› EL DEBATE DE LA INDEPENDENCIA
El encuentro
Por Sergio Wischñevsky (*)
Aquel 9 de julio de 1916, Juan Mandrini salió a las diez de la mañana de su pensión rumbo a la Plaza de Mayo con un revólver en la cintura. No era un tirador profesional pero creyó que no podía fallar a pesar de estar a una considerable distancia. Su blanco era el presidente de la Nación. Sacó su arma, apuntó, y calculó el momento exacto para disparar. Las consecuencias de su acto eran incalculables. A diferencia de lo ocurrido seis años antes, durante los festejos del Centenario de la Revolución de mayo de 1810, el clima social, cultural y político, no era de ebullición optimista entre las élites argentinas. La conmemoración del centenario de la Independencia llegaba en un momento político nacional e internacional muy complicado. En abril de ese año ganó las elecciones Hipólito Yrigoyen, pero su asunción como presidente estaba prevista recién para el 12 de octubre, por lo cual aquel Festejo Centenario encontró al frente del poder Ejecutivo a Victorino de la Plaza, el último de los presidentes del viejo régimen; incómodo ante la inminencia de la asunción del yrigoyenismo. Después de tres décadas de ejercicio ininterrumpido del poder, el partido conservador debía dejar la presidencia, una clase gobernante en retirada, con los grupos económicos dirigentes asustados ante la cercanía de lo que para la prensa oficial era una catástrofe: la llegada de funcionarios “sin apellido”. Por si eso fuera poco el mundo estaba en guerra, la presencia de grandes líderes mundiales en los festejos, como había ocurrido en 1910, era imposible. El nueve de julio la ciudad de Buenos Aires despertó bajo un canto de campanas, los bronces de todas las iglesias fueron echados a vuelo con el amanecer. La Plaza de Mayo fue el punto de reunión del pueblo, epicentro oficial de los homenajes que luego del solemne Tedeum, oficiado a las 13, presenció la revista militar que duró exactamente una hora. El presidente De la Plaza y sus ministros observaban desde el balcón de la Casa Rosada. Cerca de las tres de la tarde, Juan Mandrini, militante anarquista, ya estaba mezclado entre la multitud, por eso no necesitó fingir entusiasmo. Cuando terminaron de desfilar los militares llegó el turno de los Boy Scouts y tras ellos se sumaron jóvenes sueltos entre los que logró colarse. Apuntando con su revólver al palco trazó una línea imaginaria que unió dos mundos que casi nunca se tocaban. El doctor Confucio El 9 de agosto de 1914, diez días después del inicio de la primera guerra mundial, falleció el presidente en ejercicio Roque Sáenz Peña, gran arquitecto junto a Yrigoyen de la Ley de Sufragio Universal, secreto y obligatorio que modernizó las elecciones. Así fue que asumió la presidencia el vice, Victorino de la Plaza, que no estaba de acuerdo con ese rumbo y generó grandes tensiones cuando intentó dar marcha atrás con esa ley. Procedente de una familia salteña estudio leyes e ingresó en el estudio de Mariano Zorreguieta, antepasado directo de la reina Máxima de Holanda. Su Tesis doctoral en derecho se tituló “El crédito como capital”; se lo consideró un destacado jurisconsulto por su asistencia en la elaboración del Código Civil bajo la tutela de Dalmacio Vélez Sarsfield; de hecho fue él quien, por encargo de Sarmiento, lo llevó a imprimir a EEUU. Su carrera siguió como abogado de bancos y diplomático. En 1890 en medio de la gran crisis de la deuda externa, Carlos Pellegrini lo puso al frente de las negociaciones con la banca extranjera. Ricardo Sáenz Hayes lo calificó duramente: “es un anglómano con veinte años de residencia en Londres… se decía que hablaba el castellano con acento inglés y el inglés con tonada salteña”, lo cierto es que finalmente fue separado de las negociaciones porque lo consideraron “demasiado cercano a la banca Morgan”. Su costumbre de hablar en voz baja y con los ojos entrecerrados hizo que algunos, con malicia, lo llamaran “el doctor Confucio”. El contexto económico de la etapa en la que le tocó gobernar era de una marcada baja de las exportaciones a causa de la guerra, los ánimos estaban muy lejos de sostener discursos anticoloniales, más bien todo lo contrario. En un voluminoso número especial de unas 800 páginas que editó el diario La Nación en julio de 1910, se puede apreciar el espíritu que dominaba a las élites. La mayor parte del ejemplar está dedicado a homenajear y mostrar a los grandes establecimientos empresarios y financieros, luego se leen extensas apologías a los grandes reinos de Europa y sus vínculos con Argentina, y por último, se le dedican tres páginas a los países latinoamericanos. Versos contra los tiranos En 1916 los sectores populares argentinos ya habían dado muchas muestras de descontento, y lo que se dio en llamar la cuestión social formaba parte de la agenda política. El anarquismo y el socialismo denunciaban las injusticias, desamparos y brutalidades sobre las que el régimen conservador se asentaba. En gran medida el triunfo del radicalismo era una conquista de la chusma. La familia Mandrini, proveniente de Italia se instaló en Azul, provincia de Buenos Aires, allí se hicieron cargo de una chacra y quisieron salir adelante con el sueño de trabajar y “hacer la América”. Un incendio se sumó a las ya muy duras condiciones de vida y se trasladaron a la gran ciudad, en la calle Yapeyú en el barrio de San Cristóbal. En 1892 nació Juan, cuando estalló la guerra quiso enlistarse en el ejército italiano para ir al frente, pero desistió de la idea ante los ruegos de su madre. Tuvo diversos trabajos como albañil y pasaba gran parte de su tiempo libre escribiendo versos “contra los tiranos”. Eran épocas en las que las protestas obreras solían terminar con derramamientos de sangre, en las que la Corte Suprema de Justicia falló que un sindicato era una “Asociación ilícita”, épocas en la que algunos sectores anarquistas creían que los atentados eran actos revolucionarios, épocas en las que el Congreso aprobó la tremenda Ley de residencia, que posibilitó la expulsión del país de miles de inmigrantes sin juicio previo, a muchos de los cuales separaron violentamente de sus familias. ¿Qué habrá pensado Juan Mandrini cuando tuvo en la mira al presidente? Imposible saberlo, pero la situación fue vertiginosa y condensa en ese gesto todo un cuadro de esa Argentina de principios del siglo veinte, un modelo social que estaba crujiendo. Cuando finalmente apretó el gatillo, el azar de una puntería esquiva no modificó el rumbo de la historia, cuando intentó disparar de nuevo, una batahola de testigos cercanos logró atraparlo y por muy poco no terminaron linchándolo. Fue salvado por la policía que lo llevó detenido mientras él gritaba “Viva la anarquía”. Mientras tanto el presidente Victorino continuó impertérrito con el acto oficial. En la comisaría, cuando el juez Orto –así se apellidaba– le levantó la incomunicación fue entrevistado por la prensa y ante la pregunta acerca de porqué había intentado asesinar al presidente, adujo que “para exteriorizar mi protesta por los fusilamientos de Lauro y Salvatto”, dos pescadores calabreses condenados a muerte por el asesinato de un empresario por encargo de su esposa. Una versión oficial consignó que el presidente De la Plaza perdonó a Mandrini por considerarlo un demente. Lo condenaron por disparo con arma de fuego y no por tentativa de homicidio, lo que le alivió mucho la sentencia. Cumplió un año y cuatro meses de prisión en una alcaidía policial y no en una cárcel. Los que estuvieron con él contaron que se pasó todos los días de su cautiverio leyendo y escribiendo poemas contra los tiranos. El 1 de febrero de 1918 recuperó su libertad con 26 años de edad y se fue a vivir a la casa de sus padres. A partir de entonces volvió a perderse de la vista de la historia entre la multitud anónima, de una Argentina que vivió su Centenario de la Independencia como un momento bisagra entre lo que ya no era y lo que todavía no es.
(*) Historiador.
http://www.pagina12.com.ar/
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