miércoles, 25 de septiembre de 2013

EL CASO BULACIO: ¿QUE PASO CON WALTER? / CORREPI



Recomendamos el siguiente enlace para acceder a toda la información sobre este caso: http://juiciowalterbulacio.wordpress.com/


¿QUÉ PASÓ CON WALTER?

Capitulo 5 del libro Represión en democracia -de la primavera alfonsinista al gobierno de los DDHH-. María del Carmen Verdú, Bs. As., Ed. Herramienta, 2009

El caso Bulacio

La imagen del rey, por ley,
Lleva el papel del estado:
El niño fue fusilado
Por los fusiles del rey.
José Martí, Versos Sencillos.


I.- Introducción

Un ejemplo concreto, la mayoría de las veces, vale más que mil horas de laboratorio esterilizado. La confrontación de las ideas con la forma en que los hechos suceden, y, sobre todo, con la manera en que se desenvuelven realmente las relaciones sociales, es la prueba irrefutable de su veracidad. La más elaborada, tentadora y abarcativa de las tesis, se derrumba como un castillo de arena cuando es alcanzada por la ola irrefrenable de la realidad, que demuestra, palmariamente, otra cosa. Cada una de las ideas desarrolladas en este texto ha sido puesta a prueba en el terreno de lo concreto, porque el trabajo que aquí se refleja no se hizo entre probetas y portaobjetos. La praxis que permitió sintetizar lo que en estas páginas se desarrolla, privilegió siempre ir de lo simple a lo complejo, de lo particular a lo general, y luego, desandando el camino, probar de nuevo cada hipótesis teórica a través del implacable filtro de la realidad. No se exponen en este texto opiniones, sino conclusiones que tiene un sustrato material concreto. Por eso es necesario este capítulo, que requiere cambiar el tono de la exposición, para relatar una historia particular, la de un pibe que murió a los 17 años, y se convirtió en bandera de lucha. La historia de Walter Bulacio, o mejor dicho, la historia que empieza después de su muerte, es por sí sola una síntesis de todo lo que se viene desarrollando sobre las políticas represivas de los estados democráticos. Por eso merece un capítulo aparte, que aquí comienza.

En estos años hubo varios intentos de recons­truir, por escrito o para la pantalla, el llamado caso Bulacio. La complejidad de las alternativas procesales, el infierno de “chicanas” dilatorias, la aridez de las decisiones -o indecisiones- judiciales, confrontadas con el fragor de la movilización popular que convirtió al pibe rockero de Aldo Bonzi en ícono juvenil de la lucha contra la represión, hizo que casi todos los proyectos quedaran en el camino, con excepción de algún trabajo académico como la tesis elaborada por la Lic. Sofía Tiscornia.

Es necesaria una advertencia para lectores incautos. Todo lo que sigue es rigurosa verdad, verificable en su documentación para quien desee hacerlo. No hay en todo el texto un sólo dato que nos conste como falso. Expresamente se indica el caso de informaciones que nos llegaran de manera anónima no corroborada o por versiones periodísticas. En ese aspecto el rigor es total. Sin embargo, los que pretendan una simple crónica de los hechos, deben abandonar aquí la lectura. Las páginas que siguen reflejan las cosas tal como fueron y tal como son, pero no somos espectadores que observan un proceso desde la tribuna. Este es un relato en primera persona, de Walter, de su muerte y de la causa judicial que la siguió; de la calle, de las marchas, de los recitales, de la organización popular. Y también nuestro, porque la historia de Walter es, además de parte de mi vida, la historia del nacimiento de una nueva experiencia de organización y lucha que se llama CORREPI.
II.- Los Hechos: “Caímos por estar parados”

Walter Bulacio tenía 17 años. Cursaba 5º año del secundario en el Colegio Nacional Rivadavia. Era estudioso, y le gustaba escribir cuentos. Era fanático de San Lorenzo y de los Redondos, y estaba pensando en ser abogado. Sabía que sus padres no podían pagarle el viaje de egresados, por eso había conseguido un trabajo como “caddie” en el campo municipal de golf.

Un día de junio de 1991, a las 8 de la mañana, el juzgado nos notificó que estaba todo dispuesto para trasladar a Walter al cementerio de Gral. Villegas. Después de varias semanas de trámite, habían aceptado nuestro pedido de proveer una ambulancia pública, porque un servicio privado cobraba lo mismo que ganaba su padre en un mes.

Su abuela y yo éramos las únicas que estábamos a esa hora en el centro de la ciudad. Nos encontramos en la comisaría 5ª y fuimos juntas a la morgue. Un atildado subcomisario, cuyo apellido, en el colmo del oxímoron, era Lacana, nos informó que “por razones de procedimiento” era imperativo reconocer el cuerpo antes de cerrar el féretro. Ésa fue la única vez que lo vi, después de la segunda autopsia para la que fue exhumado tras cuarenta días en la tierra. Un cuerpo adolescente, que tres meses antes era el mimado de su abuela, yacía descarnado en un cajón ordinario de pino. ¿Cómo empezó todo?

El 19 de abril de 1991 Patricio Rey y los Redonditos de Ricotta tocaban en el estadio Obras. Un grupo de chicos de Aldo Bonzi alquiló un micro, porque resultaba más barato que viajar en colectivos de línea. A las 9 de la noche llegaron al barrio porteño de Núñez. Los que tenían entradas compradas de antemano se pusieron en la cola. Los que no las habían sacado, se desesperaron al saber que estaban agotadas.

Walter tenía la plata que le había dado la abuela para comprar la entrada. Con un amigo dio un par de vueltas, tratando de encontrar un “reventa”. La cosa pintaba pesada, con un operativo policial inmenso. Muchos celulares, patrulleros y colectivos apostados, esperando la orden de empezar a cazar. Los chicos no se resignaron a perderse el recital. Rodeando la reja del Club Obras Sanitarias encontraron un hueco por donde entrar. Apenas unos minutos después volvían hacia la calle y eran subidos a los colectivos a palo limpio por personal policial. Seguramente ni Walter, ni el centenar de detenidos, ni los policías, ni los seis mil adolescentes que se agolpaban en las inmediaciones del estadio, suponían que empezaban a protagonizar lo que perduraría en la memoria argentina como “El caso Bulacio”.

Nada diferenciaba ese operativo de las “razzias” que las policías provinciales o la policía federal realizan a diario en recitales o partidos de fútbol en todo el país, deteniendo arbitraria e indiscriminadamente miles de personas por año. Al enorme despliegue de efectivos uniformados, apoyados por patrulleros, camiones de la guardia de infantería e hidrantes, se sumaban las brigadas antimotines, las de la división canes y los colectivos de línea, requisados de la empresa varias horas antes. Un operativo semi privatizado, contratado por la organización del espectáculo a través del mecanismo de “servicios adicionales”.

Aproximadamente un centenar de chicas y chicos fueron detenidos. Sólo setenta y tres de ellos fueron anotados en los libros de la Comisaría 35ª, con jurisdicción en la zona y a cargo del jefe del operativo, comisario Miguel Ángel Espósito. Las detenciones se produjeron entre quienes estaban “aglomerados” a las puertas del estadio, como explicaría el propio Espósito más tarde, y en algunos bares de la zona que -supimos después- eran remisos a colaborar con la cuota “voluntaria” exigida por la “cooperadora policial”. Un ex policía, oficial en la 35ª a la fecha del suceso, relataría, años después, ante la jueza María Cecilia Maiza, que, para “matar dos pájaros de un tiro”, el comisario decidió aprovechar el servicio contratado por los Redondos para “tumbar” al bar Heraldo Yes, que hoy ya no existe, cuyo propietario se negaba a hacer aportes económicos “espontáneos” a la “taquería”.

Casi todos los clientes que estaban en ese comercio fueron detenidos en forma personal por el comisario Espósito, quien explicó esas detenciones en sede judicial diciendo que “en algunas mesas había botellas de cerveza”, por lo que procedió a los arrestos “para prevenir los males mayores acarreados por la ingesta de bebidas alcohólicas”. No había un solo menor de 18 años entre los parroquianos del Heraldo Yes, ni se labró una sola actuación contravencional por “ebriedad” esa noche en la comisaría.

El traslado de los detenidos a la comisaría fue hecho en los colectivos gentil y gratuitamente cedidos por la empresa de transporte de pasajeros MODOSA, con terminal en la zona, en cuyos talleres los uniformados recibían también, según consta en el expediente, atención mecánica sin cargo para los patrulleros. No hay constancia de qué tipo de contraprestación obtenían a cambio de esos favores los dueños de la empresa de colectivos…

Durante los traslados se produjeron todo tipo de incidentes protagonizados por los efectivos policiales y los civiles detenidos. Un joven de poco más de 20 años increpó a un policía, señalándole -erróneamente- que ambos eran, en definitiva, trabajadores. El indignado uniformado la arremetió a golpes contra el muchacho, que logró escabullirse de los machetazos saltando por la ventanilla abierta del colectivo. A las pocas cuadras fue nuevamente apresado, y arrastrado de vuelta al vehículo. Hay constancias en la causa de que este joven, obrero ferroviario, volvió a ser salvajemente golpeado en los calabozos del subsuelo de la comisaría 35ª. Lo acreditan varios testimonios de quienes creyeron luego que se trataba de Walter. A la mañana del día siguiente fue revisado por la Dra. María Esmeralda Giacchino, médica de guardia del Hospital Pirovano, quien concurrió a la comisaría a pedido del comisario. El golpeado muchacho le pidió que labrara un acta dejando constancia de sus múltiples lesiones, a lo que la profesional se negó. Minutos después de que la Dra. Giacchino conversara a solas con el comisario, el ferroviario fue dejado en libertad, con la expresa advertencia de que no volviera a aparecer por la zona. La Dra. Giacchino volvería a la comisaría unas horas más tarde para atender a Walter.

Cuando fue citada a declarar en el juzgado, la médica omitió relatar este primer episodio, que fue conocido a través de los testimonios de quienes ocupaban los calabozos y del propio afectado. Sólo dijo que concurrió a las 9 de la mañana para asistir a un joven “con un pequeño problema”. Ello le valió la promoción, por denuncia nuestra, de una causa por falso testimonio. El damnificado, cuyo nombre reservamos ya que nunca quiso hacer pública su historia por temor a represalias, no se constituyó en querellante en la causa y la médica fue sobreseída poco después por el juez Andina Allende.

A medida que los cargamentos de detenidos llegaban a la 35ª, los muchachos eran amontonados en la guardia y salas adyacentes. Algunos de los detenidos exhibían a los policías la entrada para el recital, asumiendo con naturalidad que la policía tenía “derecho” a detener a los que no las tenían. Varios de los que declararon ante los sucesivos jueces de la causa recordaron que había una chica, detenida en uno de los bares, que gritaba indignada que era la sobrina del comisario. Relataron estos testigos que los policías la pusieron inmediatamente en libertad, y, para que los perdonara por el indebido arresto, le dieron un par de entradas sustraídas a otros detenidos. Nunca pudimos constatar la identidad de esa muchacha, y si realmente era pariente de Espósito, pero la mención aparece en media docena de testimonios de personas que no se conocían entre sí, entre ellos los dueños de las entradas que se consideraron damnificados por hurto.

A lo largo de varias horas, los detenidos fueron lentamente “clasificados” por edad y sexo. Los mayores de edad fueron alojados en los calabozos, y los menores -entre ellos Walter Bulacio- fueron llevados a la denominada “Sala de Menores”. Toda dependencia policial debía contar, de acuerdo a las reglamentaciones vigentes a la fecha, con un lugar adecuado para los menores de 18 años, diferente de una celda. Tal infraestructura, en la comisaría 35ª, estaba reducida a un eufemístico cartelito que colgaba sobre la puerta de hierro de un calabozo sin ventanas, con una silla por único mobiliario. Allí fueron encerrados once menores de edad aquella fría madrugada de abril de 1991.

Nos llamó la atención, cuando pudimos ver los libros de la comisaría, que los menores eran, de acuerdo al horario de ingreso, los últimos que habían sido detenidos. Sin embargo, los testigos coincidían en que el grupo en el que estaba Walter fue de los primeros en “caer”, alrededor de las 21:30. La explicación llegó muchos años después, cuando el controvertido ex policía Fabián Sliwa relató ante la jueza que “los menores fueron dejados para el final, anotando primero los mayores”, para “ganar tiempo” y no tener que labrar expedientes.

Sliwa también nos iluminó acerca del método elegido para decidir qué causa de detención se anotaba en relación a cada detenido. “Era un ping-pong”, dijo. “El oficial me decía ‘a este ponele ebriedad, a aquél para identificar’. Donde dice una cosa podría decir la otra.”.

Una vez tomados los datos personales -fue Sliwa quien los anotó durante gran parte de la noche- los menores fueron llevados de a uno por el largo pasillo que conduce a la sala de menores. Según el ex oficial “arrepentido”, el comisario Miguel Ángel Espósito, enojado con su personal porque se habían excedido en el número de detenidos y ya de madrugada “la comisaría era un despelote” y él no se podía ir a dormir, descargó su ira golpeando a Walter en la cabeza con el machete reglamentario del agente Atienza, mientras éste y el sargento Paloschi lo llevaban por el pasillo.

Los chicos que compartieron el calabozo con Walter contaron que, desde que lo entraron, se quedó muy quieto en un rincón. Tenía frío y estaba muy asustado. Era la primera vez que lo detenían. Por eso, o porque no lo veían bien, le dieron la única silla. Los demás, quizás con más experiencia, se tiraron en el piso e intentaron dormir. Con la naturalización que deliberadamente genera el atropello cotidiano, optaron, en sus propios términos, por “quedarse tranqui”. La expresión aparece textualmente en una decena de testimonios de los pibes que, preguntados si querían instar la acción penal por privación ilegal de la libertad u otros delitos, contestaron “no”. A medida que pasaron las horas los padres empezaron a llegar a la comisaría a buscarlos, una rutina familiar para muchos.

Al amanecer, sólo Walter y otros dos menores quedaban en la celda. Walter no estaba bien. No podía pararse y hablaba con dificultad. Cuando vomitó, los chicos empezaron a llamar a la guardia. Un rato después los policías llevaron a Walter a la oficina de guardia, donde volvió a vomitar. Uno de sus compañeros de encierro fue obligado a limpiar el piso y a lavar el trapo que usó.

Alrededor de las 11 de la mañana, llegó la ambulancia con la misma doctora Giacchino que había estado más temprano en la comisaría. Minutos después, sin notificar a los padres ni al juez de menores de turno, Walter era internado de urgencia en el Hospital Pirovano.

Mientras tanto, en Aldo Bonzi, la madre de Walter estaba tranquila. Su hijo le había dicho que, como el recital terminaría tarde, iría directamente a trabajar al club de golf, donde entraba a las cinco de la mañana, y volvería a su casa por la tarde. Cerca del mediodía fue liberado el muchacho que tuvo que limpiar el vómito. Ni bien llegó a Aldo Bonzi mandó a su hermana para que avisara a los padres de Walter. Así se enteró Graciela Scavone de Bulacio, la tarde del sábado 20 de abril de 1991, que su hijo estaba detenido en la comisaría 35ª desde la noche anterior.

Graciela y Víctor Bulacio llegaron al barrio de Núñez cerca de las siete y media de la tarde. “Su hijo está internado, porque estaba borracho y drogado”, les dijeron. Corrieron al Hospital Pirovano, pero Walter había sido trasladado al Fernández para sacarle una radiografía, porque el aparato de rayos equis del primero no funcionaba. Cuando llegaron al hospital de Palermo, ya había sido devuelto al Pirovano. Poco antes de las once de la noche, veinticinco horas después de su detención, Graciela y Víctor vieron a su hijo.

“¿Te pegaron negrito?”, contó Víctor que le preguntó. Walter, que ya no hablaba, inequívocamente asintió con la cabeza. Al llegar al Hospital Fernández, sin embargo, todavía articulaba palabras. Cuatro años después, citado como testigo en la causa civil, el Dr. Fabián Vítolo repitió ante el Juzgado en lo Federal Civil y Comercial nº 2 su diálogo con el joven paciente. “Respondía órdenes y preguntas simples, entonces le pregunté si le habían pegado en la cabeza, y dijo que sí. Cuando le pregunté quién le había pegado, dijo LA YUTA”.

El Dr. Vítolo ya había declarado dos veces ante la instrucción penal entonces a cargo del Dr. Víctor Pettigiani, la primera en 1991. Consta en el expediente civil que en ninguna de esas oportunidades dijo que había hablado con Walter “porque no se lo preguntaron, y no sabía qué quería decir ‘yuta’”…

El domingo 21 de abril al mediodía, Walter fue trasladado, a pedido de sus padres, al Sanatorio Mitre, incluido en la cartilla de su obra social. Lo acompañaba un certificado del Dr. Tardivo del Pirovano informando “golpes faciales varios de 36 horas de evolución”. Hacía un día y medio que había entrado a la comisaría.

Los días siguientes fueron agitados en el sanatorio. A los padres y a la abuela de Walter se sumaron el resto de la familia, los amigos y compañeros del colegio. No tardaron en llegar los medios, que cubrieron ampliamente la agonía del “estudiante detenido en un recital de rock”. El comisario Espósito, vestido con ropas deportivas, se encargaba personalmente de empezar a construir su defensa, sugiriendo al vecino de Aldo Bonzi, aquel que limpió el vómito, “que no se olvidara que en la comisaría los trataron bien”.

El 26 de abril de 1991, una semana después de su detención, Walter Bulacio murió. Desde entonces, el operativo del 19 de abril de 1991 en el estadio Obras dejó de ser una razzia más entre tantas, para convertirse en “la noche que se llevaron a Walter”. En la comisaría, quedó el graffiti rudimentariamente grabado en la pared de la sala de menores: “JORGE, WALTER, KIKO, ERIK, LEO, NICO, NAZARENO, BETU Y HECTOR. CAIMOS POR ESTAR PARADOS. 19/4/91”.
III.- El inicio de la causa

El 1º de mayo de 1991 hacía frío y llovía. Nos encontramos con Víctor Bulacio en un bar al lado del viejo Canal 13, donde él y los compañeros de colegio de su hijo habían sido entrevistados por Liliana López Foresi. Nos dijo: “quiero llegar al fondo, quiero saber lo que pasó con Walter y que se castigue a los responsables”. En menos de 48 horas estaba presentada la querella en la causa judicial, que ya había cambiado de juzgado.

Inicialmente intervino el Juzgado de Menores nº 9, del Dr. Víctor Pettigiani. Al producirse la muerte de Walter el día 26 de abril, el Dr. Pettigiani se declaró incompetente y remitió las actuaciones al Juzgado de Instrucción de Mayores nº 5, del Dr. Barbarosch. Allí pudimos presenciar las primeras dos declaraciones testimoniales, tomadas por el secretario del juzgado, el Dr. Gustavo Ferrari. Jorge C. de 17 años y Jorge “Kiko” M., de 15, eran los dos menores que estaban con Walter cuando su descompostura se hizo evidente.

El primero era el vecino de Bonzi que mandó avisar a la madre de Walter, el mismo que tuvo que limpiar el piso de la comisaría, y al que Espósito “recordó” en el sanatorio Mitre lo bien que lo habían tratado. El segundo había visto a Walter por primera vez en el calabozo. Igual que haría la mayoría de los demás detenidos, hablaron de la brutalidad del operativo, de las detenciones y de los traslados con la naturalidad con que se habla de algo cotidiano asumido como normal. A pesar de que ninguno de ellos se consideró damnificado ni quiso instar la acción penal, el juzgado ordenó extraer copias autenticadas de sus declaraciones para que un juzgado de menores investigara posibles delitos cometidos contra otros jóvenes, además de Walter.

El Juzgado de Mayores nº 5 estaba vacante debido a un serio problema de salud sufrido por el Dr. Barbarosch. Lo suplieron sucesivamente el Dr. Luis Niño y la Dra. Silvia Cosoy. Fue el primero de ellos quien suscribió la decisión de dividir la causa, reservando para el juzgado de instrucción la investigación de la muerte de Walter y remitiendo a un juzgado de menores la cuestión de las circunstancias que rodearon la detención.

Los testimonios de los dos chicos pasaron al juzgado del Dr. Miguel Del Castillo (Menores nº 16), quien aceptó nuestra oposición a que se dividiera la causa. El juez Del Castillo reconoció que no se podía sacar del contexto de violencia relatado por los jóvenes testigos la ocurrencia de la muerte de Walter Bulacio, ni analizar tales circunstancias olvidando que en ese marco se había producido la muerte de un menor. El 22 de mayo de 1991, la Cámara Nacional de Apelaciones resolvió la cuestión, ordenando la intervención del Juzgado de Instrucción de Menores nº 9.

El 24 de mayo de 1991, reunificada la causa ante el juez Pettigiani, y levantado el secreto del sumario, pudimos ver las actuaciones.

Lo primero que nos llamó la atención fue un informe, a fojas 7 del entonces delgado expediente, firmado por el comisario Miguel Ángel Espósito, titular de la 35ª. Se trataba de una respuesta al requerimiento de la comisaría 7ª, que inició las actuaciones por denuncia de los médicos del Sanatorio Mitre, en la cual, con el característico lenguaje policial, Espósito informaba que había procedido a la detención de mayores y menores en oportunidad del recital de Patricio Rey y los Redonditos de Ricotta pues los jóvenes se encontraban “aglomerados en las inmediaciones del estadio sin causa justificada”.

Luego venía la sorpresa: respecto de los menores, explicaba Espósito, no se informaron las detenciones al juez de turno “por aplicación del MEMO 40”. Esta afirmación, deslizada como algo natural por el comisario, se convertiría en la gran discusión jurídica que llegaría hasta la Corte Suprema y la Corte Interamericana de DDHH, ya que se trataba de una comunicación administrativa policial (orden interna) que desde hacía 26 años la policía federal aplicaba sistemáticamente en casos de detenciones de menores, y que, básicamente, establecía que, aunque la primera obligación legal de un policía al detener un menor de 18 años era dar aviso al juez de menores para que éste determine la conducta a seguir, cuando el personal instructor considerara que eso no era necesario, podía no hacerse.

Fue necesario que muriera Walter Bulacio para que el Memorandum 40 tomara estado público, pero la respuesta institucional demostró que en realidad el sistema informal era el que resultaba funcional para todos. No hubo un pronunciamiento judicial que condenara de inmediato la asunción por parte de la policía de facultades legislativas, ni una ley del congreso que reafirmara su propia competencia. Con la misma arrogancia legisferante con que fue dictado en 1965 por la policía federal, el memo fue derogado por el jefe de la policía Jorge Passero, quedando como una mera cuestión interna de cambio de opinión de la jefatura.

Un ejemplo perfecto de cómo aun las garantías escritas, declamadas como grandes conquistas por los defensores de las instituciones, ceden ante las necesidades represivas del sistema, poniendo en evidencia su esencia.

Dieciocho años después, a raíz de un habeas corpus interpuesto por un defensor oficial de La Plata en beneficio de todos los menores de 18 años detenidos por la policía sin orden judicial ni en caso de flagrancia, encontraríamos otro ejemplo del mismo procedimiento administrativo, calificado como “simple vía de hecho” por el juez contencioso administrativo Luis Federico Arias, aplicado a diario del otro lado de la General Paz, esta vez denominado “entrega del menor” [1].
IV.- El muro azul de silencio

Con la comprobación de que por lo menos 73 personas habían sido detenidas sin causa alguna, más el agravante de la situación de clandestinidad de los detenidos menores de edad, uno de los cuales había muerto, el 28 de mayo, el juez Pettigiani resolvió detener y procesar al comisario Espósito por los delitos de privación ilegal de la libertad, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. Espósito fue indagado con la asistencia del Dr. Federico María Hierro, abogado de planta del ministerio del interior. Dos horas más tarde, el juez le concedía la excarcelación, beneficio que conserva hasta el día de hoy. Inmediatamente después se dispuso el secreto del sumario, y durante ocho meses no pudimos acceder al expediente, lo que no impidió, con lo que sabíamos hasta entonces, que reclamáramos por escrito el procesamiento y prisión preventiva de Espósito por el delito de tortura seguida de muerte, y del resto de la cadena jerárquica policial, hasta llegar al ministro del interior, Julio Mera Figueroa, por no haber adoptado las medidas necesarias para evitar la comisión del delito de tortura en una dependencia bajo su mando.

Sobre el filo de la feria judicial de enero se levantó el secreto del sumario. Casi un centenar de personas que habían estado detenidas (una buena parte, no anotados en los libros de la comisaría) y unos cincuenta policías habían declarado, los primeros como testigos, y los segundos como “imputados no procesados”, la vieja figura del código procesal penal que entonces regía, que habilitaba a tomar declaraciones informativas, en la práctica casi una testimonial, pero con todas las garantías de una indagatoria. Los testigos civiles coincidieron en describir que el operativo estaba montado desde antes que se iniciara el recital; que las detenciones comenzaron sin motivo objetivo alguno, también antes que sonara el primer acorde en el escenario, mientras la gente hacía fila para entrar; que preferentemente eran detenidos los que no tenían entradas; que todos fueron maltratados, y golpeados, o vieron que otro fuera castigado. Salvo los once menores que compartieron el calabozo con Walter, que presenciaron parcialmente el inicio de su agonía, en el tumulto generalizado de las corridas y detenciones nadie reparó especialmente en él.

Las declaraciones de los policías hacen parecer la prosa mágica de García Márquez un simple informe meteorológico. Cuarenta y nueve policías afirmaron, con mínimas variantes, que “no vieron incidentes”, que “estuvo todo normal”, que “todos guardaron compostura”, que “estuvo todo tranquilo”, que “hubo aglomeraciones, pero no incidentes”. Ninguno admitió haber realizado detenciones. Sólo cuatro efectivos de la 35ª, un par de la 23ª y el grupo de la montada admitieron que vieron personas detenidas esa noche, aunque negaron haber intervenido. En una palabra, casi cien personas se arrestaron solas…

Un policía de apellido Villagra dijo que “le ordenaron ir en el colectivo de la línea 151 a llevar gente a la comisaría, pero no sabe si eran detenidos”. Otro policía, Albornoz, dijo que “vio un colectivo circulando continuamente con gente en su interior y policías, pero no puede afirmar adónde iban”. Un tal Guaita “vio gente en la 35ª cuando fue a cambiarse, pero no sabe si eran detenidos o demorados porque ya no estaba de servicio”. Pero el premio a la creatividad se lo llevó el agente Barrios, que juró que no vio que nadie fuera detenido porque estuvo las ocho horas de su servicio en la puerta principal de acceso del estadio, de espaldas a la calle, y nunca se dio vuelta…

Tampoco tuvieron desperdicio las diferentes “justificaciones” para las detenciones ensayadas en sus distintas declaraciones por el comisario Espósito y el subcomisario Muiños. Dijeron que detuvieron personas porque “se hallaban en las inmediaciones del estadio sin causa justificada”; porque “no acataban las directivas de la policía y bailaban fuera del estadio”; porque “es costumbre de Los Redonditos de Ricotta simular retirarse y volver a ejecutar sus canciones en forma imprevista y repentina, lo que origina violentos encontronazos entre los que salen con los que pugnan por ingresar, generándose peleas y avalanchas, justificándose así el operativo”; porque “con el fin de prevenir el mal mayor que trae la ingesta de bebidas alcohólicas se detuvo a los parroquianos del Heraldo Yes”; finalmente, “por romper el orden en las filas de ingreso”.

Lo que ni las hilarantes excusas policiales pudieron desdibujar fue el concertado acuerdo para crear confusión acerca de la naturaleza y conducción del operativo. Como si se tratara de un concurso para demostrar quién aplicaba mejor las tesis de irresponsabilidad institucional que comentamos en el primer capítulo, todos los policías dijeron que no sabían exactamente quién estaba a cargo. Uno de ellos, sin ponerse colorado, dijo que sólo vio a los bomberos en el lugar. Tiempo después, y merced a ciertas confidencias motivadas por la conciencia abrumada de un funcionario judicial que intervino en la instrucción, supimos que el subcomisario Alberto César Muiños, abogado y tercer jefe de la dependencia, fue el encargado de preparar las declaraciones policiales, indicando lo que cada uno debía decir. El “monje gris de la defensa”, como lo llamó ese funcionario judicial, seleccionó uno a uno al personal que blanquearía como presente en el operativo, eligiendo los más “hábiles declarantes”. Esto quedó comprobado en febrero de 1995, cuando desde la cárcel de Caseros pidió declarar el ex oficial Fabián Sliwa, que además de señalar a Espósito como autor del golpe fatal recibido por Walter y de explicar cómo funcionó la razzia, dijo que Muiños lo excluyó de la lista de policías que pondría a disposición del juez pues no se iba a atener al libreto oficial.

Mientras esto ocurría en la causa penal, la policía federal ya había resuelto que el comisario Espósito era inocente. El sumario interno, respecto del cual el ministerio del interior es la autoridad jerárquica, concluyó, el 29 de mayo de 1991, es decir, apenas a 40 días del hecho, que “No surge extralimitación en el accionar del susodicho y corresponde suspender toda actividad disciplinaria relacionada al hecho”. Ese sumario sería reabierto más de una década después, cuando el fiscal general de investigaciones administrativas, Alejandro Garrido, pidió que se exonerara a Espósito, una de las sanciones impuestas al estado argentino por la Corte Interamericana de DDHH en su condena de septiembre de 2003. Por descontado que no hubo modificación alguna a lo resuelto un mes y diez días después de la muerte de Walter Bulacio, y Miguel Ángel Espósito, aunque retirado, siguió perteneciendo a la PFA hasta septiembre de 2008. Sólo entonces, después de que la Corte IDH convocara una inusual audiencia de seguimiento del (in)cumplimiento de la sentencia dictada cinco años antes, el ministro Aníbal Fernández anunció que el comisario había sido exonerado[2].
V.- Una “práctica policial habitualmente vigente”

En los primeros días de febrero de 1992, la querella hizo una larga presentación ante el juez Pettigiani, analizando las declaraciones testimoniales y las de los policías, reiterando que se debía dictar la prisión preventiva del comisario Espósito por aplicación de tormentos, y el procesamiento de toda la cadena de mandos policial a la fecha de la detención y muerte de Walter Bulacio, en especial del jefe de policía, comisario general Jorge Passero, del subcomisario Alberto Muiños, de personal subalterno y del ministro Julio Mera Figueroa. El Dr. Chávez Paz era el fiscal de la causa, es decir, el funcionario investido con la pretensión punitiva del estado y la titularidad de la acción penal. En una entrevista, por esos días, con los abogados de la querella, el funcionario dejó bien claro que lo de “representar los intereses de la sociedad” debe entenderse como “representar los intereses de la clase dominante”. “La culpa la tuvo el rock”, aseguró. “Yo no dejo a mi hija adolescente ir a recitales de rock porque es una música que fomenta la violencia”. El 12 de febrero, el fiscal pidió el sobreseimiento del comisario Espósito y el archivo de la causa, considerando que “contra los dichos de los jóvenes se contraponen las versiones del personal policial”.

Este sería el primero de la larga serie de dictámenes y resoluciones judiciales que se acumulan en la causa, demostrando que, para el estado argentino, y todos sus gobiernos desde 1991, el caso Bulacio ha resultado bastante más que la investigación sobre las circunstancias en que murió un adolescente después de ser irregularmente detenido. No alcanza, para entender la contumaz defensa de la legalidad del operativo de abril de 1991, suponer que hubo solamente una decisión política de proteger al comisario Espósito. Esto ocurrió, efectivamente, y de manera muy evidente, durante la presidencia de Carlos Menem, cuyos sucesivos ministros del interior, Mera Figueroa, Manzano y Corach se ocuparon personalmente de presionar jueces y de garantizar la mejor defensa técnica para su subordinado, incluso aportando fondos reservados para afrontar los costos crecientes. Pero para cuando De la Rua, Duhalde y Kirchner sucedieron a Menem, el comisario ya no conservaba vínculo personal o institucional alguno que diera razones para la sostenida serie de decisiones judiciales que, llegando en algunos casos al disparate, muestran sin fisuras que todos los gobiernos se propusieron silenciar el caso Bulacio, garantizar la impunidad de los responsables y preservar sus herramientas represivas.

La forma compacta en la que jueces, camaristas y ministros de la corte han hecho causa común para cerrar la investigación, incluso desobedeciendo la sentencia de la Corte Interamericana que llegaría en septiembre de 2003, sumado a los esfuerzos del poder ejecutivo y del poder legislativo en la misma dirección, sólo cobra sentido cuando nos apartamos un poco de los hechos, e identificamos lo que verdaderamente se discute en esta causa: el sistema de facultades policiales para detener personas arbitrariamente.

Ningún otro hecho concreto de nuestra historia reciente expone de manera tan clara, incluso dentro de su recipiente natural, la institucionalidad democrática, el aceitado mecanismo de normas, usos y costumbres que se da el estado para que sus fuerzas de seguridad sean efectivas en la defensa de los intereses por los cuales existen. Por eso, cuando el juez Pettigiani eligió un camino intermedio entre la acusación de la querella y el olvido propuesto por el fiscal, se inició un derrotero procesal que todavía no ha terminado, y que, de tan perverso y confuso, deja a Franz Kafka reducido a un pobre cronista cotidiano, mientras pone a la luz la única cara del aparato judicial: la que mira y obedece al poder.

De acuerdo al procedimiento que entonces regía, el viejo código procesal penal que todavía hoy se aplica a esta causa, el juez dictó la prisión preventiva -sin revocar la excarcelación- de Miguel Ángel Espósito solamente por el delito de privación ilegal de la libertad calificada, y lo sobreseyó respecto de todos los demás delitos. La defensa, ya a cargo de Pablo Argibay Molina, apeló. El recurso, supuestamente por riguroso sorteo, fue recibido por la Sala VI de la Cámara, integrada entonces por los Dres. Carlos Elbert, María Cristina Camiña y Carmen Argibay, que tuvo que excusarse por ser prima hermana del defensor del comisario.

El 19 de mayo de 1992 los dos primeros camaristas, de gran prestigio como “garantistas” y defensores de las libertades democráticas, resolvieron revocar la prisión preventiva afirmando que “aunque el procedimiento [de detenciones de menores al amparo del Memo 40] fue a todas luces inconstitucional, Espósito pudo no ser consciente de ello”, y, además, porque el uso de esa norma policial, aunque contraria a las leyes y a la constitución, era “una práctica policial habitualmente vigente”, lo que le daba suficiente legitimidad.

Aunque, con posterioridad, la Cámara se superó a sí misma y produjo fallos todavía más dislocados, esa frase es el resumen de toda la discusión técnica en la causa Bulacio. Si el Memo 40 se venía aplicando sin fisuras desde hacía 26 años; si los jueces ni se habían preocupado por saber qué pasaba cuando un menor de edad era conducido a una comisaría, y en los pocos casos que supieron de la existencia del procedimiento inventado por la policía, lo habían convalidado y mantenido en secreto; si, en definitiva, esa era una práctica policial habitualmente vigente, ¿cómo tolerar que, con la excusa de un rockerito muerto, lo vinieran a cuestionar, lo denunciaran públicamente, y pusieran en crisis todo el mecanismo que tan bien funcionaba para asegurar el orden?.

El juez Pettigiani de inmediato sobreseyó provisoriamente al comisario, aunque para proteger su conciencia dejó a salvo su desacuerdo con el fallo de la Cámara. La querella apeló, reclamando el procesamiento. También la defensa recurrió a la Cámara, pidiendo un sobreseimiento definitivo. Empezaban a fijarse las posiciones en la larga batalla que ya lleva más años que los que tenía Walter cuando una práctica policial habitualmente vigente lo mató.
VI.- Jueces del anochecer, polizontes del horror

El 13 de noviembre de 1992, después de que diversas instancias rechazaran la recusación de los camaristas Elbert, Camiña y Argibay impulsada por la querella, que también solicitó su juicio político por prejuzgamiento y grosero desconocimiento del derecho, el comisario fue sobreseído definitivamente. En su parte medular, decían Elbert y Camiña que “más allá de las connotaciones políticas que se pretenden dar al proceso” y aunque las detenciones fueron sin dudas inconstitucionales, no se advertía responsabilidad penal alguna. Allí hubiera terminado la causa Bulacio si sus padres no hubieran sido querellantes, pues el fiscal de instrucción y el fiscal de cámara consintieron el fallo.

Después de un planteo de reposición que fue rechazado en una brevísima resolución que ocupó más renglones para sancionarnos por emplear lenguaje “inadecuado” y para ordenar la tacha de la cita que cerraba uno de los escritos de la querella, se sucedieron el recurso extraordinario, y, finalmente, el recurso de queja ante la Corte Suprema.

Esa primera vez que la causa Bulacio llegó a la Corte Suprema estuvo acompañada de los momentos más activos y visibles de la movilización popular. Las marchas y festivales “Por Walter y por todos” convocaban miles de jóvenes, y los medios de comunicación seguían con atención las idas y vueltas del expediente. Hasta la exigencia formal de un pago de $1.000 (a la fecha, mil dólares) como tasa de justicia para ingresar el recurso de queja se convirtió en una instancia de denuncia y propaganda. El dinero se recaudó en menos de dos semanas a través de una campaña pública, mediante la venta en la calle de mil bonos con la leyenda “Justicia para ricos – Necesitamos u$s1.000 para que Walter llegue a la corte”. Toda esta presión surtió efecto cuando, pocos días antes de cumplirse tres años de la muerte de Walter, la Corte Suprema, por unanimidad, hizo lugar a la queja de la querella y mandó volver a procesar al comisario.

El fallo del 5 de abril de 1994 recién se cumplió a fines de 1995, cuando la jueza María Cecilia Maiza volvió a dictar auto de procesamiento contra el comisario. A principios del año siguiente se cerró la instrucción, y para el mes de marzo la causa fue elevada al juzgado de sentencia, donde la querella y la fiscalía -ahora a cargo de la Dra. Mónica Cuñarro- presentaron sus acusaciones formales entre abril y mayo de 1996. Aunque transcurrieron trece años, esos fueron los últimos actos que impulsaron el trámite contra el comisario Espósito, cuya defensa se dedicó desde entonces, con particular eficacia, a dilatar los plazos y estirar los términos. Como puede verse en el cuadro inserto en el apéndice, los varios cuerpos que creció el expediente desde 1996 son exclusivamente cuestiones incidentales planteadas por la defensa del comisario, que logró, en junio de 2002, apartar a la madre de Walter como querellante (Víctor había fallecido tiempo antes) e inmediatamente, antes de terminar el año, que se declarara prescripta la acción penal.

Mientras tanto, había tramitado la causa ante el sistema jurisdiccional regional (CIDH y Corte IDH). La denuncia ante la CIDH se hizo al cumplirse un año de parálisis del trámite interno desde las acusaciones formales, y con bastante más diligencia, para fin de 2001 ya se había producido el informe considerando violados los derechos a la vida, integridad física y libertad de Walter, y al acceso a la justicia de sus familiares. La Comisión y los representantes de la familia demandamos al estado argentino ante la Corte IDH a principios de 2002. En febrero de 2003 se realizaron las audiencias de prueba, y el 18 de septiembre de ese mismo año el organismo jurisdiccional americano dictó sentencia.

En el neutral lenguaje de estilo de los tribunales internacionales, los jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos ubicaron correctamente la médula del caso Bulacio, cuando dijeron: “La Corte considera probado que en la época de los hechos se llevaban a cabo en la Argentina prácticas policiales que incluían las denominadas razzias, detenciones por averiguaciones de identidad y detenciones por edictos contravencionales de policía. El Memorandum 40 facultaba a los policías para decidir si se notificaba o no al juez de menores respecto de los niños o adolescentes detenidos (supra 69.A.1). Las razzias son incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales, entre otros, de la presunción de inocencia, de la existencia de orden judicial para detener -salvo en hipótesis de flagrancia- y de la obligación de notificar a los encargados de los menores de edad. (…)”.



Y, como parte de la condena, la Corte IDH ordenó al estado argentino, para garantizar que no se repitieran hechos similares (los que, digamos de paso, suceden por centenares cada año), que “[adopte] las medidas legislativas y de cualquier otra índole que sean necesarias para adecuar el ordenamiento jurídico interno a las normas internacionales de derechos humanos, y darles plena efectividad, de acuerdo con el artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (…)”. En otras palabras, que para estar a tono con el derecho internacional en materia de libertades individuales de las personas, se deroguen en Argentina las faltas y contravenciones, la averiguación de antecedentes, y toda otra facultad para detener personas por fuera de la flagrancia y la orden judicial.

No es necesario aclarar que, a cinco años de dictada esa sentencia, y a pesar de las reiteradas intimaciones cursadas por la Corte IDH en el marco del proceso de supervisión del cumplimiento de la sentencia, los sucesivos gobiernos argentinos nada han hecho al respecto, porque simplemente no pueden hacerlo: cumplir la condena en el caso Bulacio los privaría de sus más esenciales herramientas represivas. Ése es uno de los motivos del reiterado incumplimiento, que tiene escandalizado al organismo internacional. El otro, es que la Corte IDH consideró que el delito del que fue víctima Walter, y por extensión, todo crimen policial, es un crimen de estado, y como tal, es imprescriptible. Peligroso precedente, que podría ser invocado en todos y cada uno de los casos de gatillo fácil, de tortura, de detenciones ilegales, para sostener viva la acción penal a pesar de las demoras y dilaciones habituales.

La Corte Suprema argentina tardó un año y tres meses en digerir el fallo y encontrar la forma de resolver el dilema. Finalmente, en la víspera de Navidad de 2004, los “renovados” cortesanos del kirchnerismo, se encargaron, por boca de Raúl Zaffaroni, de aclarar que no compartían el criterio de jueces interamericanos, aunque debieron reconocer que la resolución era de cumplimiento obligatorio. El fallo, del 23 de diciembre de 2004, impregnado de retórica progresista y garantista, es una brillante actualización de aquello que decían los funcionarios virreinales americanos cuando llegaban incómodas órdenes de la metrópoli: se acata, pero no se cumple.

Frente a la violación a los derechos de Walter y su familia, y a la comprobación, incluso dentro del estrecho margen de maniobra que ofrece el tribunal internacional, de la práctica policial de las detenciones arbitrarias y de la práctica judicial de la eterna dilación cuando los acusados son funcionarios públicos, la corte argentina eligió defender el derecho al debido proceso del comisario, argumentando que la condena internacional vulneraba su defensa en juicio, pues Espósito no había sido parte del proceso regional. Dejando a salvo su opinión en contra, la corte declaró que la acción penal no estaba prescripta por exclusiva imposición de la obligatoriedad de los fallos de la Corte IDH, y no se pronunció sobre los restantes aspectos de la condena internacional. No repuso a la familia como querellante, no ordenó la revisión de las normas y prácticas que habilitan detenciones arbitrarias, y no reconoció el carácter de crimen de estado del delito policial.

Unos años después, con el fallo Derecho que ya comentamos, cauterizaría la herida abierta en la lógica jurídica del sistema por el caso Bulacio, al fijar como doctrina nacional que “un caso aislado”, como Bulacio, como Bueno Alves, como los miles y miles de torturados, asesinados y encarcelados arbitrariamente por aplicación de las políticas represivas estatales, no responden a la obvia existencia de una política de estado.

El 14 de agosto de 2008, en Montevideo, la Corte IDH convocó a las partes a una audiencia, en la que exigió explicaciones al gobierno por el reiterado incumplimiento. La respuesta oficial fue tan inconsistente que, a fin de año, la Corte emplazó al Estado Argentino a ofrecer pruebas del cumplimiento, a más tardar, el 28 de febrero de 2009, fecha que, sabemos, llegará sin novedad alguna.

En cuanto a Bulacio, la causa sigue abierta y “en trámite”, sin que la familia ni CORREPI podamos acceder a ella[3]. El comisario, ya jubilado, está, como siempre estuvo, libre, y su defensa continúa dilatando el elefantiásico expediente, que técnicamente está en la misma etapa procesal que en junio de 1996. Eso sí, ya tiene querellante el voluminoso expediente. Mientras la madre de Walter fue nuevamente rechazada para recuperar el rol de particular damnificada que jamás debió perder, el juez Facundo Cubas no encontró objeciones a la petición del Ministerio de Justicia, Seguridad y DDHH, por intermedio de su Secretario de DDHH, Eduardo Luis Duhalde, “el bueno”, de ser tenido como parte acusadora. Siguiendo la lógica perversa de toda la causa, que muestra como pocas la lógica del sistema en su conjunto, el jefe directo del asesino se ha constituido como víctima, reclamando castigo para el viejo subordinado, que no hizo otra cosa que lo que le mandaron hacer.
VII.- Yo sabía, yo sabía…

El proceso judicial se fue desarrollando paralelamente a la movilización popular, con una profunda relación entre uno y otro escenario. El mismo día que asumimos la representación procesal de los padres de Walter, miles de jóvenes se reunieron frente al Colegio Nacional Rivadavia, en la Avenida San Juan, para marchar hacia el congreso. Lejos de las vueltas judiciales que tendría el expediente, desde ese primer momento estuvo claro cuál era el eje de la movilización popular. Las consignas contra los edictos policiales, la Doble A, el gatillo fácil y las torturas policiales surgían y se extendían naturalmente.

En la segunda marcha, un grito se hizo unánime, y se quedaría para siempre: YO SABÍA, YO SABÍA, QUE A WALTER LO MATÓ LA POLICÍA. Han pasado casi 18 años, pero en las canchas de fútbol, en los recitales, en las marchas contra el gatillo fácil o en los escraches a comisarías, más temprano que tarde, se escucha esa consigna, a veces cambiando el nombre de Walter por otro, a veces generalizando “a los pibes los mató la policía”. Hoy gritan Yo sabía… chicos que no habían nacido o eran bebés cuando mataron a Walter, pero que saben, saben porque no necesitan que nadie les explique cuál es el rol de la policía, porque lo viven en su propio cuero cada día de su vida.

Walter se convirtió, sin la menor intención de su parte, en bandera de la lucha antirrepresiva. Su nombre se convirtió en referencia ineludible en la organización contra la represión. También, al calor de la movilización originada por su detención y muerte, terminó de parirse una organización popular independiente que trata de sintetizar una praxis coherente entre su militancia y las ideas que sostiene, y que ha resistido todas las tentaciones del sistema, todos los cantos de sirena, todos los intentos de cooptación. Pero la historia de CORREPI merece un capítulo aparte.



Apéndice:
1. El Memo fantasma (recuerdos del futuro)

El 19 de abril de 1991, un conocido grupo de rock daba un concierto en el Estadio Obras. Al operativo policial de estilo se sumó el requerimiento de servicios adicionales, contratado por los organizadores del show. El saldo, más de un centenar de detenidos, de los cuales 73 fueron conducidos a la comisaría 35ª de la PFA y registrados en sus libros. Las detenciones de los mayores de edad fueron consignadas, aleatoriamente, como “para identificar”, es decir, la vieja facultad de detener personas para averiguar sus antecedentes, o bajo diversas figuras contravencionales -entonces regladas por los edictos policiales, hoy reemplazados por la ley 10 de la ciudad y sus modificaciones- como ebriedad, desorden o escándalo. En ningún caso se efectivizó el pedido de impedimentos ni se labraron expedientes por las faltas. En el caso de los menores de 18 años, el libro de detenidos sólo decía, crípticamente, “Ley 10.903”.

Nada hubiera distinguido esa noche de cualquier otra jornada de razzia si no hubiera sido por un detalle. En la mañana del día 20, uno de los menores, de 17 años, salió de la comisaría en ambulancia, con un grave cuadro neurológico. Un día y medio después, cuando fue trasladado en coma del Hospital Pirovano al Sanatorio Mitre, el resumen de historia clínica consignaba “golpes faciales varios de 36 horas de evolución”. El médico de guardia que lo recibió cumplió con la formalidad de poner en conocimiento de la comisaría de la zona que había ingresado un menor con lesiones. No sabía que acababa de dar inicio a la Causa Bulacio.

El oficial instructor de la 7ª se preocupó cuando verificó que el chico venía de estar detenido en la 35ª, de manera que mandó una nota a su titular, para que deslindara responsabilidades. El comisario Miguel Ángel Espósito respondió en una escueta página que obra a fojas 7 del expediente, que 18 años después, tendría más de 20 cuerpos. Allí informaba que en el marco del “operativo de prevención” montado durante el concierto, se detuvo a 73 personas “por hallarse aglomeradas en las inmediaciones del estadio sin causa justificada”. Respecto de los menores, y de Walter Bulacio en particular, explicó que “se dio el trámite previsto en el Memorandum (Sec) nº 40”.

No fue sencillo, ni para el juez ni para los abogados de la querella, averiguar qué era ese memorandum. Después de varios oficios al jefe de la policía federal, pudimos reconstruir la historia. El 19 de abril de 1965, el Director Judicial de la Policía Federal había librado una comunicación al Director de Seguridad de la División Orden Público, mencionando “ciertas recomendaciones” hechas por los entonces Jueces Correccionales de Menores, Dres. Sturla y Argüero. Allí se explicaba que no resultaba “conveniente” someter a los menores de edad detenidos sin imputación de delito a las demoras burocráticas que imponía la obligatoriedad de la intervención judicial, impuesta por la ley 10.903, por lo que se dejaba librado “al atinado criterio de los funcionarios instructores” determinar, en cada caso concreto, la necesidad real y objetiva de comunicar al juez de turno la detención de un menor. El Memo 40, como se lo conocía en la jerga policial, se institucionalizó a lo largo de 26 años como vía alternativa, y, de hecho, sustitutiva, de las normas expresas de la ley de patronato (10.903), la Convención Internacional de Derechos del Niño, ratificada por ley del Congreso en septiembre de 1990 y los arts. 171 a 177 del Reglamento para la Justicia Criminal y Correccional, todas las cuales consagraban el principio de la intervención judicial obligatoria.

A lo largo de los años, el Memo fue ratificado por otras circulares policiales internas, como la Orden del Día nº 27 del 6/02/1980 y la Orden del Día nº 127 del 29/06/1981. Fue sugestivo observar que, a medida que se sucedían las distintas reformulaciones del Memo en órdenes del día posteriores, lo que en 1965 eran “ciertas recomendaciones” de los jueces correccionales se convirtió en lisa y llana atribución de autoría a los magistrados, ya para entonces jubilados.

Asimismo, por Orden del Día de fecha 30 de diciembre de 1977 la policía creó el Libro Memo 40, originariamente denominado “2.3”, y destinado a restituir a sus dueños llaveros y perros extraviados. Por analogía, se lo utilizó hasta 1991 -cuando fue descubierto en el marco de la Causa Bulacio- para entregar menores detenidos a sus padres.

Ni bien apareció en el expediente esa nota del comisario Espósito, justificando la falta de comunicación de las detenciones de menores al juez competente con el Memo, el Juez Pettigiani envió un oficio a la Cámara solicitándole un pronunciamiento sobre su legalidad. Se inició el expediente 15.067/91, que culminaría el 13 de junio de 1991 con una Acordada que, sin adentrarse en el tema de fondo, esto es, la comprobada circunstancia de que a lo largo de 26 años la policía se había auto-normado violando la ley, se limitó a reiterar la obligación de dar intervención al juez en caso de detenciones de menores. El texto de esa Acordada fue comunicado a todas las dependencias de la policía federal, y con ese acto formal los jueces dieron por cumplida su misión como garantes de los derechos de los menores de edad.

Mientras tanto, en la calle, la situación seguía igual. El Memo 40 fue reemplazado por el Memo 106-11-000036-91, dictado el 2 de mayo por el jefe de la PFA, comisario general Passero. Rectificando el Memo 40, el texto comenzaba enunciando “algunos de los errores más comunes” cometidos por la policía en el trato de menores, y reiterando que el principio general era el de la intervención judicial. Como las órdenes del día anteriores, adjudicaba la autoría del Memo 40 a los ex jueces Sturla y Argüero, quienes seguramente lo sugirieron para no ser despertados de noche por molestos llamados de comisarías, pero sin duda no lo firmaron. En el Memo 106, el comisario Passero reconoció que no existía, legalmente, un libro “Memo 40”, y que el así “mal llamado” (sic) era para otro tipo de situaciones.

Pese a la declamación sobre la imperatividad de la consulta al juez, en el punto 2, el nuevo memorandum estableció que, excepcionalmente, el jefe de la dependencia “podrá disponer la intervención oficiosa siempre que no se presuponga la situación de abandono o desamparo del menor y no exista una necesidad real y objetiva de sustanciar actuaciones”. Es decir, lo mismo que el Memo 40. Por las dudas, ordenaba, en el punto 3, que en esos casos se labre un “expediente – constancia”, lo que inexplicablemente entendía cumplimiento de la obligatoria información al juez.

Cuando el juez de la Causa Bulacio tomó conocimiento de esta “nueva” directiva, libró, a instancias de la querella, un nuevo oficio, fechado el 26 de agosto de 1991. Para entonces, ya la propia policía, a través de su jefe Passero, había dejado sin efecto el Memo 106, al menos en lo que a la letra impresa se refiere. Nunca más apareció, en el sistema federal, referencia alguna al mecanismo de detención de menores por vía de hecho policial, el que, sin embargo, nos consta que siguió funcionando mediante el muy sencillo expediente de convertir la detención, si las circunstancias del caso lo requerían, en otra cosa. Dicho de otro modo: en las ocasiones que nos tocó asistir menores detenidos en la ciudad de Buenos Aires sin intervención judicial, nuestra mera presencia en la comisaría -a veces, un simple llamado telefónico- mágicamente cambiaba el carácter de la detención, que era de inmediato comunicada al juez de menores de turno con la excusa que más a mano tuviera la policía.

Casi dieciocho años después -el 30 de octubre de 2008-, el titular del Juzgado Contencioso Administrativo nº 1 de La Plata, Dr. Luis Federico Arias, hizo lugar a un habeas corpus preventivo colectivo, interpuesto por el Dr. Julián Axat, Defensor de Menores, en beneficio de los menores de esa jurisdicción.

El Defensor Oficial interpuso el recurso debido a que comprobó, en el ejercicio cotidiano de su cargo, “la amenaza actual, inminente y potencial que padecen todos los niños, niñas y jóvenes del Departamento Judicial La Plata, a partir del cercenamiento de su libertad ambulatoria, realizado con motivo de ilegales, arbitrarias e inconstitucionales figuras policiales que se llevan a cabo sin el debido control judicial del fuero especializado, consistentes en “contravenciones” (arts. 19, 24, 128 del decreto-ley n° 8.031/73); “detención por averiguación de identidad” (art. 15 ley n° 13.482); aprehensiones registradas como “entrega de menor”; y “pedidos de captura” o averiguaciones de paradero de menores no actualizadas”.

Sostuvo el Dr. Axat que, pese a la derogación del viejo decreto-ley n° 10.067/83, junto al actual régimen de responsabilidad penal juvenil “subsisten y conviven pacíficamente en su interior, rémoras e intersticios normativos-administrativos de raigambre tutelar contrarias a la Convención de los Derechos del Niño y a los más básicos derechos humanos de la infancia, que colocan en cabeza de la policía local, potestades discrecionales y laxas para con los menores, fuera del alcance de todo control de legalidad judicial, poniendo en severo riesgo la libertad ambulatoria de los mismos”.

Explicó que, a raíz de una detención puntual que no fue notificada a la justicia de menores, el 17/09/2008, libró oficios a todas las seccionales policiales del Departamento Judicial La Plata, para que informaran sobre las aprehensiones registradas desde el inicio del Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil, por aplicación del decreto-ley n° 8.031/73, o averiguaciones de identidad según lo reglado por el art. 15 de la Ley n° 13.482. Las respuestas lo anoticiaron de la cotidianeidad de la aplicación de ambos institutos, averiguación de antecedentes y contravenciones, a menores de edad, pero además lo impusieron de otras modalidades no normadas, como un procedimiento denominado “entrega de menor”, a través del cual se registraba la mayoría de las detenciones. Finalmente, otras privaciones de la libertad de menores de 18 años se fundaban en “supuestos pedidos de averiguación de paradero o captura, registrados por orden de un Tribunal o Juez de menores del viejo sistema del Patronato, los cuales -si bien se encuentran registrados en Sistema de Información Policial-, no se hallan vigentes y/o actualizados a la fecha de la aprehensión; derivando en un ejercicio abusivo de privación de la libertad”.

El juez, una vez agotado el procedimiento con la recepción de los informes pedidos y la celebración de la audiencia que marca el ritual, hizo lugar al hábeas corpus, y declaró la inconstitucionalidad del decreto-ley n° 8.031/73 y del art. 15 Ley n° 13.482, en cuanto permiten la aprehensión o detención de menores de 18 años de edad. Asimismo, ordenó al Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires que instruya a todos los órganos policiales del Departamento Judicial de La Plata, para que sus agentes se abstengan de aprehender o detener a menores de 18 años con apoyo en tales normas, o por aplicación de “vías de hecho tales como la denominada “entrega de menor”, u otras similares”. También ordenó al Ministerio de Seguridad la urgente actualización de los pedidos de captura o averiguación de paradero de menores. Finalmente, exhortó al Poder Ejecutivo y al Poder Legislativo de la Provincia de Buenos Aires para que adopten las medidas necesarias a fin de adecuar, en el plazo más breve posible, la normativa local a los parámetros establecidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso “Bulacio Vs. Argentina”, sentencia del 18/09/2003.

El fallo fue tratado por los medios de comunicación como parte de la discusión, reabierta en esos mismos días por el gobernador Daniel Scioli y un nutrido grupo de intendentes del conurbano bonaerense, sobre la baja de la edad de imputabilidad de los menores. El propio juez intentó aclarar a los medios la total desvinculación de su decisorio con la cuestión de la imputabilidad penal, lo que no logró evitar titulares al estilo “Chicos Poxi: la policía platense no podrá detenerlos”, y una catarata de espasmódicos mensajes de lectores contra “los jueces que sólo defienden los derechos de los delincuentes”, incluyendo el explícito “Cuando a este juez un guacho le meta un tiro en la cabeza a alguien de su familia, seguro que va a cambiar de idea” (ver, por ejemplo, diarios El Argentino y Crítica Digital, 30/10/2008). Pero la grosera campaña mediática de “ley y orden” dirigida a endurecer aún más el sistema penal respecto de sus víctimas dilectas, los jóvenes pobres, escondió eficazmente la circunstancia que nos retrotrajo al año 1991. Además de pronunciarse sobre la inconstitucionalidad de las detenciones de menores de edad por aplicación del código faltas y de la “averiguación de antecedentes”, el juez trató, sin asombro ni indignación especial, la cuestión del trámite que la policía denomina, según se explica en la sentencia, “entrega de menor”, que no es otra cosa que el mismo procedimiento de hecho del ¿derogado? Memo 40 de la PFA.

Fueron materia del habeas corpus diversas hipótesis de detenciones arbitrarias de menores de 18 años: 1) Averiguación de antecedentes (o detenciones “para identificar”); 2) Contravenciones; 3) Detenciones “tutelares” resueltas con el procedimiento policial de “entrega de menor” y 4) Pedidos de comparendo o paradero no vigentes. Mientras las dos primeras y la última encuentran su único apoyo formal en normas inconstitucionales, que han ocasionado la condena al Estado Argentino por la Corte Interamericana de DDHH, ya que son contrarias a los estándares internacionales que nuestro país se ha comprometido a cumplir, el procedimiento llamado “entrega de menor” es, como el Memo 40, un sistema “administrativo” policial, carente de todo respaldo normativo, como lo admite el fallo, mediante el cual la propia policía se autoconcede la facultad de detener y liberar chicos menores de edad sin control ni conocimiento jurisdiccional, y siempre -como en los casos anteriores- en situaciones extradelictuales.

El juez, como funcionario público, tiene la obligación (no sólo el derecho) de promover una denuncia formal si toma conocimiento de la comisión de un delito de acción pública. Sin embargo, el Dr. Arias, aunque declaró la inconstitucionalidad del procedimiento de “entrega del menor”, no formuló denuncia alguna. Va de suyo que, si como el propio Dr. Arias lo da por probado, la policía realiza detenciones de menores de edad sin sustento legal alguno, cada uno de esos arrestos implica la comisión, como mínimo, del delito de privación ilegal de la libertad. Ninguno de los hechos informados por el ministerio de seguridad estaba prescripto cuando el juez resolvió.

El caso ilustra bien la forma en que la naturalización e invisibilización garantizan, desde tiempos remotos, la ininterrumpida vigencia del sistema de detenciones arbitrarias en Argentina, incluso respecto de las vías de hecho policiales. Los abogados del Ministerio de Justicia, cuando deban volver a explicar a la Corte IDH la situación respecto del cumplimiento de la sentencia en el caso Bulacio, se llenarán la boca hablando del “nuevo régimen penal de la minoridad” y dirán que el Memo 40 se derogó en 1991, mientras centenares de adolescentes pobres son detenidos por la policía sin delitos, sin juez ni defensor, sin siquiera la máscara de la Doble A o la contravención. Día por medio morirá uno de ellos.



[1] Ver apéndice, “El Memo fantasma (Recuerdos del futuro)”.


[2] El gobierno kirchnerista quiso hacer un efectivo golpe publicitario con la medida. La directora de asuntos internacionales del Ministerio de Justicia, Seguridad y DDHH, es decir, la misma funcionaria que representa al Estado en el juicio internacional, llamó personalmente por teléfono a Graciela Scavone, madre de Walter, para invitarla a una reunión con el ministro y la presidenta Cristina F. de Kirchner, donde se harían “importantes anuncios sobre la causa”. Después de consultar con su abogada, Graciela resolvió declinar el convite, para desesperación de la operadora oficial, que nos llamó cinco o seis veces al grito de “¡no pueden alterarle así la agenda a la Sra. Presidenta!”. Aunque se quedaron con las ganas de la foto con la mamá de Walter y la abogada de CORREPI, la operación estaba tan armada que el diario oficial “El Argentino” del 18/09/08 publicó la noticia, como si el encuentro se hubiera producido.






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