miércoles, 18 de julio de 2018

GLOBALIZACIÓN COMO IMPOSIBILIDAD Por Enrique Aschiere


GLOBALIZACIÓN COMO IMPOSIBILIDAD

Globalización es un concepto que tiene el destino común de aquellas nociones que están en boca de todos: la ambigüedad. Lenguaje académico o corriente, su cepa no es la del indiscutible aserto. Rescatar su enunciación como imposibilidad evita el derrape hacia la anfibología, en la que suele convertirse la búsqueda de una definición precisa y operativa. Y eso porque tal y como es utilizado globalización en la conversación política argentina, de izquierda a derecha, expresa una imposibilidad: la de encarar el desarrollo argentino a partir del mercado interno.
El inesperado consenso tiñe, en diversos grados, el debate acerca de la salida estratégica de la crisis. Incluso, es de suponer que el consenso estará presente como marco de referencia, cuando en la tercera semana de julio la delegación del FMI desembarque en el país para supervisar qué está haciendo el gobierno con relación a los compromisos asumidos e inquirir acerca de las alternativas de poder político de las que dispone la democracia argentina.
Para cobrar la deuda externa, alguien con poder político real tiene que ordenar que los pagos comprometidos se efectúen. En palabras del staff report del FMI dado a conocer el viernes 13, “existe el riesgo de que el apoyo interno a las políticas y reforma no se sostengan, a pesar de que las medidas apuntan a proteger a los sectores más vulnerables de la carga del ajuste”, por lo que “hay una preocupación vinculada a la habilidad del gobierno para construir el apoyo para las medidas que requieren ser aprobadas por el Congreso”.
 El lugar en el mundo
En principio, el lugar de la Argentina en el mundo —palpado a través de unos pocos datos físicos y económicos— tiende a relativizar el grado de la mentada imposibilidad. Con una superficie de 2. 800.000 kilómetros cuadrados, es el noveno territorio en tamaño sobre un total de más o menos 192 en que está parcelada la geografía planetaria. Tres cuartas partes del total de los países tienen menos de un tercio de la superficie argentina. La habitan 45 millones de personas. Al menos dos tercios de los países del planeta están muy por debajo de contener esa cantidad de habitantes.
Cabe agregar que el producto bruto argentino per capita actual de 20.700 dólares (medido en divisa internacionalmente comparable), es un tercio del norteamericano, anda por la mitad del italiano o el francés y se coloca un quinto por arriba de la media mundial. De resultas, si consideramos la geografía humana y física, países minúsculos al lado de la Argentina como Dinamarca o Suecia, u otros como Canadá o Australia, encontramos que fueron sus altos salarios comparados en términos internacionales,  es decir su mercado interno, los que les permitieron desarrollarse. Se puede argumentar que eso fue antes de la globalización, que ahora no se puede. Y de hecho, es lo que se hace.
 Irracionalidades y bloqueos
Si esos pocos datos ya habilitan a desconfiar de que se le vino la unánime noche al mercado interno, la certeza de que el descarte se debe más que nada a una cuestión ideológica (falsa conciencia) aparece al revisar las hipótesis que sirven de basamento a unos y otros. Para los ecuménicos librecambistas argentinos, antes y ahora el mercado interno es el peso muerto del que hay que aliviarse. La globalización es la realidad, que sin más, deja como única alternativa a la maquila. Es decir la complementaria módica, acotada y empobrecedora industrialización admitida para un país deseado para siempre como agroexportador.
Si estructuralmente es inapropiado procurar vender barato el sudor de los argentinos, coyunturalmente no podría estar más desencaminado. Transformar partes, insumos y piezas todas venidas desde los países a los que la mercancía final está destinada, resulta en una ida y vuelta absurda. Es que en estos últimos países (los desarrollados), la mano de obra requerida para esos productos existe y está desempleada. Se expresa así el caso más típico de despilfarro de recursos y de una división internacional del trabajo sub-óptima debida a la infravaloración institucional de un factor nacional: el salario argentino. En cualquier caso, esa deslocalización es irracional en el plano del interés común: nos mantiene en el subdesarrollo acá y aumenta el desempleo allá.
Donald Trump, con independencia del hombre y sus desagradables circunstancias y contradicciones, manifiesta las realidades de la oposición en los países desarrollados, que se están fortaleciendo más y más aún, enfocadas en la irracionalidad inherente de la división internacional del trabajo sub-óptima. Jeremy Corbyn, el líder laborista opositor inglés y su canciller en las sombras, John McDonnell, son muy diferentes a Trump, desde todo punto de vista, salvo en una cosa. Lo que han dado a conocer hasta ahora como programa de gobierno, por fuera de la indefinición respecto del Brexit, no dista mucho de su antípoda norteamericano en lo que hace a redireccionar las inversiones hacia el reino.
En la vereda de enfrente de los librecambistas, para la diversa gama de detractores del orden establecido por el subdesarrollo, la unión hace la fuerza. Instan a la unidad de los países de la región para que en conjunto enfrenten las fuerzas del bloqueo al desarrollo; las que se aúnan en el proceso de globalización. Una manera cool de llamar a lo que antes se denominaba de forma destemplada: imperialismo. Si ya es una tarea de una magnitud muy grande y, ciertamente, llena de dificultades ordenar la lucha de clases en la Argentina a efectos de que genere una alianza de clases que haga sostenible y duradera la acumulación de capital, es de imaginar lo que se trae la sororal latinoamericana.
 Salarios y ganancias
Pero todas estas elucubraciones sacan su patente de definitivamente abstractas cuando entran en la cuenta dos elementos muy propios de la realidad: los salarios y las ganancias. Porque los que a derecha y a izquierda aducen que la globalización impide acudir al mercado interno, no explicitan cómo es que se forman los salarios y las ganancias. De hecho, vivimos un presente en la economía política en general y en el campo de las relaciones económicas internacionales, en particular, bajo el imperio de una hipótesis de una enormidad fantástica: la de la existencia a escala global de un mercado de factores de la producción (capital y trabajo) tan fluido como el de los bienes finales.
Esta es la hipótesis que permite decir que son los precios de los productos los que determinan los ingresos de los empresarios y los trabajadores, y no al revés. Es la argamasa del sentido común. En lo que hace al más importante de los factores, el trabajo, jamás y en ninguna parte existió alguna cosa que se asemejara a un mercado. El mercado de trabajo es una fantasía. El salario era y es siempre y en todas partes un precio administrado, institucional y, por lo tanto un precio político. Incluso se puede decir que, a excepción del capital cuya remuneración es residual y, por lo tanto, endógena, todos los otros factores o elementos de costo  son 100 % exógenos (establecidos por la voluntad política), como los impuestos indirectos (el IVA), o en alta proporción exógenos, como las rentas provenientes de los recursos naturales.
Esto significa que las variables nacionales de la distribución del ingreso devienen, asimismo, tan autónomas y rígidas como las condiciones técnicas de producción y, a partir de esa realidad, no son más los precios de los productos los que determinan los ingresos de los trabajadores y empresarios, sino son los ingresos de los trabajadores como resultado de la disputa política los que determinan los precios de los productos.
En otras palabras, la lucha de clases es a escala nacional. Los que bregan por la unidad regional deberían explicar cómo se hace para que la lucha de clases de los países hermanos percuta sobre los salarios argentinos y viceversa. Eso desnuda el carácter ilusorio de plantear en esos términos la necesaria actuación conjunta regional. También deviene en una pura ilusión el buscarle sustitutos al mercado interno como plataforma de desarrollo.
Por otra parte, todos los datos que exhiben en gráficos y tablas de flujos que van y vienen, para ilustrar el impactante alcance de la globalización, tratan de convencer de que las corporaciones gigantes son capaces de fijar el precio de cualquier cosa independientemente de los salarios e invertir independientemente del consumo. Parecen no tener en cuenta que para que tal cosa sea posible y esos gigantes corporativos se vieran eximidos en los países desarrollados de aumentar los salarios, deberían ser capaces de orquestar un formidable poder de decisión centralizado a escala de todo el centro. Si eso sucediera, el sistema capitalista como un sistema de productores independientes se habría transformado en otra cosa. Eso no ha ocurrido y tampoco parece que vaya a ocurrir en el porvenir divisable. La guerra comercial en marcha es buena prueba de ello.
Unos lustros atrás el historiador de Princeton Harold James advertía respecto de la globalización: “Se suele pensar que este proceso es irreversible, y que ofrece una vía directa al futuro. Pero la reflexión histórica impone otra valoración, más sobria y pesimista”. Señaló que de la mano de la crisis volvieron “los viejos resentimientos y reacciones del siglo XIX”, aquellos que incitaron “la reacción contra la economía internacional”, lo que “puso fin a la globalización” de entonces. James constataba el “inicio de una coalición antiglobalización” y que en la dificultad de llegar a un esquema conceptual y un modelo específico de viabilidad nacional estaba la explicación de “por qué el péndulo tarda tanto en regresar desde la globalidad. Pero no explica, no puede explicar, por qué no lo hará.” Lo que anticipó es lo que ahora está sucediendo.
De manera que lo que la coyuntura de crisis y la tendencia de fondo del desarrollo desigual está exigiendo, como siempre, es la edificación del instrumento político –expresión de las mayorías nacionales— que dote de suficiente fuerza al gobierno del Estado, para salir del atraso sobre la base del mercado interno. La bota de potro no es para cualquiera.



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