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¿Cambio? ¿Qué cambio?
Por Pilar Calveiro *
Ser viejo, en la época de la velocidad y la simultaneidad mediática, parece casi una vergüenza. Por eso abundan los políticos joviales y eternamente sonrientes que prometen una felicidad tan falsa como sus imágenes de marketing y telenovela. Pero haber vivido un rato tiene sus ventajas, y una de ellas es que uno ha pasado por más de un cambio, en nuestro país y en el mundo.
Argentina ha vivido distintos cambios; cambios estimulantes, como la ampliación de la participación de las mujeres en la vida social, pero también otros terribles, como la atroz violación de los derechos colectivos en las dictaduras, ¡que vaya si fueron un cambio! Por eso, proponer simplemente cambios no es suficiente; hay que especificar de qué cambios se habla. Cuando no se hacen estas precisiones, es urgente detenerse, dudar y, a veces, empezar a temblar. La imprecisión suele esconder intenciones funestas lo que, en buen castellano se conoce como “dar gato por liebre”. Sin embargo, “por sus obras los conoceréis”; así que hay que mirar lo que han hecho quienes prometen un cambio. Y ese es el ángulo desde el que hay que considerar la exhortación de Macri y sus aliados para el cambio: observar qué han hecho, qué han impulsado y a qué se han opuesto. Desde ese punto de vista, se puede apreciar que el cambio es la liebre que te ofrecen, pero la realidad es que te van a hacer tragar un gato que no es, ni más ni menos, que el más tosco neoliberalismo
En los últimos treinta años el mundo ha atravesado enormes transformaciones, unas positivas y otras no tanto. La implantación y expansión del modelo neoliberal, impuesto a fuego por las dictaduras y sostenido por “democracias” administradas por los ricos, correspondió a la clasificación del “no tanto”. Nos trajo varias calamidades, entre otras cosas, una polarización del ingreso inédita y un mundo que tiene cada vez más pobrespobres y unos pocos ricos-megarricos; más presos que son, casualmente, los más pobres entre los pobres; más violencia mafiosa coludida con los grandes intereses económicos y políticos. Son fenómenos de carácter general; están ocurriendo en todo el mundo porque el neoliberalismo es inseparable de la globalización. Pero lo hacen de manera más clara en los países donde estas políticas penetran sin freno ni contención gubernamental, como ha ocurrido en México, Colombia, Centroamérica. Donde la apertura del modelo neoliberal es más irrestricta es justamente donde prolifera la violencia y, en especial, la violencia mafiosa. La economía criminal no es una disfunción sino parte orgánica del modelo, así que no hay que confundir: existe en todos lados pero penetra y arrasa justamente allí donde no hay restricciones políticas. El Estado mínimo no es una buena idea en el contexto actual.
Profundizar las políticas neoliberales, de las que los escenarios de guerra, violencia y corrupción son consustanciales, además de peligroso no es nuevo, no es un cambio. Lo hemos vivido en los años 90 y sufrimos sus consecuencias por muchos tiempo. Para los argentinos, alinearse con las recetas del FMI, como propone Macri, implica hacer “ajustes” económicos y cambiarios, privatizar empresas, devaluar el peso, abrir las importaciones y debilitar la producción nacional, cobrar jubilaciones de miseria; todas esas no son cosas nuevas ni representan cambio alguno. Han sido, más bien, la norma. Se pudieron ofrecer como cambio en México, donde el Estado había sido una institución poderosa desde la Revolución pero, ¿en Argentina?
Aquí se experimentó, desde los setenta, la desarticulación del Estado y la penetración del mercado, con todas sus terribles consecuencias, sobre todo durante nuestras “relaciones carnales” con Estados Unidos, durante el menemismo, aquel peronismo que terminó abjurando de sí mismo. En Argentina, el cambio se presentó más bien de la mano del kirchnerismo, con una política social más amplia, jubilaciones más dignas, limitación de la intervención estadounidense (¿cuándo se había hecho?) y, con ello, el impulso de una política regional relativamente independiente, en la dirección de una América Latina unida, según el sueño de nuestros “padres fundadores”, como San Martín o Bolívar, y no los de ellos.
Si de cambios hablamos, ha habido muchos más cambios en la última década. Eso, ¿quiere decir que así estamos bien? No, nunca, de ninguna manera. La transformación es una decisión y también un hecho, más allá incluso de nuestra voluntad; se nos impone. Tenemos que cambiar este mundo violento; tenemos que cambiar las desigualdades; tenemos que cambiar la expansión de las violencias mafiosas y con ellas la delincuencia; tenemos que cambiar los modelos educativos; tenemos que cambiar la indiferencia. Pero ninguno de esos cambios es posible con la profundización del modelo neoliberal.
Habrá quien diga: “Pero los gobiernos progresistas de América del Sur no rompieron con el neoliberalismo”. Cierto, por distintas circunstancias, de convicción o de necesidad, ninguno lo hizo. Sin embargo, todos le pusieron restricciones, límites, obstáculos. Y es por ello que los grandes corporativos, de todos los giros, los detestan. Pero en tiempos de resistencia, como los actuales, desviar, demorar, obstruir, no es poca cosa.
En la coyuntura actual, las opciones que se presentan en el proceso electoral, no son lo mismo. Scioli no representa la continuidad sino la búsqueda de opciones de cambio en un mundo terriblemente violento e injusto; Macri, en cambio, es la continuidad de un neoliberalismo que se extiende, como plaga, en un planeta al borde de la extinción.
¿Políticas de miedo?, ¿mirada apocalíptica? No, estricto sentido de realidad en relación, no con hipótesis o con amenazas posibles, sino con lo que de hecho ha impuesto y sigue pretendiendo imponer un orden global que mata, excluye, empobrece y adormece las conciencias.
* Politóloga.
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