdo es de si besé a María Angélica por última vez en la frente o en la mejilla.
Revista La Maga, 19 de julio 1998
http://www.elortiba.org/
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