domingo, 15 de noviembre de 2015

EL LEVIATÁN Por José Pablo Feinmann






 › ANTROPOLOGÍA DEL BURGUÉS ASUSTADO


El Leviatán

Por José Pablo Feinmann



Es posible que las guerras civiles inglesas estén en los orígenes del Leviatán, determinándolo, dándole un contexto fuerte, insoslayable, pero no lo explican por completo. Arriesgo esta hipótesis: esas guerras (porque no hubo una sola guerra civil, sino, al menos tres, aunque ahora se prefiera nombrarlas juntas) se llevaron a término entre monárquicos y parlamentaristas. Como todas las guerras (y acaso sobre todo las civiles, bastará mencionar la norteamericana) reclamaron sangre y crueldad, por decir lo mínimo. Fueron malos tiempos. Fueron tiempos que expresaron esa maldición china que sugiere desearle tiempos interesantes a todo aquel que uno odie. A esos tiempos, sin embargo, a los interesantes, los vivimos todos, ya que la historia que hacen y sufren los sujetos humanos es siempre dolorosamente interesante. Recordemos esa frase de Borges sobre Pascal: Le tocaron, como a todos nosotros, malos tiempos en que vivir. Esos tiempos hirieron el espíritu de Thomas Hobbes, que vivió condicionado, atemorizado por ellos. Durante los feroces combates de sus coterráneos, no vivió en Inglaterra.

En 1642, Hobbes publica su primer gran intento de filosofía política. Lo titula De Cive (Del Ciudadano). Aquí anticipa (en el Prefacio del autor al lector) la teoría que subyace a todas las otras, que las posibilita. Primero: El estado de naturaleza. Segundo: La lucha de todos contra todos. En ese estado, en ese temible campo de batalla donde reinan el estruendo y el furor, previo a toda organización racional, se lleva a cabo la guerra de todos contra todos (Bellum omnium contra omnes) que exige que cada hombre sea para el otro lo único que puede llevarlo a sobrevivir, un lobo. Así, el hombre es el lobo el hombre (Homo, homini lupus). Y Hobbes resume algo que llamaremos su ardid esencial, su estratagema, su falacia fundante. Que es la siguiente: si uno quiere legitimar el surgimiento de un estado absolutista tiene que introducir el miedo en la conciencia libre de los hombres. El miedo es el arma predilecta del poder. Está en los orígenes del Estado burgués. Está en Hobbes, que asusta a quienes lo leen para que acepten la protección del Leviatán, el Estado. Dice en De Cive: “El estado de los hombres sin sociedad civil, estado que con propiedad podemos llamar estado de naturaleza, no es otra cosa que una guerra de todos contra todos; y en esa guerra todos los hombres tienen derecho a todas las cosas”. Es decir, el estado de naturaleza carece por definición del concepto de la propiedad privada. Sin respeto por la propiedad de los otros, sin la certeza que me lleva a respetar lo ajeno, lo que no es mío, no hay racionalidad social posible. La filosofía política del Estado burgués surge con la santificación conceptual de la propiedad privada. Contrariamente, “Rousseau (escriben Hardt y Negri) decía que la primera persona que quiso obtener una porción de la naturaleza que fuera de su exclusiva posesión y la transformó en la forma trascendente de la propiedad privada fue quien inventó el mal” (Imperio, cap. XIII). Hegel, que no era contractualista, dirá que la propiedad privada es la objetivación de la libertad individual. Para cualquier buen burgués del Occidente capitalista –el de nuestros días y el de siempre– esta definición es, sin más, la verdad. Es decir, si seguimos a Rousseau, el mal. Que (según el Cándido de Voltaire) se ha enseñoreado de la tierra.

Esta amenaza (que describe la horrible situación de vivir sin controles) le permite a Hobbes legalizar la propuesta de un solo ente todopoderoso que introduzca el control, el poder-orden-controlador entre los hombres. Foucault, desde luego, ha sido un aplicado lector del Leviatán. Todo análisis del poder debe partir de esa lectura. En el formidable capítulo XIII de su magnum opus, Hobbes parte del concepto de igualdad. No sirve, es pernicioso. Si los hombres son iguales en naturaleza y razón siempre van a colisionar entre ellos. Todo apunta a introducir la necesariedad de un ente superior. La igualdad, lo común, no trae la paz sino la disputa por la posesión. Escribe Hobbes: “De esta igualdad (...) surge una igualdad en la esperanza de conseguir nuestros fines. Y, por tanto, si dos hombres desean una misma cosa (...) se convierten en enemigos; y, para lograr su fin (...) se empeñan en destruirse y someterse mutuamente”. Y más adelante: “De todo ello queda de manifiesto que, mientras los hombres viven sin ser controlados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición llamada guerra, guerra de cada hombre contra cada hombre”. Sumidos en esta situación todos viven con miedo, ya que temen morir, en cualquier momento, de muerte violenta. Hay, por consiguiente, que instaurar un miedo que supere a todos y se imponga a todos como lo único a que hay que temer. Esto será mejor para todos y cada uno de los hombres. Y también será un acto piadoso, porque “la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Nadie puede negarle a Hobbes su pesimismo profundo, metafísico. Ignoro si Woody Allen se lo propuso, ignoro si conoció el Leviatán (no le hace falta), pero en uno de sus films (Annie Hall), dice: “Para mí la vida se divide en dos partes: lo horrible y lo espantoso”. También hay un chiste elegante sobre un burgués siglo XIX que sale de un opulento restaurante y el maître le pregunta si le agradó la comida. El burgués opulento contesta: “Era mala, pero al menos era poca”. Como la vida para Hobbes: “es solitaria, pobre, desagradable, brutal”, pero, al menos, es corta.

En suma, según Hobbes la pasión de los hombres que más ayuda a instaurar un orden para todos es el miedo. El miedo a morir. El estado de naturaleza pone en riesgo la vida de todos porque es un estado de guerra incesante en el que todos creen tener los mismos derechos. Al creerlo, todos se creen libres. Ser libre es agradable pero riesgoso. Ser libre es estar expuesto a ser víctima de la libertad del otro. Este brillante juego conceptual entre ser libre o vivir seguro lleva a la postulación de eso que Hobbes llama el Leviatán. Es decir, el Estado, un ente en que todos depositan su libertad. Se la entregan al Estado para que éste –en tanto poder superior a todos los poderes individuales– garantice la seguridad del todo social. La seguridad tiene un costo: el costo es la libertad que permanece ahora bajo la omnipotencia del Estado. ¿Por qué Hobbes le adosa al Estado ese nombre? ¿Por qué lo llama Leviatán? Casi todos, o muchos, saben que el Leviatán es un monstruo bíblico, acaso una enorme serpiente del mar. Pero pocos (o son, al menos, pocos los que yo encontré a través de los años y las frecuentes recurrencias al indispensable texto de Hobbes) han recurrido a la fuente. ¿En qué tumultuoso pasaje de la Biblia aparece el Leviatán? En el brillante Libro de Job, uno de los Libros Sapienciales (libros sabios) del Antiguo Testamento. Se ignora quién escribió ese libro, pero me atreveré a decir que es el más profundo de todo el Antiguo Testamento y, en cuanto al Nuevo, habrá que decir que las palabras de Job, en sabiduría, están a la altura de las de Jesús. Job, al creer tan hondamente en Dios, en ese Dios terrible y vengativo del Antiguo Testamento, le ha entregado su libertad, pero vive seguro y disfruta de su familia y sus riquezas. A pedido de Satán (tal como ocurre en el Fausto de Goethe, el Fausto de la modernidad en que Satán se llama Mefistófeles), Dios pone a prueba a su siervo, su mejor siervo, Job. Le mata a su familia, a sus ganados, le arroja plagas pestilentes y Job, recuperando su libertad, le dice palabras terribles. Por fin, Dios, en su último y extremo esfuerzo por dominarlo, le habla del Leviatán, la bestia omnipotente, invencible, a la que sólo resta temer y someterse. Dios le dice: “Pescarás con anzuelo a Leviatán,/ sujetarás su lengua con cordeles? (...) Tu esperanza sería ilusoria,/ pues sólo su vista aterra/ No hay audaz capaz de provocarlo/ ¡Nadie bajo los cielos!/ ¡El terror reina en torno a sus dientes!/ Su estornudo provoca destellos/ sus ojos parpadean como el alba./ Antorchas brotan de sus fauces/ se escapan chispas de fuego;/ de sus narices sale una humareda/ su aliento enciende carbones,/ expulsa llamas por su boca/ ante él danza el espanto./ El hierro es para él como paja/ madera podrida el bronce./ Deja detrás estela luminosa,/ melena blanca diríase el abismo./ Nada se le iguala en la tierra,/ pues es creatura sin miedo./ Mira a la cara de los más altivos,/ es el rey de los hijos del orgullo”. Aunque Dios, en sus palabras poderosas, nombra al Leviatán como creatura (ser creado), es claro para Job y para nosotros que no se trata de un ens creatum, sino del mismísimo rey de la creación, Dios. El Estado hobbesiano es, entonces, Dios. Y lo primero que pide a los hombres para otorgarles la dicha de vivir seguros es su libertad. De esta forma, en este primer majestuoso diseño del Estado burgués capitalista, sólo habrá seguridad si los hombres, sometiéndose, entregan al Leviatán su condición de seres libres.

Bruce Ackerman, un brillante constitucionalista norteamericano, publicó un libro con un título explícito: Antes de que nos ataquen de nuevo. Es una obra maestra del miedo y la paranoia. Les dice a sus lectores: Si ustedes no quieren que nos ataquen de nuevo (si no quieren otro nine-eleven) necesitamos vigilarlos, si quieren vivir seguros el costo es la libertad, que nos la entreguen a nosotros, al Estado anti-terrorista. Al Leviatán del siglo XXI. De esta forma, y refiriéndonos a las malas, muy malas noticias de estos días, los ataques terroristas favorecen a los halcones de Occidente, y a los ciudadanos que entre su libertad y la furia monstruosa del Leviatán, o sea: entre estas dos posibilidades, eligen, por miedo, un miedo exacerbado por libros como el de Ackerman y por el poder mediático asociado al Complejo Militar Industrial, la segunda. Danzan, entonces, sometidos pero seguros, la danza del espanto bajo la mirada del Leviatán.



http://www.pagina12.com.ar/







No hay comentarios: