› OPINIÓN
El Palacio de Cristal
Por Ricardo Forster
“Ustedes creen en el palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas.”
Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo
En un interesante libro del filósofo Peter Sloterdijk encontré la siguiente reflexión que me permite continuar con mis indagaciones alrededor del neoliberalismo y las nuevas formas de fabricación de subjetividad. En este caso, el filósofo alemán regresa en el tiempo y sigue a Fiódor Dostoievski en su descripción anticipadora de la época abierta por la revolución industrial y el paulatino surgimiento de lo que luego sería la cultura del consumo: “entre los escritores del siglo XIX –escribe Sloterdijk– que desde la periferia ‘retardada’ europeo-oriental consideraron con reserva crítica el gran impulso de los juegos de colonización agresiva del mundo, Fiódor Dostoievski se mostró como el diagnosticador más clarividente. En su narración, Memorias del subsuelo, aparecida en el año 1864 –que no sólo representa el acta de fundación de la moderna psicología del resentimiento, sino también, en caso de que sea legítima la retrodatación, la primera manifestación de enemistad a la globalización–, se encuentra un giro que resume con fuerza metafórica insuperable el devenir del mundo en el final incipiente de la era de la globalización: me refiero a la caracterización de la civilización occidental como ‘palacio de cristal’” (En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización). Dostoievski había estado en Londres en 1862 visitando, entre otras cosas, el palacio de la exposición mundial de South-Kensington (que incluso superó en tamaño al ya mítico y famoso Crystal-Palace de 1851). Las impresiones de ese viaje marcarían el resto de sus obras y reflexiones.
Vale la pena detenerse en esa paradigmática obra de la ingeniería y la arquitectura que, en aquella época incipiente, deslumbró a sus contemporáneos. Su constructor, Joseph Paxton, se inspiró en los invernaderos que él mismo había construido a lo largo del tiempo, pero ahora diseñó un gigantesco armazón de 600 metros de largo por 120 de ancho y 34 de altura construido enteramente en hierro y vidrio (los dos materiales emblemáticos del siglo de la expansión global del capitalismo). Allí hubo más de 17000 expositores, de ellos 7200 sólo de Gran Bretaña y sus treinta y siete colonias. La obra deslumbró y convirtió al Crystal-Palace en el templo de una nueva religión que venía asomando: la religión del capitalismo y de su núcleo sagrado decisivo, la mercancía. Con esa obra, dice Sloterdijk, “comenzó su marcha triunfal a través de la Modernidad una nueva estética de la inmersión. Lo que hoy se llama capitalismo psicodélico ya era un hecho cumplido en ese edificio inmaterializado, por decirlo así, y artificialmente climatizado”. La transparencia majestuosa, las dimensiones nunca antes desarrolladas con esos materiales y la luminosidad impactante le confirieron al Palacio de Cristal una dimensión anticipatoria y una fuerza mítica que, en la mirada de Dostoievski, reconfiguraría el carácter de la sociedad y las formas de vida de los individuos.
Si bien ese magnífico edificio fue destruido en 1936 a consecuencia de un incendio que obligó a su demolición, siguió siendo una alegoría del capitalismo y de lo que anticipaba la idea y la práctica de una “sociedad de invernadero”. Para el escritor ruso, profundamente apegado a su cosmovisión religiosa y crítica de la secularización burguesa del mundo, “la imagen de la mudanza de la ‘sociedad’ entera al palacio de la civilización simboliza la voluntad de la fracción occidental de la humanidad por concluir en relajación poshistórica la iniciativa, puesta en marcha por ella, en pro de la felicidad universal y del entendimiento de los pueblos”. Lejos de alcanzar ese “ideal”, la expansión colonialista de occidente acabó por redefinir nuevas formas de violencia y dominación. Surgió lo que Michel Foucault, mucho tiempo después, definiría como la sociedad de la biopolítica y el Crystal-Palace como la metáfora arquitectónica de una construcción-cercado, un adentro en el que la climatización de la vida (por supuesto para aquellos que estuvieran en su interior) debía alcanzar el objetivo de un mundo articulado entre la fantasía, el esplendor estético y la sacralidad del consumo.
“¿Quién podría negar que hoy (se pregunta Sloterdijk), en sus propiedades esenciales, el mundo occidental –sobre todo la Unión Europea tras su relativa consumación y la firma de su constitución en octubre del 2004– encarna exactamente un gran interior así?” Para sorpresa de propios y extraños, apenas unos pocos años después (2008) estallaría la crisis de las hipotecas subprime que dejaría al desnudo la fragilidad de esa unidad y, sobre todo, el proceso iniciado previamente pero silenciado de desmantelamiento del Estado de bienestar. El invernadero europeo se encontró con países “inviables” (pensemos en Grecia), con caídas en picada de su economía y de sus índices de empleo (pensemos en España) o con la migración de decenas de miles de jóvenes profesionales a lejanos continentes (pensemos de nuevo en España, en Italia y en Irlanda) y con el avance de las derechas nacionalistas y xenófobas como respuesta oscura a la hondura de la crisis económica y a la llegada masiva de indocumentados y refugiados de Africa y Medio Oriente. Pero, y vale como imagen monstruosa invertida, Europa quiso y quiere convertirse en una fortaleza inexpugnable, en un invernadero para pocos, impidiendo la entrada de los infinitos refugiados que golpean a sus puertas desde sus países destruidos por la avaricia del capitalismo central (el ejemplo sirio es, hoy, el más terrible y patético con millones de desplazados y refugiados en medio de una guerra civil orquestada desde los centros del poder imperial estadounidense en la continuidad de su confrontación geopolítica con Rusia y con vistas a garantizar la apropiación de las reservas de petróleo de aquella región).
Dostoievski estaba convencido que ese “invernadero gigante de la relajación está dedicado a un culto a Baal festivo y enfebrecido, para el que el siglo XX propuso la expresión consumismo. El Baal capitalista, que el autor de Crimen y castigo, creyó reconocer ante el espectáculo chocante del palacio de la Exposición Universal y de las masas divertidas de Londres, no adopta menos forma en el receptáculo mismo que en el barullo hedonístico que reina en su interior”. La conquista de cada esfera de la vida por el mercado se ha convertido en el núcleo principal de la expansión de una economía-mundo que es mucho más que economía y adquiere los rasgos de una gigantesca reinvención de la humanidad a partir de esta “sociedad invernadero” en la que lo público es absorbido por lo privado hasta alcanzar una colonización de todas y cada una de las esferas de la vida individual y colectiva. Porque no se trata sólo y exclusivamente de la captura del ciudadano para convertirlo en “consumidor” sino, también y a la vez, la apropiación de la esfera de la sociabilidad, de lo público, hasta atravesarla con la práctica y la estética de la mercancía. Todo, absolutamente todo se vuelve pasible de ser rentabilizado: la ciudad, la naturaleza, la memoria, las ruinas del pasado, el arte en sus mil formas, el cuerpo, la salud, la política, la cultura crítica, las vanguardias estéticas, la educación, el diseño del ocio, la información…
“En el mundo poshistórico –continúa Sloterdijk–, efectivamente, todos los signos tienen que estar orientados al futuro, porque en él está la única promesa que puede hacerse categóricamente a una asociación de consumidores: que el confort no va a cesar de fluir y crecer. Por consiguiente, el concepto de ‘derechos humanos’ es inseparable de la gran marcha hacia el confort, en tanto que las libertades a las que ellos se refieren, preparan la auto-realización de los consumidores”. Claro, y esto hay que decirlo una y otra vez, esa sociedad-invernadero de ciudadanos-consumidores, de individuos hedonistas portadores de la certeza de un futuro en el que se seguirán ampliando sus posibilidades de un goce infinito, se sostiene, a su vez, en la exclusión de la mayor parte de la humanidad del derecho a entrar en el Palacio de Cristal. Es en esta violencia material y simbólica donde se juega, bajo las formas de la colonización de las conciencias, “lo real” de un sistema que promete la diversión perpetua mientras genera las condiciones para una doble opresión: de los cuerpos excluidos (más de la mitad de la humanidad) y de la naturaleza expoliada que es incapaz de resistir esta ampliación infinita del consumo.
Sería largo seguirle las pistas a la nueva forma del “mal” que genera la sociedad-invernadero (el individualismo, la despreocupación por la suerte del otro, el abandono de lo común, la exclusión abrumadora, las nuevas formas de la pobreza en la sociedad del esplendor consumista, etc.), pero sí es necesario destacar que la forma actual del capitalismo, su etapa neoliberal, expresa la quintaesencia de aquello que comenzaba a configurarse hace más de un siglo y medio en el interior del Crystal-Palace, allí donde la alquimia de mercancía y fantasía hedonista iniciaron un maridaje que ha ido transformando al sujeto de la modernidad (supuestamente portador de autonomía y conciencia crítica) en el actual ciudadano-consumidor que ha hecho del culto de esos objetos fluorescentes el centro de un radical abandono de aquellos otros valores que también nacieron con la modernidad y que proyectaban la idea de una sociedad más justa e igualitaria. En todo caso, el neoliberalismo ha logrado, por ahora, representar las ilusiones de quienes habitan el Palacio de Cristal o de aquellos otros que sueñan con entrar alguna vez en su ambiente climatizado.
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