domingo, 25 de octubre de 2015

NI PURISTAS NI CORAJUDOS Por Hernán Brienza




Ni puristas ni corajudos


Hernán Brienza 25 de Octubre de 2015 | 12:00



Por: Hernán Brienza


La iluminación que la historia hace sobre la política siempre tiene más de juego que de ciencia. Puede utilizarse como referencia, como indicio, pero nunca puede explicar absolutamente el presente ni predecir el devenir. Sin embargo, marca –"como signo" en términos lacanianos-, genera una muesca en el pasado que será fácilmente reconocible en la narración posterior que se haga en el momento de superar otro obstáculo similar al que dejó la primera huella. Esto no significa determinismo, sino simplemente un replique de lo que se hizo en lo que se está por hacer. Es decir, una persona, en el momento de llevar adelante una acción similar a la que ha realizado en el pasado puede o no accionar de la misma manera, pero esa nueva acción contendrá, por la positiva o la negativa, la acción original. 
Las sucesiones, las continuidades, tienen una marca en la Argentina. De ganar Daniel Scioli las elecciones, se producirá por segunda vez en 70 años de historia del Peronismo el caso de que un presidente elegido democráticamente le traspase la banda presidencial a otro presidente elegido democráticamente del mismo signo político. Ocurrió ya el pasaje de manos pero con fuertes crisis políticas e institucionales: Héctor Cámpora-Raúl Lastiri-Juan Domingo Perón-María Estela Martínez de Perón, en los años setenta, y, más cercano en el tiempo, el tándem Adolfo Rodríguez Saá-Eduardo Duhalde-Néstor Kirchner (obviando las presidencias horarias intermedias, claro). Y, obviamente, la primera vez que ocurrió fue durante el traspaso entre Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. La gran diferencia en este caso es que el traspaso tiene componentes nuevos: si bien no hay crisis política y existe una alta fortaleza institucional, el cambio de liderazgo institucional –el proceso entre el 2003 el 2015 se reconoce como más homogéneo en términos políticos-, se prevé una leve o mediana "pendularidad" ideológica con continuidades y rupturas y podría convertirse en el cuarto periodo consecutivo que el peronismo gobierne el país.
Sin embargo, esto que nos parece hoy una novedad ya ha ocurrido varias veces en la historia argentina y ha dejado fuertes marcas. La primera sucesión hacia el interior de un mismo partido ocurrió en la década de 1830 cuando Juan Manuel de Rosas renunció al cargo de gobernador de la provincia de Buenos Aires y lo dejó en manos de Juan Ramón Balcarce, el 18 de diciembre de 1832. Balcarce, un reconocido militar de las guerras de la independencia y un hombre del federalismo doctrinario, más cercano al liberalismo, creyó que era tiempo de deshacerse de su antecesor y tejió una serie de alianzas con los unitarios con el fin de superar viejas antinomias. Las cosas terminaron mal: Doña Encarnación Ezcurra, auxiliada por el general Agustín de Pinedo –un federal apostólico, y, vaya ironía, ancestro del actual macrista Federico Pinedo- conspiraron contra el gobierno y Balcarce y sus lomos negros debieron abandonar el gobierno. Finalmente, dos años después, en 1835, Rosas regresó –por otros múltiples factores- a la primera magistratura con la Suma del Poder Público y lideró la suerte de la Confederación Argentina durante 17 años.
La segunda sucesión entre miembros de un mismo partido se produjo en 1886, cuando Julio Argentino Roca debía abandonar el poder de una Argentina ya absolutamente institucionalizada en una cuasi república y decidió que su sucesor iba a ser su concuñado Miguel Juárez Celman. La maniobra del "Zorro" era previsible: poner un familiar títere en la presidencia y resguardarse para sí mismo los hilos de la política argentina. Su idea era "Juárez Celman al gobierno, Roca al poder". Pero el astuto tucumano no contó con la habilidad taimada de su pariente cordobés. Rápidamente, Celman intentó apropiarse de la estructura del Partido Autonomista Nacional –la gran herramienta de Roca- y concentrar todo el poder en sus manos. Su maniobra se denominó el Unicato, por la pretensión que tenía de ser reconocido como Jefe Único de la Nación, desconociendo así la conducción de su pariente y mentor. Las cosas, como a Balcarce, tampoco le salieron muy bien: En su mensaje al Congreso del año 1889, afirmó: "No existe otro partido que el Partido Autonomista Nacional, al cual pertenecen las mayorías parlamentarias y todos los gobiernos de la nación y sus estados." Un año después, la crisis económica hizo estallar por el aire sus pretensiones de grandeza y debió renunciar, tras la Revolución del Parque, dos años antes de que terminara su mandato. Como se sabe, Roca volvió al poder en 1898, ocho años después de la caída de su concuñado.
En el siglo XX, las andanzas del Liberalismo Conservador Pretoriano impidió cualquier tipo de continuidades democráticas, sin embargo, en la década del veinte se produjo un último ejemplo y que fue relativamente exitoso. En 1822, Hipólito Yrigoyen debía elegir para dar su apoyo al candidato de la Unión Cívica Radical que lo sucediera. El Peludo representaba a los sectores populares del radicalismo y había llevado adelante un gobierno de fuertes transformaciones sociales, económicas y culturales: políticas nacionalistas de petróleo, ascenso de las clases medias, la Reforma Universitaria, se ampliaron las cajas jubilatorias, entre otras medidas. Esas reformas habían causado un gran malestar en el establishment de la Argentina Conservadora. Con la intención de llevar a buen puerto el fin de su gobierno, Yrigoyen decidió dejar que su sucesor fuera un radical de "galerita", ligado a los círculos de poder de la Vieja Argentina, Marcelo Torcuato de Alvear. 
Apenas asumió, Alvear nombró un Gabinete absolutamente contradictorio al de Yrigoyen, lo que generó grandes descontentos en la UCR. Su gobierno y su estilo, más conservador y moderado, estuvo signado por cierta placidez política: la bonanza económica heredada de la posguerra 1914-1918 generó un clima de Belle Époque, sumado a un par de hitos como la puesta en funcionamiento de YPF –creada por su antecesor- y cierta moderación discursiva de Alvear marcaron esos años. La clave política fue la ruptura del radicalismo en Personalistas –seguidores del Peludo- y los antipersonalistas – formados por radicales conservadores-. La sangre no llegó al río gracias a la lealtad del propio Alvear que meses antes de las elecciones presidenciales de 1828 decidió no intervenir la provincia de Buenos Aires –en manos del yrigoyenismo- como pretendían los antipersonalistas. Esa decisión de Alvear allanó la candidatura del viejo líder popular y la victoria en las urnas que permitieron su regreso. 
La última experiencia de Yrigoyen concluyó en el golpe del 6 de septiembre de 1930. Sus partidarios pasaron a la marginalidad política, durante la Década Infame, y muchos de ellos formaron FORJA, primero, y 15 años después ingresaron en el Peronismo. Los antipersonalistas, en cambio, formaron parte de la coalición conservadora conocida como la Concordancia, sostenida por el fraude patriótico. A ese contubernio aportaron dos presidentes: Agustín Justo y Roberto Ortiz.
El pasado nunca viaja al futuro en términos políticos. Y nada indica que lo que ocurrió vuelva a suceder de la misma manera. Apenas deja marcas, recuerdos, signos, indicios sobre qué nos conviene hacer, un simple consejo que deja la experiencia. Jorge Luis Borges explicaba por qué nunca segundas partes eran buenas: "Sospecho que la fatiga del escritor tiene alguna culpa, y mucho más que la del escritor, la del público. Este, en efecto requiere una proeza no muy posible: la repetición de un asombro. Quiere ser asombrado por el héroe que la primera parte le descubrió, y no tolera ningún cambio en el héroe. Quiere lo mismo y quiere que lo mismo sea diferente. Sucede así con las segundas partes lo que sucede con las muchas versiones fonográficas de los "Saint Louis Blues" o "Don Juan": deben satisfacer una lealtad, pero también deben deslizar novedades." En política, en cuestión de liderazgos, también ocurre lo mismo. Los continuadores deben mantener un frágil equilibrio entre la lealtad y el beso de Judas, en términos simbólicos, por supuesto; deben balancearse entre las posibilidades de conservar sin aburrir y asombrar sin traicionar. Los ejemplos de Balcarce, Juárez Celman y Alvear, así lo demuestran. Lo que viene después del fin del principio debería navegar a dos aguas: esquivando la histeria de los puristas y desoyendo las felonías de los conjurados. «



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