"Ahora, Francisco vino a poner otros temas sobre el tapete con un lenguaje sin decorados, principalmente, la falta de acción y de compromisos justos con las víctimas de la violencia y la corrupción, además del encubrimiento o los silencios con los abusos de menores. En la Catedral, el martillazo de Francisco sonó como una sentencia cuando dijo: “¡Ay de ustedes si se duermen en los laureles!”. Ay, ay, y eso no era más que el principio. El ramo de reproches, órdenes, críticas y bajada de línea fue un perfume abrasador. Francisco expresó que el “pueblo mexicano tiene derecho” a que el mensaje de Cristo se encarne “en su Iglesia”, les exigió a los obispos a que se animen con sus miradas a “cruzarse con las miradas de los jóvenes” y recomendó que “no minusvaloren el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa”. Sobre las querellas intestinas que contaminan la Iglesia mexicana, el Papa sacó un estruendoso “¡si tienen que pelearse, peléense como hombres, a la cara!”. Pálidos se quedaron los obispos y representantes. Y para no olvidar a nadie, el pontífice sugirió a los presentes que no escondan sus sotanas y se concentren con “singular delicadeza en los pueblos indígenas y sus fascinantes, y no pocas veces masacradas, culturas”.
Francisco dictó cátedra de un programa que debe revitalizar a la Iglesia a partir de la misma calle, esa que le manifiesta devoción.
› ENUMERO LOS DRAMAS QUE VIVEN SOCIEDADES COMO LA MEXICANA: CORRUPCION, NARCOTRAFICO, VIOLENCIA Y TRAFICO DE PERSONAS
El Papa retó al poder político y a los obispos
En dos tiempos sucesivos, Francisco se dirigió en tono firme al poder mexicano y luego, en la Catedral de México, reprendió lisa y llanamente a una dirigencia católica embutida en sus juegos y conflictos internos.
Por Eduardo Febbro
Desde Ciudad de México
Apenas llegó a México, el papa Francisco demostró que sus cinco días de estancia en el país que lo aclamó por las calles cuando pisó suelo mexicano no serían un paseo folklórico sino un viaje con honda dimensión política. En dos tiempos sucesivos, el pontífice se dirigió en tono firme al poder mexicano y luego, en uno de los templos más derechistas del continente, la Catedral de México, retó lisa y llanamente a una dirigencia católica embutida en sus jueguitos internos y los arduos conflictos entre sotanas. Después de seis visitas papales, Francisco fue el primer Papa en ingresar al recinto del Palacio Nacional en un gesto que, para el portavoz del gobierno, Eduardo Sánchez, demuestra “las buenas relaciones y la concordia”. Dentro del Palacio Nacional, bajo los simbólicos chispazos de los cuadros de uno de los artistas más críticos con la evangelización, Diego de Rivera, Francisco escuchó al presidente Peña Nieto admitir lo que el Papa había aportado: “Reconocemos en usted a un líder sencillo y reformador que está llevando la Iglesia Católica a la gente”. Lejos de esas amabilidades y ante las más altas autoridades del país, Francisco bebió agua y dijo: “Cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano la vida en sociedad se vuelve terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte”. En esas frases estaban retratados todos los dramas de un país donde, según datos oficiales del mismo gobierno, existe una lista con 27.000 personas desaparecidas.
La situación es tal que Amnistía Internacional estimó que México atraviesa una crisis de derechos humanos “de dimensión epidémica”. El jefe de la Iglesia Católica continuó luego interpelando directamente a los representantes de los poderes reunidos en el Palacio: “A los dirigentes de la vida social, cultural y política les corresponde de modo especial trabajar para ofrecer a todos los ciudadanos la oportunidad de ser dignos actores de su propio destino, ayudándoles a un acceso efectivo a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda adecuada, trabajo digno, alimento, justicia real, seguridad efectiva”. El Papa se dirigió después a la controvertida dirigencia eclesiástica de México, y no se ocultó en retóricas apaciguadoras. Ya había algo espeso durante la mañana, en el curso del trayecto de Francisco en papamóvil con el arzobispo primado de México, Norberto Rivera, sentado detrás con un gesto sombrío. Rivera es una figura clásica de la corriente más conservadora que aún detenta cierto poder en las jerarquías católicas de América latina. En los tiempos del papado de Juan Pablo II fue un hombre con enorme poder, pero esos años parecen haber ahora pasado y el arzobispo, que tiene a su cargo la arquidiócesis más grande del mundo, enfrenta el huracán renovador de la “Iglesia pobre para los pobres” con mucho desconcierto. En un momento, a Rivera pareció faltarle la razón, o el más terrestre de los sentidos comunes. Fue un acérrimo defensor de Marcial Maciel, el fundador del estrepitoso movimiento Los Legionarios de Cristo. Benedicto XVI había sacado el dossier negro de los Legionarios de las sombras donde Juan Pablo II lo había ocultado con un empeño desolador.
Ahora, Francisco vino a poner otros temas sobre el tapete con un lenguaje sin decorados, principalmente, la falta de acción y de compromisos justos con las víctimas de la violencia y la corrupción, además del encubrimiento o los silencios con los abusos de menores. En la Catedral, el martillazo de Francisco sonó como una sentencia cuando dijo: “¡Ay de ustedes si se duermen en los laureles!”. Ay, ay, y eso no era más que el principio. El ramo de reproches, órdenes, críticas y bajada de línea fue un perfume abrasador. Francisco expresó que el “pueblo mexicano tiene derecho” a que el mensaje de Cristo se encarne “en su Iglesia”, les exigió a los obispos a que se animen con sus miradas a “cruzarse con las miradas de los jóvenes” y recomendó que “no minusvaloren el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa”. Sobre las querellas intestinas que contaminan la Iglesia mexicana, el Papa sacó un estruendoso “¡si tienen que pelearse, peléense como hombres, a la cara!”. Pálidos se quedaron los obispos y representantes. Y para no olvidar a nadie, el pontífice sugirió a los presentes que no escondan sus sotanas y se concentren con “singular delicadeza en los pueblos indígenas y sus fascinantes, y no pocas veces masacradas, culturas”.
Dos tiempos, dos pasos históricos. El primero, en el Palacio Nacional, sella con nuevos ingredientes la reconciliación entre el Vaticano y México luego de la delicada reanudación de las relaciones entre los dos Estados decidida por el ex presidente Carlos Salinas de Gortari en 1992. Desde el corazón del poder, Francisco emprendió la reconquista no sólo de una relación de Estado a Estado sino, sobre todo, con una población que ha ido perdiendo su fe y alejándose de ese Cristo tan mal representado en el país. Por ello, ante los obispos, Francisco dictó la cátedra de un programa que debe revitalizar a la Iglesia a partir de la misma calle, esa calle que le manifiesta una devoción y una lealtad fervorosa. Ambas son su mejor capital. La cima de la curia lo detesta, el pueblo lo ama. Legitimidad popular contra complots en los cenáculos. Nada está perdido si se mueven los muros, decía Francisco en sus dos mensajes: ante el presidente señaló le porcentaje elevado de jóvenes que hay en México. Ellos son el elemento del cambio: “Un pueblo con juventud es un pueblo capaz de renovarse, transformarse”, dijo el Papa. A los obispos les marcó el deber de “salir a la calle” porque en México “no se necesitan príncipes”. El pontífice planteó su hoja de ruta no como un antagonismo entre sectores progresistas y conservadores sino como una suerte de re-equilibrio entre hombres de Iglesia comprometidos con el pueblo y la honestidad, y otros con la corrupción, el encubrimiento y “el materialismo trivial”. El mundo de la realidad paupérrima contra el mundo de la ficción opulenta. Francisco es el líder de una Iglesia que está en la calle, y no de esa que lo escuchó con urticaria en la Catedral Metropolitana. Las cuentas pendientes de la dirigencia eclesiástica mexicana son abrumadoras, empezando por las del cardenal mexicano Norberto Rivera. Las víctimas de los abusos sexuales lo siguen incriminando, aunque él diga que fue “absuelto” de sus errores. Entre sus muchos pecados está el caso del cura Nicolás Aguilar. Rivera, cuando era obispo de Tehuacán, protegió al cura pederasta Nicolás Aguilar. Lo encubrió enviándolo Los Angeles, en California, donde Aguilar siguió violando inocentes. En los años 80 y pese al volumen de las denuncias, el arzobispo primado de México se negó a oír a las víctimas.
Los dos discursos del Papa han sido el aperitivo de la reforma que se viene. Su programa transformador se concentró ayer en las esferas institucionales. Hoy domingo llegará la hora de verse cara a cara con ese pueblo que el papa vino a conocer a través de un recorrido por las geografías de la violencia, la corrupción, la pobreza y la inmigración. Ecatepec, Chiapas, Michoacán, Ciudad Juárez. No hay lugar donde no broten lágrimas y dolor de pueblo. En la cultura de ese pueblo se zambulló más tarde Francisco cuando ofició una misa en la basílica de la Virgen de Guadalupe. Ese es el pilar del catolicismo mexicano, una Virgen que ocupa todos los imaginarios que conducen al cielo. Ha sido un momento de estrategia y compenetración con el pueblo que visitará a partir de este domingo. Francisco manifestó su deseo de querer estar a solas con la Virgen, y así lo hizo al iniciar una oración frente al ayate (prenda en náhuatl) de Juan Diego, el hombre que asistió a la aparición de la Virgen en el cerro de Tepeyac. Sobre ese ayate de Juan Diego está impresa la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ante él y a solas en la basílica empieza el momento mágico entre el Papa y las corrientes populares de todos los méxicos.
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