Trump and Macri: los amigos americanos
Por Horacio González*
(especial para La Tecl@ Eñe)
The golf players. No se pueden ignorar las relaciones pasadas entre Trump the old y Macri the youth. Son efectos del ambicioso y fracasado proyecto inmobiliario del progenitor de Macri en plena Nueva York, durante los años ‘80 y ‘90. Pero es necesario preguntarse si luego ambos captaron del mismo modo las “corrientes subterráneas” de opinión, que los llevaron a la presidencia de sus países. Trump suscitó el recuerdo de un país anterior a las estructuras más enfáticas y agresivas de la globalización, pero no se puede decir que haya descubierto nada nuevo en la disconformidad oscura y resentida de un enorme sector de la población, antiguos trabajadores industriales, clases medias apartadas de un mundo cultural acentuadamente universalista, tejiendo su aciegado rencor contra la inmigración y lanzando irresponsables escarnios económicos, raciales y políticos contra la nación mexicana. ¿No había sido detectado eso? Estas maldiciones no fueron un descubrimiento de Trump sino de la gran literatura norteamericana (pero para mostrar otra cosa), del populismo histórico de raíz agraria que protagonizó grandes movimientos sociales hacia los años ‘30, de las teorías del “choque de civilizaciones”, de la densidad mesiánica de la “religión de los americanos” y por el lado contrario, de las advertencias que provenían del cine liberal-progresista respecto a las formas comunitarias cerradas que crean poblaciones ajenas al espíritu público, cercadas en sus cobardías y prejuicios. Consideraremos todo esto aquí.
El triunfo de Trump encierra grandes paradojas: era indudable que la globalización compulsiva para las mercancías y los símbolos, con el simultáneo cierre de fronteras a la libre circulación de personas, no alcanzaba para apaciguar el malestar creciente en amplios sectores de las antiguas clases obreras, que en muchos casos votaban a partidos de izquierda y pasaron a sostener movimientos proteccionistas y xenofóbicos. La sentencia al neoliberalismo con vetas progresistas (pero sostenido en un militarismo de largo alcance mundial y en ciertas ampliaciones en términos de costumbres, religión y familia) no vino de una dimensión capaz de desembarazarse de las apologías encandiladas con la “sociedad del conocimiento” sino de una estirpe que junto a su fuerte rechazo al sistema de globalización financiera (con sus tratados de libre comercio) traía en sus alforjas los peores mensajes de tortuosidad y prejuicios sobre los actos colectivos de libre convivencia o de emancipación. ¿Ha quedado descolocado Macri – más Macri que el “macrista” Pichetto- y deberá volver a empuñar humillado los ya sudados palos de golf detrás de la sombra corpulenta de Trump?
Las napas sumergidas de la sociedad que recogió Macri no fueron tan significativas como las que aguardaban en silencio la emergencia de Trump. Golpes sistemáticos en la quilla del kirchnerismo –enredado en la ausencia de candidatos adecuados- eran desde hacía largo tiempo proporcionados por los medios de comunicación, que rondaban constantemente sobre la noción de impostura, relato, corrupción, inseguridad, inflación, en una campaña sistemática que se coronó finalmente con las imágenes sigilosas del cómputo dinerario en cuevas financieras y el encasquetado secretario de obras públicas saliendo de un convento, prisionero luego de depositar allí sus dólares en una noche de ordalía. “Era dinero de la política”, dijo, en frase tremenda y trágica. Esto abre un horizonte de restricciones para el kirchnerismo, cuyo eje emancipatorio indudable es presentado como actos inocuos, carcomidos por un enfoque teológico del concepto de corrupción. Por lo tanto, la opinión macrista vive de un sólo propósito desconocido por ella misma, tan ausente como se quiera de un razonamiento teológico, que sin embargo surge de la médula espontánea de la televisión. Las imágenes tienen un inmanente poder irradial subitáneo. Se trata de asimilar el kirchnerismo al Mal Absoluto, lo que no sabemos si Trump hará con Hillary –candidata macrista-, aunque por lo visto no será así por el tenor de las declaración del día después del candidato triunfante. No obstante, como recuerda Luis Bruchstein en un editorial de Página12, durante la campaña de Trump, no se ignoró la pregnante acusación de corrupción, concepto etéreo tanto como demoledor.
El macrismo es el interior, el lado intrínseco, la cara inherente del dinero para la política. Para él política es dinero de una forma inescindible. En cambio, los movimientos populares se revisten de metodologías que tratan de cubrir su exterioridad originaria con la mercancía dinero, produciendo hechos que deberían resolverse de otra manera, lo cual los debilita haciéndolos pasto del modelo de investigación básica de las corporaciones aliadas a los poderes judiciales cautivos y a las hipótesis perversas-polimorfas de los servicios de informaciones, “propios” y “ajenos”. Se exponen y arriesgan los movimientos populares emancipadores. Pero no es porque exponerse los pone en riesgo; es porque exponerse –en este sentido-, es avanzar hacia cometidos y estilos inadecuados de gobierno. De este modo, el capitalismo real con sus fondos secretos inmanentes a su reproducción exclusiva –Panamá Papers y otros-, siempre podrá investigar superiormente al precario capitalismo extrínseco de los movimientos populares que tropiezan intempestivamente con sus necesidades de reproducción política sin atinar a nada más significativo que a gestionar los excedentes y factores supernumerarios que creen justificarse por prioridades emancipatorias. No debe ser así. Está claro que un proyecto emancipacionista debe encontrar las vías legítimas de relacionarse con sus finanzas públicas, con su “dinero de la política”, que debe mostrar su origen a la luz del día y no como entidad flotante auto-justificatoria, sacralizada como habito secreto de una dimensión “sobrenatural” o “metafísica”. ¡La política! Al admitirse esta crítica, se contribuye a la perdurabilidad, continuidad de la herencia y pertinencia de los movimientos populares, que se reconstruyen desde su ajenidad a los populismos de derecha y a los neoliberalismos hueros que se ofrecen como cobertura de una globalización sin destino.
El macrismo exhibe funcionarios “clintonianos” que posan vacuamente de guevaristas sesentistas, “hijos de la mariahuana y los Beatles” mientras su alma secreta registraba una desconocida pendiente hacia Trump, que no podían resolver con declaraciones públicas, inclusive porque sentían que debían hacer públicamente las declaraciones contrarias. Es posible que Trump no sea después el de la campaña y el mundo real ofrezca sus contrapesos, pero no es imposible que muchos temas de campaña se filtren en su acción efectiva –la construcción de largos muros en la sociedad-, lo que de alguna manera nunca le es ajeno a la verdad esencial del macrismo, por más “maconha” que aspire, suelte o haya rememorado en su nostalgia calculada. Precisa a la herencia que condena; a su vez, debe heredarla. El kirchnerismo es el motor de su odio y su secreta admiración. Sus dudas sobre Trump son el alto impuesto moral que debió pagar a su desconocimiento de la historia nacional y mundial, a su deseo de alianzas rápidas con los conglomerados ya emplazados para dominar el orbe. Eran caddies, no verdaderos golfistas. Los Beatles… ¿quién no recuerda a los Beatles? En cuanto a sus primos norteamericanos, la Beat Generation, pudieron pasar de su nietzschismo en las rutas de costa a costa a través de la Nación Norteamericana –un estado plurinacional tanto como Bolivia se proclama hoy-, coleccionando profecías y libertarismos on the road, pasando luego a la admiración por Louis Ferdinand Céline en hora tardía. “El leguaje es un virus”, pontificó Bourroughs junto a Laurie Anderson. Este programa contra la escritura articulada era insuficiente pues la verdadera crítica al lenguaje correría por cuenta del “cut-up”, pero no el que practicó la Generación Beat, sino el que quedó a cargo ahora de los medios de comunicación que adquirieron en forma conservadora el mensaje de las vanguardias. Pasó en Estados Unidos, en esa larga espera por Trump. Véase entonces como las técnicas fragmentaristas del collage pasaron ahora a la CNN con sus melosos climas genéricos de apaciguamiento de las formas del habla, hacia un canon único de enunciación. Republicanos anti Trump. Como todos, deberán estar haciendo sus cálculos de reagrupamiento.
The previous populism. Trump tiene indudablemente “pesadas herencias” de las que no reniega, aunque las omita o desconozca realmente en discursos provocativos, tramados solamente de pulsiones escénicas, bolsones espesos de prejuicios que toman todas las renuncias posibles a un sentido de humanidad autoconsciente. Sus dichos son inesperadamente paralelos pero contrapuestos sistemáticamente a un tipo de crítica social, vecina a cierta izquierda norteamericana refugiada en enclaves culturales específicos, que iban desde sectores acotados de la industria cinematográfica hasta movimientos en las universidades que toleraban o fomentaban el giro hacia la teoría crítica, los estudios culturales y las precauciones consiguientes hacia el “orientalismo” de Occidente, visto como una forma de adormilar la autonomía real de esos “sujetos poscoloniales”. Fue éste un confiado progresismo de liberalssensiblemente dotados con valores nobles, pero desconocedores de la forma en que se producen las oscuridades y espesuras de una historia nacional e imperial muy opaca. Trump barre con todo ese equipaje de la “sociedad del conocimiento” apelando a un sujeto social anacrónico, empobrecido, degradado, cuya voz agónica pudo escucharse muchas veces en las festejadas narraciones de los eximios escritores que recogieron las vetas de ese “sonido y furia”, que al narrarlos con magnificencia los cobijaban en los retazos sepultados del “destino manifiesto” ya disociado de tradiciones como las del New Deal. Que si por un lado conseguía expresarse con un tipo de intervencionismo estatal que producía nuevos equilibrios favorables a la población pauperizada, originaba resistencias “populistas” que cuando se encarnaban en figuras como la del sacerdote católico Charles Coughlin, popular pastor radiofónico de la época de la Depresión, que de apoyar a Roosevelt pasó a criticar al Estado de Bienestar como una antesala del comunismo y expresión de “intereses judíos”.
Debería verse hasta qué punto Trump se inspira evocativamente en estos anteriores movimientos xenófobos de los años ’30, que en su momento fueron reformulados por Barry Goldwater y luego por el “Tea Party”. En cuanto a Goldwater, piloto de guerra y radioaficionado, numen del conservadorismo sureño, sería necesario revisar toda su actuación pública opuesta a los derechos civiles y a la financiación norteamericana a las Naciones Unidas si entraba China a esta organización, para establecer diferencias y compatibilidades con Trump. Del Ku Klux Klan hasta la asociación American Rifle y el “partido del Té”, es posible también establecer una serie de matices y distanciamientos. La antigua y conocida organización racista contaba con el gran film de Griffith, El nacimiento de una nación, como acervo apologético del fanatismo contra la población de color, aunque con logros del arte montajístico muy evidentes, propios de la llamada escuela americana, rival del montajismo de la “escuela rusa” de Eisenstein. Modernidad técnica y retraso cultural grave y obcecado.
Volviendo a los tiempos de la campaña presidencial de Roosevelt, existían otros movimientos populistas que agrupaban en sus manifestaciones una desconfianza hacia la revolución técnica, el fordismo (también portador de prejuicios raciales), que hacía perder empleos, y asimismo hacia la “plutocracia” como gobierno de los ricos y una crítica a la inmigración –incluso irlandesa-, expresada por entidades denominadas populistas como “Share Our Wealth”, o Riqueza Compartida, del senador Huey Long, que compone la extraña figura de un asesinado, uno de los tantos nombres del american catalogue of assassinates. Long se deslizaba desde la crítica a los privilegios de la oligarquía del dinero de “Wall Street” hasta el rechazo a la sindicalización en nombre de un nuevo individualismo, que asimismo permitiera el crédito popular, el endeudamiento responsable y la iniciativa de los pequeños granjeros. Tanto Huey Long –que en una novela posterior a su muerte es retratado por Sinclair Lewis a la altura de un autoritario proto fascista-, como el sacerdote Coughlin, tuvieron distintas reacciones ante el New Deal, siendo por una parte más anticapitalistas que este movimiento estatista proto keynesiano, y más “autoritarios” que el roosveltismo, visto en general por sus críticos más sensatos, como orientación del “capitalismo progresista para salvar el capitalismo”. El señor Babbit, personaje arquetípico de la novela del mismo S. Lewis, toma a su cargo la biografía de un “rotariano”, un empresario inmobiliario que respondería al prototipo de falsas procuras de prestigio que desesperan a las pequeñas clases medias comerciales con su mañosa masonería, que en su trasfondo, podrían ser definidas al modo en que el sociólogo (leído en su momento por Borges) Thorstein Veblen caracterizó como “clases ociosas con su consumo ostensible”. Estos estilos pueden sostenerse en una clase media liberal, hasta que sus bolsones de contención los rompe un larvado neofascismo, expresión que usamos evocativamente pero no queremos perder de vista a pesar de que puede ser afectada por una distorsión histórica y contextual. Si podemos ver a Trump como una burla del destino, ningún movimiento popular en el mundo puede considerarlo sino una incidencia extemporánea abierta a múltiples consecuencias, que alteran y transforman escenas pero que no deben mutar el repudio a su figura y a lo que verdaderamente significa. Con su modalidad de “Duce Inmobiliario”, no es alguien reductible a la efigie del “consumidor de prestigios” con la que se criticó a las clases medias emprendedoras de los años ‘30 y ‘40.
The Union Party. El resultado de esta crítica a los “buscadores de prestigio” como Babbit era complejo: se resolvía en una apología de los ingenieros como actores exclusivos del cambio social, sustituyendo a los trabajadores, en una suerte de macrismo meritocrático que –si abusamos de las comparaciones-, despertaría mucho después, pero entre nosotros. El populismo norteamericano siempre fue más enérgico en su recorrido por los extremos, que los populismos latinoamericanos y el populismo ruso, que era más serio y tenía una teoría económica basada en la comuna rural históricamente ya colectivizada. Thorstein Veblen, de origen noruego, se consideraba un hombre de la izquierda norteamericana, y puede establecerse un contrapunto con Lester Ward, otro pionero de la sociología norteamericana, que ponía su acento en un democrático progresismo educacional. Eran la sociología crítica al consumismo de símbolos vacuos de las clases medias y también al populismo. En su momento, en épocas de depresión y crisis financiera, estos populismos cargaban su mixtura entre orientaciones simultáneas de derecha e izquierda, atacaban al comunismo y se expresaban a favor de amplios planes de subsidios populares y pensiones. Pero a mediados de los ‘30 desafiaron con una alianza la candidatura de Roosevelt, dirigiendo sus ataques a lo que se insinuaba como el complejo petrolero, financiero y terrateniente, llegando a acusar a la Standard Oil de haber provocado la guerra del Chaco. Esa alianza se denominó la Union Party, una suerte de cristianismo social combinatorio, porque turnaba sus definiciones según temas resueltos con acentuaciones, ora de izquierda, ora de derecha, en nombre de los “hombres postergados”, concepto cercano al “cualunquismo”, del cual el ingeniero Macri puede dar fe un manera harto genealógica. En Estados Unidos con toques conspiracionistas, que desde luego denunciaban simultáneamente a los grandes entes financieros y al sovietismo, a la manera de una entente “sinárquica”. Condenaron especialmente las huelgas por los derechos sindicales, sobre todo del que entonces era el poderoso y surgente sindicato de trabajadores automotrices.
Este populismo, muchas veces denominado de ese modo por estos mismo movimientos (consúltense los estudios de Peter Worsley, Margaret Canovan, Ernesto Laclau, etc.) también es convertido en un concepto de “equilibrio” o “articulación” entre demandas populares aglomeradas alrededor de distintas tasaciones de los elementos de la fe pública (“redentorismo”) y elementos del contacto directo con las instituciones (“pragmatismo”). En M. Canovan, pragmatismo y redención, son polaridades con la que piensa y se piensa el populismo, que pueden aliarse como “gemelos impulsivos” en torno a una mejor democracia directa, utopía auxiliar de todo populismo. En los interesantes y pioneros trabajos de Worsley, muy leídos en los años ´60, y que hoy habría que volver a cotejar con las finas elaboraciones de Laclau, se estudian los tercermundismos en su contacto con los populismos y milenarismos. Podemos señalar como de especial interés los ensayos antropológicos de Worsley respecto a las religiones mesiánicas de las Islas Fiji y Salomón, donde en cierto momento se verifica una fuente mesiánica en torno al movimiento de la población oteando la infinidad del Océano para ver la llegada de “la nave de 1os antepasados”, trayendo el igualitarismo final ante las religiones blancas, y en definitiva contribuyendo este profetismo ultramarino en la afirmación de los nacionalismos melanesios.
El joven Macri y el maduro Trump jugaron al golf en Nueva York, deporte de empresarios advenedizos (los caddies se hacen golfistas) y tranquilo signo de rivalidad de la diplomacia corporativa que “sublima la agresividad competitiva” en suavizados movimientos en torno a los medidos golpes a distancia de una pelotita. No es fútbol ni el béisbol, que es lo que realmente les interesa a estos empresarios. Trump es, no obstante, un verdadero jugador de golf; responde a una oscura amalgama de todos estos populismos, ya volcados a diversas disputas –por ejemplo con la “sociedad del conocimiento”, a la que terminarán entregándose- e inclinando los rebordes anticapitalistas proféticos que antes estuvieron contenidos en los agrarismos defensivos hacia un nuevo tipo de agresividad anti-inmigratoria. Con toques calculadamente desaforados y teatrales: ellos estuvieron muy presentes en cierta oratoria “mussoliniana” de Trump, que se detenía luego de cada execración a escuchar con gestualidad pomposa y satisfecha, la repercusión de estos anatemas entre sus seguidores vociferantes y ansiosos. Trump quizás no es consciente de la espesura anterior que tienen los antecedentes que lo sostienen, ya en la fase de un populismo oscuramente racista, desatinado y jactancioso, dispuesto a diferenciar entre los “excesos de campaña” y los elogios posteriores a su rival perdedora, como paladín complementaria de una súbita “gesta de la unidad nacional”, en el fondo una forma sutil de humillación a esos dos rostros compungidos que no salían de su asombro –el matrimonio Clinton- al reconocer un día después su derrota sin explicarse por qué ocurrió.
The Trump Towers, Casinos and Hotels. Macri tuvo enfrente al kirchnerismo, al que desafió como una excrecencia histórica (en general, por la supresión en el macrismo de cualquier signo de historicidad en sus movimientos) y con un corte transversal que postuló los años pasados como dominados exclusivamente por la corrupción, ignorando todos los rasgos emancipatorios que estuvieron contenidos en la mayoría de las medidas del gobierno anterior. Estableciendo la contradicción central entre republicanismo y populismo, ya olvidada, Macri produjo el ostensible paso de declarar anticipadamente su apoyo a Hillary, sospechando que sus vínculos más perdurables no eran ahora con su viejo amigo, sino con sus nuevos amigos, pues así se consideraba luego de la visita de Obama a Buenos Aires, no exenta de las sutiles humillaciones, que en su fondo instituían un pacto no escrito –pero sellado con un tango en el mirador del CCK-, entre la sucesión del “primer presidente negro” y la “administración Macri”. Y este administrador, con su corazón secreto impulsado por Trump y su revestimiento acatando el “sistema demócrata de control mundial” expresado por Hillary, marchó con su alma dividida y despistada a la gran confrontación. Deberá hacerse perdonar ahora, y quizás lo espere nuevamente la diplomacia del golf y el fantasma de las Trump Towers en Punta del Este o Buenos Aires. Estas torres que alojan hoteles y casinos trazan la vida empresarial de este presbiteriano, con una hija, Ivanka, convertida al judaísmo; no parece que su itinerario vinculado al juego y los grandes emprendimientos inmobiliarios hayan registrado una gran influencia de los horizontes originarios de las religiones ascéticas, sino mejor de las nociones de autoayuda y preparación para un destino de enriquecimiento empresarial, pero no como signo de salvación sino como ideología triunfante en materia de “heroísmo del multimillonario que cae y se levanta”.
Trump ha escrito con colaboradores diversos libros sobre el tema, en la tradición de Dale Carnegie, citado en internet en el sitio de su hija Ivanka. Casinos, campos de golf, concursos televisivos de Miss Universo, competiciones públicas para generar managers de sus propias empresas, torres hoteleras de arquitecturas obnubiladas por un deslumbrante mal gusto, son todas apuestas predestinadas de un presbítero del capitalismo inmobiliario, con sus cuotas de predestinación y oratoria consagrada, vulgar y directa, pero de revelación. Erskine Cadwell en El predicador, trató muy bien el tema de la venta ambulante como una célula primigenia de la oratoria sagrada en manos de las pequeñas criaturas que hacen chocar sus deseos con sus creencias en difusas divinidades. Cadwell era hijo de presbiterianos. Presbiteriano, ya se lo dijo, es también Trump.
The Pichetto pronouncement. Las declaraciones de Piccheto sobre la inmigración latinoamericana, fueron premonitorias. Él fue “Trump”, Macri se trastocó en “Hillary”. Ahora le toca recordar los viejos partidos de golf, ante quien, como Trump, tiene una cadena de esos establecimientos golfistas con su nombre. Curiosidad: ante la brutalidad calculada de Piccheto, que se refugió en los dichos xenófobos de un antiguo ministro de Mitterrand, ya fallecido, sin que de parte de los senadores o funcionarios justicialistas hubiera alguna reacción digna y contundente –sólo algunas voces aisladas-, Macri dio un toque “Hillary”, declarando que todas las corrientes inmigratorias aportaron algo a la Argentina, y recordó especialmente a los “piamonteses, por su locura por hacer”. Su secreto corazón “Trump” debía callar para dejar que fuera interpretado cabalmente por un senador justicialista, ante la mudez estructural de ese partido. La Argentina cerrando sus fronteras está presente en el explícito Pichetto y en el artificioso Macri, que a los efectos inmigratorios solamente recuerda la “vía piamontesa” ligada a los trabajadores de ultramar, y con su acostumbrada superficialidad, la interpreta como “emprendedorismo individual”, esto es como “macrismo”. No obstante el verdadero significado del Piamonte en las complejas guerras de la unidad italiana, no puede ignorar la sobresaliente figura de Cavour, muy distante a la torpe definición de la “locura por hacer”, que en Macri puede referirse tan sólo a una coalición de empresarios para construir torres de especulación inmobiliaria o sociedades anónimas futbolísticas. Bajo ese aspecto Macri se distanció algunos centímetros del xenófobo Piccheto, de origen tan itálico como Macri.
The collision of the civilizations. No podemos olvidar otro de los antecedentes bien evidenciados de la emergencia de Trump: el debate sobre el “choque de civilizaciones” ocurrido en los años ’90. Tema movilizado sobre todo por Samuel Huntington, quien defendía la “ley idiomática” de los padres fundadores, de donde se desprendería el credo, el derecho y la economía que regularía el destino y la experiencia histórica de los Estados Unidos. Ahora la amenaza la encarnaría especialmente la inmigración mexicana que Huntington –en los años inmediatamente pasados- veía al borde de dividir a los Estados Unidos en dos campos culturales diferenciados. Uno de ellos se desplegaría nada casualmente en los antiguos territorios mexicanos tomados por Estados Unidos en diversas guerras y anexiones en el siglo XIX, constituyendo la sede de un rápido desarrollo del idioma español, que poco a poco se transformaría en la lengua en que se toman decisiones económicas. Asoma el fantasma de una escisión territorial o una situación a la manera canadiense –con un Quebec inquietante- y es aquí donde Huntington deja su mensaje implícito: hay que volver a las fuentes. ¿Y cuáles son estas fuentes? Quizás aquí sea útil recordar los bastantes recientes trabajos de Harold Bloom sobre la “religiosidad norteamericana”. Nos basaremos para ello en el excelente artículo de Matías Rodeiro en el número de El Ojo Mocho correspondiente a la primavera del 2015. Estudiando el libro de Bloom sobre La religión en Estados Unidos, se hace notorio el concepto de “nación pos-cristiana”, a la luz de las clásicas consideraciones weberianas sobre el puritanismo con su ética ascética coronando con una ideología de salvación personal la homologación de la plusvalía. En Estados Unidos esa relación con Dios es de tipo individual, en el que las sectas protestantes no parecerían haberse disecado en las “jaula de hierro”, como había dictaminado el desolado sabio alemán para el capitalismo estadounidense. No obstante, una variación del estado de gracia en torno al llamamiento o a la profesión (o bien vocación) verificado en el éxito ascético mundanal, tiene sus variaciones necesarias en la “religión americana”, que en el Sur posee un tipo de capitalismo señorial y en el norte, un capitalismo “moderno”. Weber visitó estados Unidos en 1904 y Freud en 1909. Ambos chocaron con inesperadas formas y mutaciones teológicas. Weber vio allí el espíritu ascético pero ya encapsulado; Freud volvió contento de sus conferencias universitarias pero comprobó que la psicología norteamericana buscaba también reparos religiosos y teológicos (en su encuentro con el nada desdeñable William James).
The american religions. Los tipos vocacionales “puritanos” se transformarán en las nuevas tierras norteamericanas en grupos de orientación gnóstica y órfica, con larvadas tendencias desde el siglo XVIII a las “guerras de religión”, que son sostenidas en diversa medida –con su contra alternativa pacifista- por cuáqueros, bautistas del sur, menonitas, calvinistas, adventistas del séptimo día, pentecostales y testigos de Jehová, entre otros. Se enfatizan en esas corrientes la “religión de la experiencia”, inspirada en “el carácter vivencial de luteranismo”. Harold Bloom considerará el nacimiento de la religión norteamericana como “el acontecimiento de Cane Ridge”, en 1801, fusionando conversión y éxtasis en la salvación. El presbiterianismo “extático” convive con el orfismo estadounidense, que postula una identidad propia en Dios, ecos de una iglesia primitiva que explora el “abismo primigenio que precedió al mundo que Dios creó”. Así lo postulaba Emerson, cuya conocida figura abarca e influye sobre Sarmiento en el siglo XIX y sobre Lezama Lima y Mariátegui en el siglo XX, pues también se trata con esta iglesia “unitaria” de fundar el “american schoolar”, es decir, el modelo de intelectual moral y profético norteamericano. Capítulo especial merecen los milenaristas, por quienes los mormones incluyen una estadía de Cristo en los 40 días previos a la crucifixión, en el propio territorio norteamericano, y volvería a aparecer mesiánicamente en Missouri o Salt Lake City. (La Segunda Venida) Algo parecido postulan los baptistas fundamentalistas, iglesia que frecuentaba el ex presidente Carter. La derrota del Sur en el siglo XIX –tal como la auguraba Marx, aunque no Engels-, crea una transfiguración entre el culto a la Caída y su réplica alternativa, “la pasión por el triunfo espiritual”. El Capital está dedicado a Lincoln, pues este libro fundamental es contemporáneo a la Guerra de Secesión, que Marx percibe equivocadamente que se resolverá en favor de la clase trabajadora yankee. Algunas décadas después, los públicos cinematográficos de todo el mundo veían arrobados Lo que el viento se llevó, con su pura nostalgia sureña, esa arcadia esclavista.
Los rastros del milenarismo, que cruzan toda la religiosidad estadounidense, llegan hasta la New Age, atraviesan la prédica del presidente Woodrow Wilson, y la tensión entre resurreccionismo y catástrofe se hallan implícitamente en las cenizas ideológicas que se manifiestan en las presidencias Reagan y Bush, ésta última con la ostensible curiosidad de que algunos de sus asesores eran discípulos de Leo Strauss, un gran pensador cuyas infinitas sutilezas no pueden ocultar su disponibilidad para ser invocado en matrices de sólidos conservadorismos y teologismos de derecha. La religión norteamericana, en suma, ofrece una teología de la salvación de índole dramática y pasional, la convocatoria a un “abismo primigenio” a diferencia del tono ascético que brota entre el desencantamiento del mundo y la gracia. Es lo que proviene de los originales estudios weberianos. Con estos presupuestos, no descarta Bloom que vuelvan en el siglo XXI las guerras de la religión.
Trump es presbiteriano y colecciona Biblias. El presbiterianismo es una religión reformada, cuya raíz es el calvinismo. Reagan también pertenecía a ella; en su momento citó al Armagedón, la guerra final que concluirá con todas las guerras. Lo asesoraba el famoso pastor Billy Graham, un notorio héroe bautista de las derechas norteamericanas, que difunde sermones sobre “encuentros con Dios” en estadios de box –aquí en el Luna Park-,y programas masivos de televisión, siendo la más fuerte apuesta para transvertir todo lenguaje mediático hacia el lenguaje pastoral y viceversa.
Macri, en cambio, proviene de un colegio de elite fundado por una rama católica irlandesa, los Christian Brothers, del beato Rice, que han buscado como nombre para sus colegios –en la Argentina desde 1947-, el del Cardenal Newman, canonizado por Juan Pablo II. Newman era una figura interesante, con una dimensión carismática fuerte, proveniente del anglicanismo, que en 1845 se convierte al catolicismo con estudios sobre la incompatibilidad del Concilio de Trento con las normas de fe anglicanas. Si Rice es el autor de la idea del “trabajo en equipo” como comunión mística de los educandos, Newman había ido más lejos en sus reflexiones teológicas, interviniendo en importantes discusiones sobre la evolución de las pedagogías cristianas y la interpretación de la Biblia. En este sentido, puede considerárselo un drama de intersección entre anglicanismo y catolicismo, más que una conversión, aunque ésta efectivamente se dio, y repercutió incluso en Chesterton. El Cardenal Newman cuestiona una de las hermenéuticas bíblicas, basada en lo que se conoce como la “inerrancia” de la interpretación. Por inerrancia bíblicase entendía la infalibilidad o literalidad revelada de todo el texto sacro, pero Newman –sacudido como todo el cristianismo por las tesis darwinistas-, establece que no incluía los obiter dicta, esto es, las “cuestiones dichas al pasar”, los pasajes aleatorios que no fueran enteramente volcados a la estructura última del cuerpo de Cristo en la moral y fe del creyente tornadas en escrituras. Los “géneros literarios” de la Biblia debían ser tomados como tales, mientras lo que no variaba era el núcleo de salvación y redención. Actualmente, los intérpretes católicos del Vaticano tienden a aceptar esta interpretación de Newman, en su momento rechazada por el catolicismo más ortodoxo.
Cardenal Newman
Como es sabido, el Colegio Cardenal Newman en la zona de Boulogne es un establecimiento de élite de origen irlandés que filtra las doctrinas de este cardenal converso a través de dogmas disciplinarios de educación de los hijos de empresarios, donde son tan importantes las matemáticas como el rugby, la química como el golf. De ahí obtiene Macri sus credenciales para empuñar palos de golf compitiendo con el magnate Trump, propietario de campos de juego junto a sus hoteles. Obama, una hechura del último de los Kennedy, entusiasmó a Macri, y le dio la justa medida de su ideario de acompañante imperial, con la comodidad de que el gendarme mundial seguía al mando, actuando como policía misilística en todos los rincones del planeta, pero con políticas interiores –por ejemplo en el campo de la salud-, que eran lo máximo que se podía hacer en un país con toda clase de condicionamientos en el parlamento, la justicia y los medios de comunicación para cualquier ampliación de los “seguros sociales”. Las cuentas estaban echadas con los fondos buitres, el endeudamiento en plena marcha, los limones a punto de ser exportados… ¿por qué cambiar de caballo? No lo harían a pesar de las pasadas afinidades con Trump –que no terminaron bien, como ajustadamente relata Martín Granovsky en la edición de Página 12 del domingo 13 de noviembre-, e incluso aprovechando una inexperiencia diplomática que hubiera podido jugar a favor, reconocerían con la Gerenta Canciller anticipadamente su apoyo a los demócratas clintonianos. Estaba descartado un paso en falso, todo parecía seguro, pero finalmente ocurrió y a éste lo “llevaron preso”.
Hillary, de familia metodista, provenía de la Universidad y no de la Empresa. Tenía estudios de ciencias políticas, y su tesis –de difícil consulta hoy- había sido resuelta luego de sus vacilaciones entre republicanos y demócratas, a favor del estudio de los métodos sociales de Saúl Alinsky, militante nacido en el seno de una familia inmigratoria judía rusa, sociólogo de la Escuela de Chicago junto a Robert Park y Ernest Burgess –todo estudiante de sociología los conoce bien, cuya influencia llegó hasta Sao Paulo, Brasil-, lo que implicaba trabajos de campo en las barriadas pobres de la ciudad con la mención –luego divulgada en todas las direcciones políticas del trabajo social- de la popularmente conocida conceptualización de “empowerment”, hace tiempo pasada por las cribas del Banco Mundial y utilizada indiscriminadamente por derechas e izquierdas. Esta sociología progresista, que no excluía estudiar las raíces sociales de la mafia –Alisnky es contemporáneo de Al Capone-, se basaba en la idea del lazo social reconstructivo de la comunidad, sobre todo en los medios más carentes socialmente. En esos barrios de Chicago donde actúa Alinsky, transcurre la novela de Upton Sinclair, La jungla, escrita en 1906, la cual toma la vida oscura en los mataderos de los suburbios, en medio de la matanza de animales y los poderes especulativos de todo tipo, sobre todo inmobiliarios.
Estamos ahora en el año 1945 y muy pronto el trabajo sociológico de Alinsky encuentra su sentido sindical a través del gremialista John Lewis, pero asimismo el marco de un apoyo preciso que le brinda el obispado católico de Chicago. Esta veta cristiana acerca a Alinsky al filósofo “personalista” Jacques Maritain, católico francés. Chicago era la gran ciudad industrial, seis décadas antes de Trump. Hillary Clinton, en su tesis sobre Alinsky, dice compartir el fondo de su experiencia social pero no su metodología. Al parecer, se trataba de una tesis simpática hacia el personaje, pero del cual se separaba por su proclividad a contactarse con las izquierdas sociales de la época y el personalismo avanzado del cristianismo. La evolución de los Clinton dentro del partido Demócrata los convierte en custodios de los intereses imperiales, militares y financieros. Todo muy lejano a las raíces juveniles del clintonismo. No hay motivos, a pesar de todo, para festejar su derrota, por lo menos antes de analizar la tragedia del progresismo norteamericano, tanto como no es posible ver con buenos ojos la victoria de Trump, pues por más que sus desfachatadas declaraciones racistas y el cimbronazo sobre las alianzas geopolíticas a escala de humanidad puedan producir efectos secundarios de fisura –es difícil imaginar hoy cuáles-, no pueden ignorarse los síntomas neofascistas que todo su periplo viene arrastrando.
The lenguaje of the americans withes, anglo-saxons and protestants (Wasp). Lo que Harold Bloom estudia respecto a las religiones, corresponde a lo que analizaba un poco antes Samuel Huntington respeto al idioma de los norteamericanos. Ataca especialmente lo que considerada un fatal bilingüismo que se impondría como proyecto general para la nación norteamericana. El español se tornaría la primera lengua en ciertos estados –como California, que en su secesión cultural sería “Mexifornia”-, lo que acarrearía el aciago panorama de una clase anglosajona blanca que en ciertos estados estaría en retirada, y en otros, obligada a un biligüismo para mantener sus salarios. Con derivaciones irónicas: los ciudadanos de raza negra, sin acceso al doble dominio del inglés y el español, y ciertos sectores blancos empobrecidos, verían decrecer su salario al desenvolverse en un solo idioma laboral, a este paso en repliegue: el inglés.
Hay un llamado, pues, en Huntington. Una convocatoria urgente a los angloparlantes: hay que luchar. No como el Ku Klux Klan, decía, sino alertando a los ciudadanos de habla inglesa para que piensen si es mejor la fidelidad a los orígenes, o el rediseño de una nueva nación multiétnica, sin centro de gravedad en la vieja clase heredera del anglo-puritanismo antes hegemónico. Sólo decirlo, espanta. Huntington prueba así con la descripción de un futuro insoportable. ¡Ahora habría que compartir la vieja nación norteamericana con una nueva clase etnolingüística mexica, que incluso ejercería una sutil proscripción hacia los que sólo poseerían el idioma inglés como medio cultural y económico de vida!
Esta visión apocalíptica es, en primer lugar, una respuesta al multiculturalismo reinante en los medios progresistas de la academia norteamericana. En los últimos años, impulsado precisamente por los flujos inmigratorios de ciudadanos mexicanos en los estados del suroeste y en menor medida portorriqueños y salvadoreños en la costa este, se acrecentaron los estudios sobre la porosidad de las fronteras, las culturas híbridas, la circulación cultural sin puntos fijos, las mezcla incesante de oleadas étnicas y la creación de lenguas mutantes de suficiente vivacidad como para dar literaturas no desdeñables. El chicano o puertorriqueño newyorquino, son sin duda, interesantes experiencias de tránsito lingüístico, de un gran valor dramático y testimonial, y como cualquier otra lengua transicional, pueden sostener notables ensayos literarios.
Sin embargo, la tesis multiculturalista con su canto a la hibridez y a los poderes oblicuos, había perdido de vista una percepción más rigurosa de los procesos de encuentro e interligazón de culturas. Se mantenía en un terreno ilusorio, en el cual relucía una confianza abstracta en el poder de la comunicación altruista como base de una nueva democracia multiracialista. Filosóficamente pretendía superar lo que llamaba “sustancialismo”, dote cultural atesorada a la que culpaba de obstruir el tráfico incesante de bienes culturales en un movimiento de diálogo universalista, apenas atascado por las desigualdades económicas y una globalización que por el momento expresaba solamente a los neoliberalismos económicos aunque luego mostraría rostros más benevolentes.
Se puede decir que estos enfoques del fragmentarismo progresista del culturalismo (llamémoslo así), pasaban por alto muy fácilmente los intentos más lúcidos e imaginativos para definir los cruces culturales, tal como el que intentó a mediados de los años ’50 el poeta cubano José Lezama Lima, en donde el barroquismo aparecía como una categoría cultural que en su desplazamiento de Europa a América latina adquiría potencias dialécticas, conflictos vitales y acciones culturales nuevas. La idea de convergencia de legados en contraste era y es infinitamente más adecuada que el pobre programa basado en las críticas oficiales del progresismo norteamericano al “sustancialismo” o “esencialismo”, que entre nosotros tiene tantos imitadores.
Esta combinatoria utópica propuesta por Lezama Lima entre el caudal imaginario de las etnias de origen y la presencia de preceptos artísticos europeos, daba un modelo de elaboración cultural “bilingüe” de grandes alcances. En los Estados Unidos, esta posición más exigente sobre las alquimias culturales podría estar expresada por obras como las de Harold Bloom, quien con su concepto de “angustia de las influencias” y de “desvío cultural” también llamaba a una recomposición del “canon norteamericano”, pero en medio de un debate de interesantes consecuencias con las corrientes filosófico-literarias europeas, y por supuesto, también con los multiculturalistas más ingenuos.
The cultural war. El caso de Huntington es diferente, pues su concepto de “guerra cultural” pertenece a una hipótesis de enorme repercusión en la política mundial norteamericana, y apunta a recomponer las visiones de una derecha tradicional en alianza con unas ciencias sociales capaces de reencarnar la nueva apología del “destino americano”. A diferencia de Huntington, Trump dijo cosas parecidas pero al margen de cualquier idioma académico, con su espasmódico mussolinismo. Como se ha señalado, Huntington pasa por alto, a partir de datos livianamente manejados y opiniones aisladas de dudosa representatividad, que el proceso de integración cultural de los descendientes de mexicanos se da más lentamente, pero no deja de adecuarse sorda y laberínticamente al horizonte lingüístico y valorativo dominante. No en vano Estados Unidos hay mucho lugar para los sádicos veredictos de algunos jueces que determinan que hay obligatoriamente que hablar inglés en ciertas instituciones públicas para “favorecer a los inmigrantes”, pues el español es “idioma de sirvientas”, y por tanto, inapropiado para el progreso personal.
Por otro lado, Huntington actúa con aparente distanciamiento del concepto genérico de “raza inferior”, que sobrevuela quedamente sus textos. Cuando se refiere a la inmigración cubana de Miami o al hecho de que el propio Bush ensaya palabras en castellano (no diferenciándose de Clinton, quien deseaba el bilingüismo en toda la esfera estatal norteamericana), deliberadamente no da cuenta del nudo histórico de intereses a los que aporta la comunidad cubana. En términos generales, nunca son disociables de los del partido republicano, y como se sabe, fueron relevantes a la hora en que se decidió electoralmente la suerte de Bush, y hoy la de Trump, que no cosechó pocas evidencias de apoyo en el odiosamente llamado “mundo latino”, donde no es difícil imaginar que se producen los mismos reflejos de progreso personal en el seno de la pulsión capitalista, que al parecer alcanza con su nostalgia a los viejos representantes en decadencia del mundo industrial que rigió hasta los años ‘70.
De modo que Huntington parece estar simultáneamente menos y más a la derecha que el propio Bush. Lo primero, porque no aceptaría el predominio lingüístico-económico de los cubanos de Florida, lo segundo porque omite incluso el papel que ésta comunidad inmigratoria de negocios y de orden representa desde los años ’60 en la política local, para colocarla bajo las consideraciones generales de peligro para los legados de la comunidad anglosajona originaria. Sin embargo, ni el papel que los ciudadanos de origen mexicano cumplen en el ejército norteamericano de ocupación de Irak, en una medida que no puede ser descartada, y la posición general del idioma inglés en el mundo, asociado cada vez más a la revolución tecnológica, no dejan imaginar que muy fácilmente esa lengua tenga que convivir en condiciones de igualdad con el español, próximo idioma “de los negocios y el poder” en los Estados Unidos. No parece acertada esta advertencia de Huntington, aunque Trump ha dado muestras de creer en ella.
Huntington, pues, agita un debate relevante. Pero no para lo que imagina que serían los fines de una nueva homogeneidad cultural norteamericana. Es posible inferir que se trata de otra cosa, y la idea de guerra culturalpuede ayudar a comprenderlo. Probablemente, percibe la irreparable decadencia humana y moral del país de Jefferson, Lincoln y Roosevelt. Una de las fotos de las torturas que se aplicaban en Irak mostraba a una ínfima y ridícula soldado norteamericana –al parecer no de origen mexicano- en una broma cruel que alegoriza los tormentos: apunta con su dedo índice a los genitales de un hombre encadenado y encapuchado, que muestra en su apostura de cautivo una rara y magnífica dignidad corporal.
El concepto de raza inferior no lo emplea Huntington, pero lo deja flotar como un vil espectro animoso en todos sus escritos. La fuerza idiomática expansiva que ve en el español es una metáfora irónica para aludir a lo que verdaderamente interesa, prevenir sobre una inversión de valores por la vía del spanglish, de los fuertes reductos hispanoparlantes y de las decisiones culturales recalcitrantes, como preferir el nombre de José para los hijos, en vez de Michael, un poco a la inversa de lo que ocurre en ciudades periféricas como Buenos Aires, en donde en las calles y plazas públicas se escucha a muchas madres porteñas nombrar a sus Jonathan o sus Jennifer.
Saúl Alynsky - José Lezama Lima
Huntington no desea un debate a la Walt Whitman o a la Jack Kerouac sobre la creación simultánea de una dimensión íntima y colectiva a través de las poéticas de la lengua popular realmente en uso. Su culturalismo de derecha propone un programa ultraconservador de economías lingüísticas que vuelvan a reponer la alianza entre lengua dominante cultural y ejércitos de expansión. Lo hace con textos insinuantes, totalmente prisioneros de retóricas menores, sociologismos ingeniosos que encuentran en las cosas sólo lo que previamente han colocado allí. Trump lo habrá leído, pero lo tradujo a su idioma pendenciero, un patán histriónico que al día después de su triunfo ensaya los pasos de baile del cortés predicador de una nueva amalgama nacional. El multiculturalismo de las últimas décadas dejó el tema en manos de una complacencia ingenua respecto al advenimiento utópico de una nueva ilustración babélica. La derecha norteamericana ha dado ahora su respuesta: el idioma es cuestión militar, y finalmente, todo lo es o lo será. Con fuertes textos antiguos y actuales, de gran dramatismo, la cultura política argentina tiene mucho que decir sobre el tema. Los errores “huntingtonianos” del último Sarmiento (pero al revés, proponía una raciología al estilo anglosajón) y el acervo de grandes reflexiones que no cuesta trabajo encontrar en más de un siglo y medio de literatura nacional, pueden ofrecer las obras nuevas que pongan en este debate una nota de clarividencia a la que el reciente multiculturalismo no consiguió llegar, y que el conservadorismo mesiánico de las derechas norteamericanas amenaza con cegar peligrosamente.
The literature of the sound and the fury. ¿Cómo hubieran votado los personajes de Faulkner, en especial los de El sonido y la furia? Los Compson, una familia decadente de Deep South familiar, con el padre borracho y un hijo infradotado, hablan a través de quebradizos monólogos, superponiendo los paneles corredizos de sus desdichas y renuencias. Benjy, el tonto de la familia es maldecido por su madre; Quentin Compson, hermano de Benjy, se suicida en Harvard; todos tienen su voz alterada en la novela, también Jason, el otro hermano. Faulkner no se priva de un póstumo narrador omniciente, que no obstante cita a Dilsey, la criada negra de la familia. Caddy, la hija, es fundamental aunque su presencia es callada. La diversidad de relatos entrelaza las voces de un terrible “daimon” familiar destruido por dentro, dónde conviven el retrasado mental, que altera todos los tiempos del relato, y que en su confusión objetiva realiza una hazaña de nitidez en cuanto a describir motivaciones de los otros. Las distintas temporalidades faulknerianas, analizadas luego en un famoso artículo de Sartre, permitían comparar a Proust con Faulkner: en éste no había “tiempo recuperado” sino un tiempo que hacía desprender de sí mismo distintas olas o capas de duración en abismo. Benjy, el castrado, tiene visiones bíblicas y es fácilmente deducible que se halla inmerso en un alienado mundo de providencialismo. Quentin, el suicida, es absorbido por el incesto y el pecado, mientras Caddy no sabe cómo resolver la paternidad de su hijo. Faulkner escribe fuera de las leyes de la gramática porque desea que el tiempo horade las narraciones, operado sin conexiones lógicas. La desdicha de conciencia de los personas pasa al lenguaje con el cual hablan. Nada más lejos del “lenguaje como virus”; pero imbuido la lengua hablada de un quiebre interno en la locura de un relato entrecortado.
Jason mantiene cierta linealidad, es el sostén económico de la amplia familia y sus sirvientes, todo tomado por la locura, es decir por la disgregación e indiscernibilidad del tiempo, que asimismo es el tiempo de la enfermedad. La criada negra es la única que no las padece, y cuida a los locos Compson, los lleva a la iglesia de los hombres y mujeres de color, donde el sermón religioso evoca uno de los lados de las metástasis del oscuro sufrimiento familiar. Sinuoso mundo de Yoknapatawka, el condado mítico de tantas resonancias latinoamericanas. Faulkner inventa un mundo condensado con fibras desparejas de tiempo entrelazadas, estratos míticos de la conciencia de la cual, el Sur es el todo, metáfora inquietante que va del racismo a la revelación religiosa. Sacude así la memoria sureña, los sucesivos anacronismos detrás de la densa maraña de desatinos, que no pueden ser conjurados por ningún pasaje al mundo moderno, que es tan poco acogedor como ese trágico tradicionalismo que introduce a la familia en el tiempo inconsistente de la neurosis y la tragedia. El tiempo en la novela se presenta así como una consecuencia del dislocamiento de esos ríos de conciencia alterados entre monólogos de evocaciones bíblicas, una biblia que tiene de religiosidad el que las vidas que la sostienen están destrozadas. No hay duda: ellos votarían Trump. Su votación fue resultado del sonido y la furia, todo contado por un magnate kitsch que derramó injurias manieristas y desdichadas, sin dejar de representar a una sociedad quebrada que silenciosamente maldecía a los “progresistas” y a la “globalización”.
¡Pero claro que es absurdo preguntarse por cómo actúan en el padrón electoral estos grandes personajes de ficción! El genio de Faulkner, sin embargo, dejaba que en sus posiciones sobre la vida civil, apareciera un resignado humanismo propio del pesimista sutil. De él a veces se recuerda una frase: “Vivir en cualquier parte del mundo hoy y estar contra la igualdad por motivo de raza o de color es como vivir en Alaska y estar contra la nieve.” Faulkner no hubiera votado Trump. La experiencia narrativa de Faulkner se halla más allá del progresismo tanto como del cultivo de un tradicionalismo reaccionario, su arguciosa técnica consiste en revestir de “Biblia” a la comunidad lacerada sin que se pierdan los simbolismos comunitarios de una religión rota, enloquecida.
Por otra parte, no puede decirse que el progresismo, en sus diversas versiones –los numerosos filmes liberals, por ejemplo- no hayan percibido la cerrazón comunitaria como un tejido oscuro y una forma de cobardía moral de los sectores populares, que sería difícil rescatar sin el concurso de un héroe inesperado. Damos apenas algunos ejemplos de esta actitud: el film A la hora señalada, de los años 50 (Fred Zimmelman), da cuenta de una comunidad que se presta a resistir una amenaza exterior, hasta que ese empeño de totalidad se quiebra en la cobardía y el individualismo. El honor del pueblo imaginado, no real, lo salva in extremis el propio sheriff, una mezcla de alcalde y jefe de policía electo, que es el único resguardo contra el mal. La débil institución se salva por el ejercicio aislado de un único individuo, que parecía el menos indicado, que luego se retira de esa población con un gesto de desprecio, arrojando la insignia de su autoridad a los pies del populacho servil, esa comunidad asustadiza que salía como un coro griego medroso del refugio de sus mezquinos domicilios. Eran también los antepasados de los votantes de Trump.
Muchos años después, el mismo tema, años 60, en La jauría humana, de Arthur Penn, que retrata a una comunidad del “Texas profundo”, regida por los caprichos de un magnate petrolero. Un prisionero injustamente condenado escapa de la cárcel, y tomando un tren equivocado, vuelve al pueblo, sede de un cruel racismo y de una comunidad agrietada, patética y enferma. Sólo hay uno que mantiene la dignidad, también es el sheriff: Calder. Es el único lúcido de este drama sacrificial, pues percibe perfectamente que la “comunidad profunda” vive de sus fantasías destructivas, en el linde de lo inhumano. Escapan de la necedad quienes serán los sacrificados, la hija del poderoso petrolero, su novio y el fugado. En un infierno que la propia comunidad construye en cada paso, y con alusiones a las poderosas escenas del asesinato de Kennedy, la comunidad, todo se cierra en una inmolación de los jóvenes por parte de los hombres y mujeres que han perdido la conciencia y sus vínculos creativos. El sheriff es una de las grandes actuaciones de Marlon Brando, los jóvenes son Robert Reford, Jane Fonda, etc.; la obra de teatro original tuvo el trabajo de la guionista Lilian Hellman, a su vez gran dramaturga (una de sus más conocidas obras, The children´s hour, la representó la joven actriz Eva Duarte en Buenos Aires durante los años ’40). Hellmann estaba relacionada con la izquierda norteamericana, al igual que Mary McCarty, que seguía otra veta izquierdista más radical. Ambas escritoras chocan en una polémica sobre la veracidad personal, los vínculos amorosos y la relación de las militancias con el éxito literario. Polémica hoy impensable; McCarthy fue albacea y amiga de Hannah Arendt. En las dos obras maestras de Coppola, Apocalipse Now y El padrino, la crítica al capitalismo se realiza no desde un visión más adelantada de sociedad, sino desde un aristocratismo estamental, la mafia en un caso, cuyos miembros dicen frases definitivas sobre las formas más obscuras del honor –inspiradas en Shakespeare-, sostenidas no por la moral burguesa sino por asesinatos rituales; y en el otro caso, el miembro perdido de la comunidad -el coronel Kurz-, procura su muerte ritual como acto individual en un escenario sacro añorado, para salvar con sangre la vida en común degradada o extraviada.
No se puede decir que por el revés de la trama de estas reflexiones, no se venía avizorando Trump. Las comunidades subterráneas de trabajadores desocupados y granjeros armados, que en muchos casos –como en Virginia- sostienen organizaciones clandestinas anti-estatales más allá del federalismo histórico (recordar la explosión de un edificio federal en Oklahoma), parten de esa comunidad degradada sin salvación posible. No obstante, no le será fácil a Trump sostener todo lo que dijo en campaña, pero tampoco omitirlo. Su crítica al libre comercio y a la globalización conlleva el alto precio del racismo. Macri, orientado por el “círculo rojo norteamericano”, perdió el olfato de sus palos de golf, cuando sigue el libreto estricto del neo-liberalismo y suprime las nervaduras de la historia nacional, arrojándolas al fuego teológico de la corrupción. Tampoco percibe que sus alusiones al Cardenal Newman, un anglicano converso al catolicismo, poca gracia les debe hacer al núcleo duro malvinero, de formación precisamente anglicana, a la que él le sigue ofreciendo el oro y el moro. Deberá volver a hacer sus cuentas pensando, o no, en bordear el ejemplo de su amigo Piccheto. Sus decisiones ante Hillary podrían ser simplificadas como una pasada humillación ante un hombre como Trump, con el cual las empresas Macri –padre e hijo- intentaron alianzas en el pasado y sólo lograron, según luego dijeron, algunas noches de copas
The knowledge society. La sociedad del conocimiento es la ideología oficial de Silicon Valley, San Francisco, California. Allí se comenzó fabricando transistores hace 40 años con chips de silicón, y donde hoy se hallan las mayores empresas de “alta tecnología” como Google, Facebook, Apple, etc., adosadas a la Universidad de Stanford. Hay hoy viviendo en condiciones de una alta clase media, cientos de miles de trabajadores informáticos, con fórmulas laborales novedosas, que promueven sus acciones alrededor de un concepto que ha logrado alta receptividad mundial: la “sociedad del conocimiento”. Allí han surgido Internet y la revolución comunicacional. Son el otro polo del vejo aparato industrial en crisis, con sus desocupados y sus ciudades muertas. La mala recepción de Trump en Silicon Valley la proporciona, entre otros, su ambiguo aviso de que conversará con Bill Gates para “cerrar internet” debido al uso que de la red hace el islamismo radical. Pero Peter Thiel, alto ejecutivo tecnológico, uno de los fundadores de Facebook y manager de cuantiosos fondos de inversión, intelectual y ajedrecista de Stanford, donde dirige una revista pseudo-libertaria, y que cultivó diversos intereses filosóficos vicarios de la “revolution of the information society”, se acerca a Trump con la convicción de que es una oportunidad que no fue comprendida. Palabras más o menos.
El concepto de sociedad del conocimiento fue utilizado indiscriminadamente por todas las fuerzas políticas mundiales, sean progresistas, de izquierda o conservadoras. La idea heredada de conocimiento sufría así una brutal retraducción al idioma de la informatización, significando ya y apenas un tráfico informacional por un soporte llamado también “red”, por lo que el conocimiento en sus diferentes versiones (dialéctica, fenomenológica, epistemológica, crítica, semiológica, retórica, etc.) se torna un flujo mecánico –por más que globalmente ramificado-, y asombrosamente reduccionista. Todos los momentos filosóficos atravesados por el conocimiento que ha dramatizado los saberes en el mundo moderno, habían resuelto creativamente la separación entre forma y contenido, lo que de alguna manera era el triunfo de la dialéctica o la victoria de la problematización adecuada de ese incauto binarismo. Ahora ha vuelto la dicotomía: “soporte” y “contenido”. Estamos en manos de los especialistas en soportes y los gerentes de contenidos. El retroceso filosófico que eso implica es cuantioso y trágico. La lay de medios frustrada en nuestro país, máximo intento anti-corporativo del kirchnerismo, contemplaba adecuadamente muchas situaciones que necesariamente tenían que estar presentes en la democratización de las audiencias, pero respetaba la idea de “sociedad del conocimiento”, que asimismo presidía todas las fórmulas educativas en la red escolar, en el sentido de sortear la “brecha digital”. Las instituciones públicas, finalmente, se enredaron en una discusión sobre si permitir o no los celulares en el aula. El mentado “conocimiento” basado en cliks en la red y formas especiales de escritura y consulta de datos, triunfó sobre la idea de conocimiento sostenida durante siglos alrededor del legado intelectual, educacional y escritural más antiguo y vital. Con todo, los ataques aristocratizantes o reaccionarios a la tecnología del conocimiento informático (Vargas Llosa, Trump) no pueden evitar que se haga una discusión desde los ángulos más activos de las herencias humanísticas más plurales.
Lo cierto es que los movimientos populares latinoamericanos en su época de esplendor –digamos más o menos hace un lustro-, invocaron con entusiasmo adolescente a esta sociedad del conocimiento, sin sospechar que renunciaban a través de este concepto a muchas de sus tradiciones del saber humanístico (en la Argentina habría que computar la obra de Alberdi, Ingenieros, Macedonio Fernández o Manuel Ugarte, entre la de tantos otros). Hicieron planes educativos llamados condescendientemente conectar-igualdad, mientras las redes pulsionales infra-públicas, oficializadas por los diarios más importantes, segregaban un detritus injuriante permanente, en muchos casos dirigido desde comandos de guerrilla informática desde los medios corporativos. Las planificaciones de esos golpes reticulares consistían en ataques fundados en acusaciones soeces, psiquiátricas o patógenas. Los sótanos lingüísticos de la democracia no contribuían precisamente a sostener la idea democrática, que en general recala en una ciudadanía libre y críticamente centrada.
Trump no podrá con Internet, porque es débil ante su ideología, pero nosotros no tenemos porqué reproducir en nuestras conversaciones demasiadas veces acríticas, el mismo concepto inadecuado de sociedad de la información, que en su corazón profundo se opone drásticamente a la idea histórica de sociedades de trabajo y cultura crítica. Por otro lado, toda victoria produce una extraña fascinación y la tentación de aprovecharla para otras cosas que ella no proclama. Veamos una opinión del filósofo Zizek –a quien le gusta “épater”-, según la cual “no debemos perder los nervios y escoger el “peor” que significa cambio -incluso si es un cambio peligroso, ya que abre el espacio para un cambio diferente, más auténtico. El punto no es, por lo tanto, votar por Trump - no sólo no se debe votar por tal escoria, ni siquiera se debe participar en esas elecciones. El punto es abordar fríamente la pregunta: ¿cuál es la victoria más adecuada para el destino del proyecto emancipatorio radical, el de Clinton o el de Trump?” No parece muy confiable este punto de vista por más que venga acompañado de citas de Holderlin y de la imputación de “escoria” a Trump. Siguiendo la idea de lo productiva que sería la negatividad en la historia, Zizek nos dice que a partir de Trump y sin que éste lo sepa ni le convenga, sobrevendrán cambios propicios en el mundo. Lo dudamos. Teóricamente lo dudamos, más allá de que hoy no sabemos qué mutaciones geopolíticas provocará Trump o cómo redefinirá su posición ante el cambio climático, con una inverosímil acusación a China. Hombre riesgoso, si los hay. Zizek quiere ser frío y convencernos de que a partir del lado malo de la historia, se producirán hechos propicios. ¡No lo sabemos! ¡Cómo lo vamos a saber! En su fondo último, este caprichoso personaje que vivía en Primera Junta –otra rareza: también había descubierto a Juan Manuel de Rosas-, nos quiere trumpetear. ¡Que vaya a hablar con Moreno! El hecho de que la historia tiene toda clase de porosidades, tránsitos oblicuos y como decía el propio Weber, que del Bien puede irse al Mal y viceversa (la paradoja de las consecuencias), no puede sustraernos del juicio fáctico del presente como historia. El análisis de cómo la sociedad norteamericana, interiormente agrietada y planetariamente expresada a través de un difuso mando imperial, no puede ser sustituido por la ingenuidad de las consecuencias adversas que tendría para Trump el triunfo de Trump.
En cambio, son siempre de singular interés las opiniones de Jorge Alemán en torno al singular rostro de la subjetividad neoliberal. "¿Es esto populismo de derechas? No lo admito, la matriz subyacente de ese discurso es la que –inspirándome en Lacan– se puede adjudicar a la lógica masculina, y digo lógica para no recubrirla directamente con una cuestión de género. La lógica masculina, que busca en la identidad la cuestión esencial a custodiar y recuperar en su totalidad. Para constituir esta totalidad es necesario que exista una excepción amenazante que hay que destruir y expulsar. Nada de la Hegemonía en la articulación lógica de un sujeto popular se pone en juego. En esto discrepo de mis compañeros y compañeras “posmarxistas” que aceptan, al ser el populismo un modo de ser de lo “político” mismo, que el mismo se reparta a izquierda y derecha. Comparto con los llamados posmarxistas la crítica a la metafísica de la izquierda que desea que la “lucha de clases” sea un motor objetivo de la Historia que funciona como una ley ineluctable de la misma, sin embargo, pienso que el populismo es el modo radical de pensar los antagonismos que instituyen políticamente lo social frente al orden dominante del neoliberalismo. Entre los cuales, sin duda, tiene un lugar destacado pero no el único, la explotación de la fuerza de trabajo en la forma mercancía. Por eso considero que podríamos caracterizar al “fenómeno Trump” como neofascismo neoliberal, a sabiendas del carácter en principio antinómico de los términos”. Siempre estas reflexiones son refrescantes, aunque personalmente vacilo en abandonar las distinciones entre izquierda y derechas, con sus correspondientes combinatorias y amalgamas. Concuerdo con la calificación de neofascismo neoliberal al movimiento de Trump. He aquí una combinatoria, un entrecruzamiento, o para decirlo de otro modo un quiasmo, una tensión irreductible ante previas polaridades. Esto construiría una vía posible de la crítica y rehacimiento de las vidas populares latinoamericanas.
Buenos Aires, 13 de noviembre de 2016
*Sociólogo, ensayista, escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional
Fuente: http://www.lateclaene.com/
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