martes, 31 de marzo de 2015

RODOLFO ORTEGA PEÑA, MODELO PARA ARMAR Por Eduardo Luis Duhalde / A 39 años de su asesinato





Rodolfo Ortega Peña, modelo para armar

El 31 de Julio de 1974 Rodolfo Ortega Peña cae acribillado por las balas de la Alianza Anticomunista Argentina.

Provenía de una ilustre familia y debido a su desmesurada inteligencia pudo haber gozado una existencia prestigiosa en la tranquilidad de los claustros académicos o en el ejercicio de la actividad privada como profesional del Derecho.

Se había recibido de abogado a los 20 años, paralelamente estudió filosofía y ciencias económicas, y también se interesó por la historia y la literatura. Poseía un talento extraordinario y una formación fuera de lo común. Leía en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego.

Al momento de su muerte "El Pelado" era diputado nacional en ejercicio, defensor de presos políticos y director de la revista Militancia. Fundamentalmente un intelectual solidario comprometido con las causas populares. Tenía 38 años.



Así lo recordaba su socio, amigo y compañero Eduardo Luis Duhalde en un artículo del año 1998, reproducido por la revista La Maga en 2003:


                                                                     Diario Noticias, 1 agosto 1974.



Rodolfo Ortega Peña (1936-1974), modelo para armar

Por Eduardo Luis Duhalde



Es lógico que así sea, aunque ello evidencia la profunda ruptura social con el propio proceso histórico. Este desconocimiento sobre Ortega Peña se inscribe en un desconocimiento más amplio y general. El ejercicio del olvido al que han sido condenados los argentinos desde el 24 de marzo de 1976 hasta el presente y los artilugios desarrollados para obliterar el pasado con el ejercicio interesado de la desmemoria forman parte del esfuerzo por ocultar dos décadas intensas y profundas durante las que los jóvenes de entonces (entre los que me incluyo) se plantearon con profundo sentido solidario y colectivo ligar sus vidas con la búsqueda de un mundo mejor, más justo e igualitario, aun a costa de los mayores sacrificios.

A su vez, el olvido no es sólo derogación de la memoria. Tiende a colocar en su lugar una mítica narración del pasado: el silencio ha dado lugar a formas de normalización falsificadas, a través de una unívoca interpretación oficial. Se sustituye la cultura social -que actúa como conciencia crítica - deslizándose el sentido conceptual del pasado a través de la opacidad del presente, resignificando la temporalidad rica y múltiple del saber crítico hasta llegar a la clausura de su significación: ninguna cuestión que pudiese plantearse carece de respuesta dentro del propio sistema articulado por la teoría de los dos demonios como eje de una suerte de fundamentalismo democrático.


Rodolfo Ortega Peña pertenece a esa generación que hace cuatro décadas -recogiendo los legados históricos- soñó la revolución cultural, política, económica y social como un hecho posible y actuó consecuentemente, con-vencida de la irrelevancia ingrávida de toda otra tarea que no fuera promover aquel cambio -de acortar los tiempos a una victoria que pensábamos inevitable por el decurso de la historia -, abandonando en muchos casos la tranquila existencia personal (sentida por unos como opacidad triste, y por otros, pese a su éxito biográfico, como una situación de complicidad con un sistema injusto): dispuestos a ofrendar su propia vida si ello resultare una contingencia inevitable.

Estos proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, no siempre se expresaron mediante el ejercicio de la violencia, aunque todos por igual sufrieron la violencia represiva del terrorismo de Estado. En la mayoría de los casos, aquellos portadores de la ilusión se habían acercado a la política huyendo de la inmovilidad del pensamiento, para pasar a la acción -en todas sus variantes- abjurando tanto del revolucionarismo de café de una izquierda tradicional con la que pretendían romper y superar, como del burocratismo peronista entrampado en los pliegos del poder proscriptivo.


Esta instancia política, fuertemente vital, no fue una mera contingencia de un deslizarse crispante del tiempo social en que estaba inmersos sus actores sino el intento de una relectura de la historia argentina, en acto de continuidad y cuestión al mismo tiempo, en una instancia fundante de un devenir diferente. Al mismo tiempo, traducía en el campo nacional el peso de las experiencias universales y contenía en su multiplicidad dicursiva el plexo de aquella herencia inmediata y mediata. Tenía un claro sentido reparador y regeneracionista.

Ningún sector social ni estamento profesional o laboral quedó al margen de esta interpelación convocante de los años 60 y 70. Aquellas generaciones existieron sobradamente y fueron muchísimo más que aisladas ínsulas.

La opción revolucionaria recorrió medularmente la sociedad hasta convencerse a sí misma de la factibilidad de la victoria. Más: estas generaciones fracasaron en su intento, y la mayor parte de quienes encamaron aquellos propósitos transformadores fueron aniquilados por el terrorismo de Estado, en sus formas para estatales antes del 24 de marzo de 1976, y luego por la acción directa de las Fuerzas Armadas.



La Unión Americana (1965), revista dirigida por Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Ortega Peña, puede descargarse desde el sitio El Topo Blindado. En el mismo sitio puede descargarseMundo Nacionalista (1969-1970) con la dirección de los mismos autores.


La revolución quedó como una utopía incumplida, como un sueño desvanecido, transformado en un estallido de dolor y sangre. Llegaron los tiempos de derrota y muerte, que no sólo sesgaron la vida de aquellos que estaban animados por el fuego sagrado de sus convicciones sino que hicieron añicos esos proyectos concretos, personales y organizativos. Y aquellos programas, con 'el tesoro' ideológico revoluciona - no y emocional que le dio su encarnadura, quedaron allí perdidos, bajo un pesado manto de silencio, carente de toda resonancia y haciendo incomprensible para las generaciones futuras la densa textualidad de sus proyectos, la capacidad cuestionadora y movilizadora de su palabra y el profundo sentido político de su accionar. Tan incomprensible la acción como su respuesta represiva. Escamoteo interesado, evitante de las preguntas: ¿Qué estaba en juego esos años? ¿Qué y por qué se peleaba?

Es decir, cuál fue el entramado de sueños, ideas, análisis teóricos, compromisos vitales y prácticas germinadoras de un hombre nuevo como constructor de un mundo diferente que fue el signo distintivo de aquellos 'olvidados y proscriptos' desde el silencio y la descalificación.

Rodolfo Ortega Peña es una figura paradigmática de aquellos jóvenes intelectuales de la generación del 60, que vivió el influjo sartreano de la vida como compromiso existencial, desde sus primeros pasos como estudiante hasta el cargo de diputado nacional que ejercía a la hora de su muerte (con su unipersonal Bloque de Base, conformado tras separarse del frente justicialista por el que había sido elegido). El 31 de julio de 1974, cuando los sicarios de la Triple-A comenzaron su cadena de muertes quitándole la vida a los 38 años de edad, sin duda, en su criminalidad, coincidían en el reconocimiento del carácter paradigmático y la proyección de aquel que comenzaba a trascender los propios planos de la militancia para adquirir una dimensión nacional.

En distintas instancias de estos veinticuatro años transcurridos desde aquel crimen he abordado el análisis de quien fue mi hermano entrañable y compañero en la militancia y en la actividad cultural y profesional. Lo hice en su accidentado entierro, en el homenaje a los diez años del crimen a los veinte años, al inaugurarse la plazoleta que lleva su nombre, y en otras oportunidades, de manera escrita, en algunas publicaciones.
Cada vez que debí evocar a Rodolfo públicamente, fui completando mi visión de sus múltiples y riquísimos perfiles. De aquellos trabajos rescato especialmente dos, que hoy reproduzco parcialmente.

En una extensa nota hace doce años, decía yo: '¿Desde dónde aproximarnos al recuerdo de Rodolfo? Desde el rechazo de todo encasillamiento, reconociendo que él, como todo ser humano, fue una presencia abierta en sus significaciones, que su vida admite plurales lecturas y que no es posible abarcarlo en su totalidad, ni aquella es reproducible sintéticamente con un puñado de anécdotas o juicios de valor'.

Urgencia vital, preparación Intelectual



'En 1962, en la revista Ficción, que dirigía Juan Goyanarte, Ortega Peña publicó un largo análisis de la novela Sobre héroes y tumbas. En esa nota, escrita poco antes de que tomáramos la decisión política de elaborar y firmar conjuntamente todos nuestros trabajos, analiza el tema de la muerte (aun era tiempo de que nuestra generación la visualizara a través de las obras literarias) y dice: Lavalle, Alejandra, Fernando, muertos. ¿Sus muertes tienen algún sentido o carecen absolutamente de él? ¿Por qué ir a Jujuy? ¿ Por qué morir en 'El Mirador'? ¿Azar de una partida que dispara? ¿Libre determinación en incendiar la casa, su propia vida? La muerte, ¿tiene realmente un sentido que no es posible delimitar en lo orgánico? Allí quedan los restos lacerados de Lavalle. Malolientes. Ahí va su corazón con sus hombres. ¿Llevaba Lavalle dentro, muy dentro, su muerte como Alejandra o Fernando? ¿Fue creciendo esta muerte día a día con su vida, hasta surgir galopando desesperadamente? ¿ O, por el contrario, la muerte se cruza en el camino inesperadamente? ¿Es realmente un elemento irracional que no se puede reducir' Quizá no estamos preparados para responder. Pero la existencia sigue su curso: y allí va Martín, como nosotros, proyectando su vida, abierto a lo inesperado.

'Ortega a los 26 años reflexionaba antropológicamente sobre el sentido de la muerte, que es lo mismo que decir que analizaba el sentido de la vida. Y lo hacía desde su propia proyección vital totalmente comprometida, que llevaría -doce años después de esas meditaciones- a que convergieran las balas sobre su cabeza y a que hoy, transcurridos otros doce años, yo rescate este texto y lo repiense no sobre Lavalle sino sobre Rodolfo mismo. Ya que, quienes lo conocimos, sabemos bien con qué urgencia vivió, prodigando su inteligencia tan fuera del nivel común y su cultura de límites incomprobables, con tal vertiginosidad como si llevara 'dentro, muy dentro su muerte' y ésta fuera 'creciendo día a día con su vida'.

'Pareciera -la historia está llena de ejemplos variados- que hay seres que viven presentidamente su muerte joven y que para ellos, los tiempos de ser y hacer, son como una carrera contra el reloj sin resuello ni descanso. Y Ortega Peña no escapaba a esta característica.

'Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera de Filosofía, estudiando luego Ciencias Económicas; polemizando con Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossío sobre la teoría ontológica del derecho; con Tulio Halperín Donghi sobre la significación del Facundo: con Marechal y Sabato sobre la estructura de la novela; con Córdova Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro Colorado; pocos casos debe haber en nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad interdisciplinaria. Al mismo tiempo, con tan poco interés en dedicar su vida prioritaria-mente a cualquiera de esas disciplinas, pese a haber sido hasta el fin, un ávido y obsesivo lector de todas ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego.


'Urgencia por saber, para hacer: es decir el conocimiento como arma transformadora. Es que para Rodolfo no había actividad científica abstracta, había sólo una práctica teórica, absolutamente enraizada con las tareas de la liberación nacional y social. De él sí que, siguiendo Gramsci, puede decirse era un intelectual orgánico ligado al destino de la clase obrera y del pueblo. Porque toda su actividad estaba puesta al servicio del desarrollo político, del avance en la lucha de las clases postergadas: a las que se había integrado por una firme convicción, saltando por encima de su origen social, tratando de darles lo mejor de sí mismo.

'Pero esta urgencia vital no devenía en un sentimiento trágico de la misma. Todo lo contrario, sólo desde el optimismo esperanzador se puede actuar de ese modo. Por otra parte, Ortega Peña era la contraimagen de la solemnidad, un chico grande con una calidez y una ternura que muchas veces con infantil vergüenza por mostrarse desnudo en sus sentimientos, pretendía sepultar con su aplastante racionalidad, esa que se convertía en un arma implacable sólo con los enemigos de los intereses colectivos.

'De esta manera su vida cotidiana no aparecía escindida entre la alegría de los hechos menores y una solemne y grave actitud ante las grandes perspectivas de su existencia, las que integraba en un continuo sin contradictorias percepciones'.

Su humanismo ético y revolucionario

Hace cuatro años, cuando se inauguró por disposición del Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires la plazoleta Rodolfo Ortega Peña en la Avda. 9 de Julio, allí donde le mataron, volví a precisar los rasgos de Rodolfo. Decía entonces:

'¿Cuál es el legado de Ortega Peña, su valor paradigmático, lo históricamente rescatable? Cuáles son los grandes trazos de su personalidad, aquellos que aspiramos a que queden indelebles en el tiempo. Porque la historia con sabiduría olvida la crónica política concreta para abstraer y esencializar los valores ejemplarizantes, dejando aquella, para los estudiosos e investigadores.

'¿Es posible ya, señalar, los valores perdurables de una figura como Rodolfo Ortega Peña que laboró con igual fervor, la política como la historia, el periodismo como el ejercicio de la abogacía aplicada en función social? ¿Es posible hacerlo pese a la complejidad de su postura ideológico-política, de este hombre visceralmente peronista, pero intelectualmente un obstinado gramsciano, que heredó la pasión argentina de su abuelo David Peña y como aquél, tributario del sueño alberdiano de construir una gran nación sobre bases jurídicas y económicas sólidas?




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